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Rudy, pálido como la cera, dirigió a Max una mirada horrorizada. No soportaba el sótano, con su techo bajo y su olor, las telarañas como velos de encaje en las esquinas. Cuando le tocaba hacer allí alguna tarea doméstica, siempre le suplicaba a su hermano que lo acompañara. Max abrió la boca para preguntar a su padre, pero éste ya había salido de la habitación y desaparecido en su estudio.

Max miró a Rudy, que temblaba y negaba con la cabeza sin decir palabra.

– No pasará nada -le prometió Max-. Yo te protegeré.

Rudy cogió la lámpara y dejó que Max bajara el primero por las escaleras. La luz anaranjada de la llama proyectaba sombras que se inclinaban y saltaban, como oscuras lenguas, en las paredes. Max bajó hasta el sótano y miró inseguro a su alrededor. A la izquierda de las escaleras había una mesa de trabajo sobre la que había un bulto cubierto con una lona blanca y mugrienta. Podían ser ladrillos apilados, o ropa, era difícil decirlo en aquella oscuridad y sin acercarse más. Max avanzó con lentitud y arrastrando los pies, hasta que estuvo cerca de la mesa, y una vez allí se detuvo, dándose cuenta de repente de lo que escondía la sábana.

– Tenemos que salir de aquí -gimió Rudy justo detrás de él. Max no se había dado cuenta de que estaba allí, pensaba que seguía en las escaleras-. Tenemos que salir de aquí ahora mismo.

Y Max supo que no hablaba únicamente de salir del sótano, sino de la casa, de huir de aquel lugar donde habían vivido diez años y no regresar jamás.

Pero era demasiado tarde para creerse ahora Huckleberry Finn y Jim y «marcharse al territorio», pues los pesados pasos de su padre ya resonaban en los polvorientos tablones de madera, a sus espaldas. Max levantó la vista hacia las escaleras y lo vio. Llevaba su maletín de médico.

– De vuestra invasión de mi privacidad no puedo menos que deducir -empezó a decir su padre- que por fin habéis desarrollado un interés por la labor secreta a la que tanto he sacrificado. He matado con mis propias manos a seis no-muertos, el último de los cuales era aquella zorra enferma cuya fotografía visteis en mi despacho; creo que ambos la habéis visto.

Rudy dirigió una mirada de pánico a Max, que se limitó a mover la cabeza, como diciéndole «no digas nada». Su padre continuó hablando.

– He entrenado a otros en el arte de destruir vampiros, incluido el desgraciado primer esposo de vuestra madre, Jonathan Harker, que Dios lo bendiga, de manera que soy indirectamente responsable de la muerte de tal vez hasta cincuenta miembros de esta infecta y apestosa especie. Y ha llegado el momento, ahora lo sé, de enseñar a mis propios hijos cómo se hace. Y cómo se hace bien, de manera que seáis capaces de acabar con aquellos que querrían acabar con vosotros.

– Yo no quiero saberlo -dijo Rudy.

– Él no vio el cuadro -dijo Max al mismo tiempo.

Su padre pareció no oír a ninguno de los dos. Pasó de largo junto a ellos hasta la mesa de trabajo y el bulto cubierto por la lona que estaba sobre ella. Levantó una esquina de la tela y miró; a continuación y con un murmullo de aprobación la levantó por completo.

La señora Kutchner estaba desnuda y horriblemente macilenta, con las mejillas demacradas y la boca abierta de par en par. El vientre se hundía bajo las costillas, como si le hubieran aspirado las entrañas, y tenía la espalda magullada y de color violeta azulado por la sangre coagulada. Rudy gimió y escondió su cara detrás del hombro de Max.

Su padre apoyó el maletín junto al cadáver y lo abrió.

– Por supuesto que ella no lo es, quiero decir, un no-muerto, sino que está simplemente muerta. Los vampiros auténticos no abundan, y tampoco sería práctico ni aconsejable para mí encontrar uno con el que pudierais ensayar. De momento ella nos servirá -dijo, sacando de su maletín las estacas envueltas en terciopelo.

– Pero ¿qué hace aquí? -preguntó Max-. Mañana es su entierro.

– Pero hoy yo hago la autopsia, para mis investigaciones privadas. El señor Kutchner lo entiende, se alegra de poder cooperar, si eso significa que un día no morirán más mujeres de esta manera. -Tenía una estaca en una mano y un mazo en la otra.

