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Mandy dice:

– Oh, Dios mío. Miradle.

– Sí, ya lo veo -dice mi madre-. Otra contribución a la antología de momentos estelares de Ernie Feltz.

Welkie cruza los brazos sobre el pecho. No tienen nada más que decir y mira a mi padre con los ojos entrecerrados. Mi padre da una patada en el suelo levantando polvo. Comins trata de interponerse de nuevo entre los dos, pero mi padre le lanza arena con el pataleo. Después se quita la chaqueta y la tira al suelo. A continuación le da una patada y la lanza a la línea de la tercera base. Intenta cogerla y lanzarla fuera del campo, pero sólo consigue que vuele unos pocos metros. Algunos jugadores de los Tigers se han reunido alrededor de la plataforma del lanzador. Su segundo base se apresura a taparse la boca con el guante para que mi padre no le vea reír, y vuelve la cara hacia el grupo de jugadores con los hombros temblándole de la risa.

Mi padre salta al foso del banquillo. En la pared hay tres torres de vasos de papel de Gatorade. Les da un puñetazo con ambas manos y salen despedidos al campo. No toca las botellas, porque algunos de los jugadores querrán beber luego, pero coge un casco de bateador por la visera y lo lanza a la hierba, donde rebota y rueda hasta la almohadilla de la tercera base. Entonces el loco de mi padre grita algo más a Welkie y a Comins, vuelve a la zona del banquillo, baja unos cuantos escalones y desaparece. Sólo que no se ha ido, y de repente le vemos de nuevo en lo alto de las escaleras, como si fuera el asesino de la máscara de hockey de las películas, esa criatura horrible que cuando crees que ha sido destruida, que ha desaparecido de la pantalla y de la historia, vuelve para matar una y otra vez. Entonces saca un montón de bates de uno de los armarios y los lanza a la hierba con gran estrépito. Después se queda allí chillando y gritando mientras escupe saliva y le lloran los ojos. Para entonces, el utillero ha cogido la chaqueta de mi padre del suelo y la ha llevado a las escaleras del foso del banquillo, pero no se atreve a acercarse más, de manera que mi padre tiene que subir y arrancársela de las manos. Suelta una última ronda de lindezas y se pone la chaqueta al revés, con la etiqueta fuera, detrás de la nuca, y desaparece definitivamente. Es entonces cuando suelto el aire, aunque no soy consciente de haber estado conteniendo la respiración.

– Ha sido un buen numerito -dice mi tía.

– Es la hora del baño, chico -dice mi madre, colocándose detrás de mí y pasándome los dedos entre los cabellos-. Lo mejor se ha terminado ya.

En mi dormitorio me quedo en ropa interior y me dirijo por el pasillo hacia el cuarto de baño, pero cuando suena el teléfono entro en la habitación de mis padres, me echo boca arriba sobre la cama, tiro del aparato que está sobre la mesilla y descuelgo.

– Residencia de los Feltz.

– Hola, Homer -dice mi padre-. Tenía un minuto libre y he pensado en llamar y daros las buenas noches. ¿Estáis viendo el partido?

– Aja -contesto sorbiendo un poco de saliva.

No quiero que me oiga sorber, pero lo hace.

– ¿Estás bien?

– Es mi boca la que lo hace. No puedo evitarlo.

– ¿Estás haciendo alguna cosa?

– No.

– ¿Con quién hablas, cariño? -grita mi madre.

– ¡Con papá!

– ¿Crees que hizo el swing completo? -me pregunta mi padre a bocajarro.

– Al principio no estaba seguro, pero cuando pusieron la repetición vi que sí.

– Mierda -dice mi padre, y entonces mi madre descuelga el teléfono de la cocina y se une a la conversación.

– Hola, llamo del programa Good Sport.

– ¿Qué tal? -dice mi padre-. Tenía un momento libre y se me ocurrió llamar para dar las buenas noches al chico.

– Tal y como yo lo veo me parece que tienes el resto de la noche libre.

– No voy a decirte que estuvo bien lo que he hecho.

