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– Ve adentro y quítate de mi vista. Necesitarás descansar. Ese zumbido dentro de tu cabeza te viene de tanto pensar, y supongo que es algo a lo que no estás acostumbrado -dijo llevándose un dedo a la sien simulando indicarle dónde residen los pensamientos.

– Sí, señor -dijo Max en un tono que, no tenía más remedio que admitirlo, sonaba estúpido y pueblerino. ¿Por qué su padre siempre se las arreglaba para parecer culto y cosmopolita, y en cambio él, con el mismo acento, parecía un granjero holandés medio imbécil que sirve para ordeñar vacas, pero que delante de un libro abierto se quedaría mirando con ojos desorbitados, asustado y confuso?

Max se volvió hacia la casa sin mirar por dónde iba y se golpeó la frente con las cabezas de ajo que colgaban del marco de la puerta. Su padre resopló con desprecio.

Se sentó en la cocina, donde una lámpara encendida en una esquina de la mesa bastaba para ahuyentar la creciente oscuridad. Esperó atento, con la cabeza erguida, para poder ver el jardín por la ventana. Tenía el libro de gramática inglesa abierto delante de él, pero ni siquiera lo miraba, era incapaz de hacer otra cosa que no fuera quedarse allí sentado y esperar a Rudy. Al cabo de un rato estaba demasiado oscuro para ver la carretera o a alguien que viniera por ella. Las copas de los pinos formaban siluetas negras contra un cielo del color de las brasas encendidas. Pronto también ese tenue resplandor desapareció y la oscuridad se pobló de estrellas como brillantes salpicaduras. Max escuchó a su padre en la mecedora, el suave crujido de las patas de madera circulares mientras se movían atrás y adelante sobre los tablones del porche. Max se mesó los cabellos, tirándose de ellos, diciendo para sí: «Rudy, vamos», deseando que aquella espera terminara más que ninguna otra cosa en el mundo. No sabía si había transcurrido una hora o quince minutos.

Entonces las oyó, las pisadas firmes de su hermano en la tierra caliza del arcén de la carretera; aminoró el paso al entrar en el jardín, pero Max sospechó que venía corriendo, una hipótesis que se vio confirmada en cuanto Rudy habló. Aunque trataba de conservar su habitual tono jovial, se notaba que se ahogaba y hablaba con voz entrecortada.

– Perdón, perdón. La señora Kutchner, un accidente. Me pidió que la ayudara. Lo sé. Es tarde.

La mecedora dejó de moverse y los tablones del suelo crujieron bajo el peso de los pies de su padre.

– Eso me contó Max. Y qué, ¿lo has limpiado todo?

– Sí, con Arlene. Es que Arlene entró corriendo en la cocina, sin mirar, y a la señora Kurtchner… se le cayeron unos platos al suelo…

Max cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia delante tirándose del pelo con desesperación.

– La señora Kutchner no debería cansarse tanto; está enferma. De hecho debería quedarse en la cama.

– Eso es lo que pensé -escuchó a Rudy desde un extremo del porche. Empezaba a recuperar el aliento-. Y todavía no estaba oscuro del todo.

– ¿Ah no? Bueno, cuando uno tiene mi edad la vista le falla, confunde la penumbra con la oscuridad. Estaba convencido de que el sol se había puesto hace veinte minutos. Veamos, ¿qué hora es?

Max escuchó el sonido metálico del reloj de bolsillo de su padre al abrirse. Éste suspiró.

– Está demasiado oscuro para ver las manecillas. Bien, realmente admiro tu preocupación por la señora Kutchner.

– Bueno… No ha sido nada -dijo Rudy, con un pie en el primer peldaño de las escaleras del porche.

– Pero deberías preocuparte más de tu propio bienestar, Rudolf -dijo su padre en tono calmado y benevolente, el mismo que, suponía Max, debía de emplear cuando hablaba con pacientes en fase terminal de una enfermedad. Había llegado la noche y, con ella, el doctor.

Rudy dijo:

– Lo siento, pero…

– Ahora dices que lo sientes. Pero pronto lo sentirás de manera más palpable.

El látigo sonó como una fuerte bofetada y Rudy, que cumpliría diez años en dos semanas, rompió a llorar. Max apretó los dientes mientras seguía mesándose los cabellos, y se llevó las muñecas a los oídos, en un vano intento de no oír el llanto de su hermano y el látigo golpeando la carne, la grasa y los huesos.

