Rudy estaba a unos pocos metros de él, sentado en el suelo y esbozando aún una sonrisa algo tontorrona. Tenía la carta arrugada en una mano, medio olvidada.
La mesa estaba volcada, pero por fortuna no rota. Aunque un frasco vacío de tinta se había hecho añicos y los pedazos brillantes de cristal yacían cerca de la rodilla de Max. Sobre la alfombra persa había un montón de libros dispersos y varios papeles revolotearon hasta posarse en el suelo con un susurro áspero.
– Mira lo que me obligas a hacer -dijo Max señalando el frasco de tinta. Entonces se estremeció al darse cuenta de que eso era exactamente lo que le había dicho su padre unas semanas atrás; no le gustaba descubrirse repitiendo sus palabras, como el muñeco de un ventrílocuo, un muchacho de madera con la cabeza hueca.
– Lo tiramos y ya está -dijo Rudy.
– Sabe dónde está cada cosa de su despacho. Se dará cuenta de que falta.
– Y una mierda. Sólo viene aquí a beber coñac, tirarse pedos y quedarse dormido. He entrado montones de veces. El mes pasado le robé el mechero para fumar y ni se ha enterado.
– ¿Que tú qué? -preguntó Max mirando a su hermano pequeño con sincero asombro, y no sin cierta envidia. Eso de hacer cosas arriesgadas y después contarlas como si tal cosa le correspondía a él, como hermano mayor.
– ¿Para quién es esta carta y por qué has tenido que esconderte para escribirla? Te estuve espiando sin que te dieras cuenta. «Todavía recuerdo tu mano en la mía» -recitó Rudy en tono burlón y deliberadamente afectado.
Max se lanzó sobre él, pero no lo suficientemente rápido, y Rudy agitó la carta y empezó a leerla por el principio. Poco a poco la sonrisa se le borró del rostro, y su pálida frente se cubrió de líneas de preocupación. Entonces Max le arrancó el papel de las manos.
– ¿Mamá? -preguntó Rudy completamente desconcertado.
– Es para un trabajo del colegio. Nos preguntaron que si tuviéramos que escribir una carta a alguien, a quién sería. La señora Louden ha dicho que puede ser alguien imaginario o un personaje histórico. Alguien muerto.
– ¿Y piensas entregar eso y dejar que lo lea la señora Louden?
– No lo sé, aún no lo he terminado.
Pero, conforme hablaba, Max se daba cuenta de que había sido un error, de que se había dejado llevar por las fascinantes posibilidades de aquel trabajo de clase, el irresistible «y si»…, y había escrito cosas demasiado personales para enseñárselas a nadie. Cosas tales como «tú eras la única con la que sabía cómo hablar y a veces me siento tan solo»… Se había imaginado a su madre leyendo la carta de alguna manera, desde algún lugar, tal vez en forma de figura astral flotando sobre él, mirando su pluma garabatear el papel, sonriendo serena. Había sido una fantasía cursi y absurda, y sólo por pensar que se había dejado llevar por ella sintió una intensa vergüenza.
Su madre ya estaba débil y enferma cuando el escándalo obligó a su familia a abandonar Ámsterdam. Durante un tiempo vivieron en Inglaterra, pero el rumor de aquella cosa terrible que había hecho su padre (Max la ignoraba y dudaba de que llegara a saberlo nunca) los siguió hasta allí. Así que siguieron camino hacia Estados Unidos. Su padre estaba convencido de que le habían dado una plaza en la facultad de Vassar, hasta el punto de que había invertido casi todos sus ahorros en comprar una hermosa granja cercana. Pero cuando llegaron a Nueva York el decano los recibió y le dijo a Abraham Van Helsing que su conciencia le impedía contratarlo para que trabajara sin supervisión con muchachas menores de edad. Max no habría estado más convencido de que su padre había matado a su madre si le hubiera visto ahogarla con una almohada en su lecho de enferma. No fue el viaje lo que acabó con ella, aunque sin duda contribuyó, demasiado esfuerzo para una mujer débil y embarazada que además sufría de una infección crónica de la sangre que le provocaba cardenales al más mínimo roce. Fue la humillación. Mina no pudo sobrevivir a la vergüenza de lo que había hecho su padre, aquello que los obligó a todos a huir.
– Vamos -dijo Max-. Limpiemos esto y salgamos de aquí.