– Bien no estuvo, desde luego -dice mi madre-, pero ha sido absolutamente impresionante. Uno de esos momentos mágicos del béisbol que elevan el espíritu. Como una buena carrera, o como cuando el tercer strike choca contra el guante del catcher. Hay algo mágico en observar a Ernie Feltz llamar bastardo lameculos al árbitro y ver cómo se lo llevan del campo metido en una camisa de fuerza.

– Vale -dice mi padre-. Supongo que he dado una impresión pésima.

– Es algo en lo que tendrías que trabajar.

– Vale, joder. Lo siento, de verdad. Lo siento -dice-. Pero dime una cosa.

– ¿El qué?

– ¿Has visto la repetición de la jugada? ¿Te pareció que hacía el swing completo?

La tendencia a babear cada vez que estoy tenso no es mi único problema, sólo uno de otros muchos síntomas. Por eso voy a ver al doctor Faber una vez al mes, y hablamos de formas de controlar el estrés. Hay muchísimas cosas que me estresan. Por ejemplo, no puedo ver un trozo de papel de aluminio sin sentirme enfermo y mareado, y el sonido de alguien arrugándolo me hace estremecerme de dolor de la cabeza a los pies. Tampoco soporto cuando el vídeo se está rebobinando, y cada vez que oigo el ruido de la cinta enrollándose en las bobinas tengo que salir de la habitación. Y el olor a pintura fresca o a rotulador indeleble… prefiero no hablar de ello.

A la gente tampoco le gusta que desmenuce la comida para ver de qué está hecha. Sobre todo lo hago con las hamburguesas. Me afectó mucho un reportaje que vi en televisión sobre lo que te puede pasar si te comes una hamburguesa en mal estado. Salía E. Coli y hablaban de las vacas locas. Incluso salía una vaca loca retorciendo la cabeza de un lado a otro y tambaleándose en el establo, gimiendo. Cuando vamos a Wendy's a comernos una hamburguesa hago que mi padre le quite el papel y después separo todos los ingredientes y aparto todas las verduras que me parecen sospechosas. Después huelo la carne para comprobar que no está mala. Y no en una, sino en dos ocasiones, he descubierto que estaba mala y me he negado a comérmela. En ambas, esta decisión provocó una discusión a gritos con mi madre acerca de si realmente estaba mala o no, y estos encontronazos sólo pueden terminar de una forma: conmigo en el suelo y chillando y dando patadas a cualquiera que intenta tocarme, que es lo que el doctor Faber llama mis ataques de histeria. Así que últimamente me limito a tirar la carne a la papelera sin más discusiones y a comerme el pan. Tener estos problemas alimentarios no es nada agradable. No soporto el sabor a pescado, tampoco como cerdo, porque el cerdo tiene pequeños parásitos que salen a la superficie cuando rocías con alcohol la carne cruda. Lo que sí me gusta son los cereales del desayuno. Si por mí fuera, los comería tres veces al día. También disfruto con la fruta en conserva y cuando estoy en el parque me gusta comerme una bolsa de cacahuetes, pero no me comería un perrito caliente por todo el té de la China (aunque tampoco lo querría, porque cuando me suben los niveles de cafeína en sangre soy propenso a la excitación y a las hemorragias nasales).

El doctor Faber es un buen tipo. Nos sentamos en el suelo de su despacho, jugamos a la oca y analizamos mis problemas.

– He oído locuras antes, pero ésta se lleva la palma -dice mi psiquiatra-. ¿De verdad crees que McDonald's serviría hamburguesas caducadas? ¡Perderían hasta la camisa! ¡Todo el mundo los demandaría!

Calla un momento para mover ficha y continúa.

– Mira, tenemos que empezar a hablar de cómo sufres cada vez que te llevas algo de comer a la boca. Me parece que estás sacando las cosas de quicio, dejando que la imaginación te gaste bromas pesadas. Y te diré algo más. Digamos que tehan dado comida en mal estado, que es muy poco probable, ya que es evidente que a la cadena McDonald's no le interesa en absoluto ser demandada. Pero incluso si se diera el caso, hay mucha gente que come alimentos en mal estado y no se muere.

– Todd Dickey, nuestro tercera base, se comió una vez una ardilla -le digo-. A cambio de mil dólares. El autobús en que iba el equipo la atropello al dar marcha atrás en el aparcamiento y se la comió. Dice que en el sitio de donde él viene la gente se las come.