Como tenía los oídos tapados, no oyó entrar a su padre y sólo levantó la vista cuando su sombra se proyectó sobre él. Abraham estaba en el umbral del vestíbulo, despeinado, el cuello de la camisa torcido y el látigo apuntando hacia el suelo. Max esperaba que le pegara también a él, pero no fue así.

– Ayuda a tu hermano a entrar en casa.

Max se puso en pie tambaleándose. Se sentía incapaz de sostener la mirada de su padre, así que bajó la vista y fijó los ojos en el látigo. El dorso de la mano de su padre estaba salpicado de sangre y al verla Max contuvo el aliento.

– Ya ves lo que me obligas a hacer.

Max no contestó, tal vez no hacía falta. Su padre permaneció allí de pie unos instantes más y después se dirigió a la parte de atrás de la casa, hacia su estudio privado, que siempre cerraba con llave; una habitación en la que tenían prohibido entrar sin su permiso. Muchas noches se quedaba dormido allí dentro y le oían gritar en sueños, maldiciendo en holandés.

– Deja de correr -gritó Max-. Sabes que al final te alcanzaré.

Rudolf cruzó de un brinco el corral, se apoyó en el cerco y saltó por encima de él para después echar a correr hacia uno de los laterales de la casa, dejando tras de sí una estela de risas.

– Devuélvemela -dijo Max. Saltó el cerco sin dejar de correr y aterrizó en el suelo sin perder el equilibrio. Estaba enfadado, muy enfadado y la furia lo dotaba de una agilidad inesperada, inesperada porque tenía la constitución de su padre: un corpulento carabao al que obligan a caminar sobre las patas traseras.

Rudy, en cambio, había heredado la complexión delicada de su madre, así como su piel de porcelana. Era rápido, pero Max estaba a punto de alcanzarlo, ya que Rudy volvía la vista atrás demasiado a menudo, sin concentrarse en una u otra dirección. Estaba a punto de alcanzar el lateral de la casa y, una vez allí, Max podría acorralarlo contra la pared e inmovilizarlo, impidiendo que huyera hacia derecha o izquierda.

Pero Rudy no intentó ir ni a la derecha ni a la izquierda. La ventana del estudio de su padre estaba abierta unos centímetros, dejando entrever la fresca quietud propia de las bibliotecas. Rudy se aferró al alféizar con una mano -en la otra aún llevaba la carta de Max- y, tras un rápido vistazo atrás, saltó en dirección a las sombras.

Por grande que fuera la ira de su padre cuando llegaban a casa después de anochecer, no era nada comparada a la que sentiría si se enteraba de que habían entrado en su santuario privado. Pero su padre había salido, había ido a alguna parte en su Ford, y Max no se detuvo a pensar en qué les pasaría si regresaba inesperadamente. Saltó y asió a su hermano por un tobillo, pensando que conseguiría arrastrarlo de nuevo a la luz, pero Rudy chilló y con una patada se liberó de la mano de Max. El pequeño se precipitó hacia la oscuridad y aterrizó en el suelo de madera, con un golpe seco que hizo temblar dentro de la habitación algún objeto de cristal sin identificar. Entonces Max se agarró al alféizar, tomó impulso…

– Despacio, Max, está… -empezó a decir su hermano.

… y saltó por la ventana.

– … muy alto -terminó Rudy.

Max había entrado antes en el estudio de su padre, por supuesto (en ocasiones, Abraham los invitaba a ir allí para «una pequeña charla», lo que quería decir que él hablaba y ellos escuchaban), pero nunca por la ventana. Se inclinó hacia delante y vio el suelo a casi un metro de distancia, y se dio cuenta, asombrado, de que iba a aterrizar de cara. Por el rabillo del ojo acertó a ver una mesa redonda junto a una de las mecedoras de su padre, y se aferró a ella para evitar caerse. Pero ya había tomado impulso y éste lo lanzó adelante, haciéndole chocar contra el suelo. Pudo girar la cara en el último momento y el peso del cuerpo recayó casi por entero en su hombro derecho. Los muebles temblaron y la mesa se volcó con todo lo que tenía encima. Max oyó que algo se caía y escuchó un ruido de cristales rotos que le resultó más doloroso que el golpe en el hombro.