Rudy empezó a llorar. Max, en cambio, estaba experimentando una extraña disociación. Una parte de su cuerpo caminó hacia delante, pero sin él, mientras otra parte permanecía junto a Rudy, pasándole un brazo alrededor de sus temblorosos hombros. Rudy repetía: «Por favor, quiero ir arriba». Max se vio a sí mismo caminar con paso neutro hasta su padre, que lo miraba con una mezcla de curiosidad y cierta sosegada admiración.

Le alargó el mazo a Max y aquello lo devolvió a la realidad. De nuevo se encontraba dentro de su cuerpo, consciente del peso del martillo, que tiraba de su muñeca hacia el suelo. Su padre le agarró la otra mano y la levantó dirigiéndola hacia los escuálidos pechos de la señora Kutchner. Apoyó las yemas de los dedos de Max en un punto situado entre dos costillas y entonces éste miró a la cara de la mujer muerta, con la boca abierta como si se dispusiera a decir: «¿Ya estamos haciendo de médico, Max Van Helsing?».

– Toma -dijo su padre, deslizándole una de las estacas en la mano-. Tienes que sujetarlo por aquí, por la empuñadura. En un caso real, el primer golpe estará seguido de gritos, blasfemias y una lucha desesperada por escapar. Los malditos no son fáciles de matar. Debes aguantar sin rendirte, hasta que la hayas empalado y haya dejado de resistirse. Pronto habrá terminado todo.

Max levantó el mazo y a continuación miró a la señora Kutchner, deseando poder decirle que lo sentía, que no quería hacer aquello. Cuando golpeó la estaca con un fuerte golpe escuchó un chillido penetrante y él mismo chilló también, creyendo por un instante que la señora Kutchner seguía viva; entonces se dio cuenta de que era Rudy quien había gritado. Max era de complexión fuerte, con pecho ancho y hombros fornidos de campesino holandés. Con el primer golpe había hecho penetrar la estaca más de dos tercios, por tanto sólo necesitaba otro más. La sangre que manó alrededor de la herida estaba fría y tenía una consistencia viscosa y espesa.

Max se tambaleó, a punto de desmayarse, y su padre lo sujetó por el brazo.

– Bien -le susurró Abraham al oído, pasándole un brazo por los hombros, y apretándole tan fuerte que le crujieron las costillas. Max sintió una pequeña punzada de placer, una reacción automática a la sensación de afecto inconfundible que le había transmitido el abrazo de su padre, que le puso enfermo.

– Profanar el santuario del alma humana, incluso una vez que su inquilino se ha marchado, no es tarea fácil, lo sé -continuó su padre todavía abrazándolo. Max miró fijamente a la boca abierta de la señora Kutchner, la fina hilera de dientes superiores, y recordó a la muchacha del calotipo con el puñado de ajos en la boca.

– ¿Dónde estaban sus colmillos? -preguntó.

– ¿Eh? ¿De quién? ¿Qué dices? -dijo su padre.

– En la fotografía de la mujer que mataste -contestó Max volviendo la cabeza y mirando a su padre a los ojos-. No tenía colmillos.

Su padre se le quedó mirando con ojos inexpresivos, sin comprenderlo. Después dijo:

– Desaparecen cuando el vampiro muere. ¡Alehop!

Lo soltó, y Max pudo volver a respirar con normalidad. Su padre se enderezó.

– Ahora sólo queda una cosa -dijo-. Hay que cortar la cabeza y llenar la boca de ajos. ¡Rudolf!

Max volvió despacio la cabeza. Su padre había dado un paso atrás y sujetaba un hacha que Max no sabía de dónde había sacado. Rudy estaba en las escaleras, a tres peldaños del principio. Se apoyaba con fuerza contra la pared y con la muñeca izquierda se apretaba la boca para no gritar. Movía la cabeza atrás y adelante con desesperación.

Max alargó la mano y cogió el hacha por el mango.

– Yo lo haré -dijo. Y era capaz, se sentía seguro de sí mismo. Ahora comprendía que siempre había compartido aquella afición de su padre por apuñalar carne fresca y trabajar con sangre. Lo vio con claridad y no sin cierto desmayo.