Volvió a poner la mesa de pie y empezó a recoger libros del suelo, pero giró la cabeza cuando escuchó a Rudy preguntar:
– Max, ¿tú crees en los vampiros?
Rudy estaba de rodillas frente a una otomana, al otro lado de la habitación. Se había agachado para recoger unos papeles que habían llegado hasta allí y se había quedado mirando el viejo maletín de médico escondido debajo. Tiró del rosario anudado a las asas.
– Deja eso -dijo Max-. Se supone que tenemos que recoger, no desordenar más.
– ¿Pero crees?
Max guardó silencio por unos instantes.
– A mamá la atacaron. Después de aquello su sangre no volvió a ser la misma. Enfermó.
– Pero ¿ella dijo alguna vez que la habían atacado, o fue él?
– Murió cuando yo tenía seis años. No le contaría una cosa así a un niño tan pequeño.
– Pero ¿tú crees que estamos en peligro?
Rudy había abierto el maletín y alargó la mano para sacar un bulto cuidadosamente envuelto en tela púrpura. Bajo el terciopelo se entrechocaban trozos de madera.
– ¿Que ahí fuera hay vampiros esperando atacarnos? ¿Qué esperan a que bajemos la guardia?
– Yo no descarto esa posibilidad, por descabellada que parezca.
– Por descabellada que parezca -repitió su hermano con risa queda. Abrió el envoltorio de terciopelo y miró las estacas de veintitrés centímetros, espetones de madera blanca reluciente con los mangos forrados de cuero engrasado.
– Pues yo creo que es una gilipollez. Gi-li-po-llez -dijo Rudy en un tono ligeramente cantarín.
El rumbo que tomaba la conversación estaba poniendo nervioso a Max, y por un instante se sintió mareado, presa del vértigo, como si estuviera inclinado sobre una pendiente pronunciada. Ya tal vez no estuviera muy lejos de algo así. Siempre había sabido que algún día tendrían esta conversación y temía adonde podría conducirlos. Rudy nunca disfrutaba tanto como en una discusión, pero jamás llevaba sus dudas a una conclusión lógica. Podía decir que algo era una gilipollez, pero no se detenía a considerar qué pasaba entonces con su padre, un hombre que temía a la oscuridad tanto como una persona que no sabe nadar teme al mar. Max casi necesitaba que aquello fuera verdad, que existieran los vampiros, porque la otra posibilidad -que su padre fuera un psicótico- era demasiado terrible, demasiado abrumadora.
Seguía pensando en cómo contestar a su hermano cuando una fotografía enmarcada atrajo su atención. Estaba medio oculta bajo la mecedora de su padre, vuelta del revés. Pero cuando le dio la vuelta supo que ya la había visto. Era un calotipo, un tipo de foto antigua, color sepia, de su madre, que había estado en una estantería de su casa de Ámsterdam. Llevaba puesto un sombrero claro de paja bajo el que asomaban sus rizos negros y etéreos. Tenía una de las manos enguantadas levantada en un gesto enigmático, de forma que parecía estar agitando un cigarrillo invisible. Sus labios estaban entreabiertos, como diciendo algo, y Max a menudo se preguntaba qué sería. Por alguna razón se imaginaba a sí mismo presente en aquella escena, fuera de la fotografía, un niño de cuatro años mirando a su madre con expresión solemne. Tenía la impresión de que ella agitaba la mano para evitar que saliera en la fotografía. Si eso era cierto, entonces parecía lógico que en el momento de ser retratada estuviera diciendo su nombre.
Cuando cogió el marco y le dio la vuelta escuchó el tintineo del cristal al caerse. El cristal se había roto justo en el centro. Empezó a arrancar pequeñas esquirlas del marco y a apartarlas con cuidado, procurando que ninguna arañara el brillante calotipo de debajo. Sacó un cristal de gran tamaño de la esquina superior del marco y la fotografía se desprendió. Cuando fue a colocarla en su sitio dudó un instante, frunció el ceño y tuvo la fugaz impresión de que los ojos le bizqueaban y veía doble. Entonces, bajo la primera fotografía apareció otra. Sacó la de su madre del marco y miró fijamente y sin comprender la que alguien había escondido detrás. Un entumecimiento frío le invadió el pecho, alcanzándole luego la garganta. Miró a su alrededor y suspiró aliviado al ver a Rudy arrodillado frente a la otomana, envolviendo otra vez las estacas en su sudario de terciopelo.