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El doctor Faber me mira atónito, con su agradable y redondeada cara muda por el asco.

– ¿De dónde es?

– De Minnesota. Allí, básicamente se alimentan de ardillas, eso es lo que dice Todd. Por eso pueden gastarse el dinero en cosas más importantes que hacer la compra. En cerveza y en lotería.

– ¿Y se la comió… cruda?

– No, no. La frió y se la comió con chili de lata. Dijo que nunca le había sido tan fácil ganar tanto dinero. Mil dólares, eso es mucho para los de la liga menor. Tres jugadores tuvieron que poner cien dólares cada uno. Dijo que era como cobrar mil pavos por comerte un whopper.

– Vale -dice-. Eso nos lleva de vuelta al asunto de McDonald's. Si Todd Dickey puede comerse una ardilla del suelo de un aparcamiento -un menú que digamos que yo, como médico, no recomendaría- sin que le pase nada, entonces tú puedes comerte un Big Mac.

– Ya.

Le entiendo, de verdad. Lo que está diciendo es que Todd Dickey es un atleta profesional fortachón, y ahí está comiendo cosas horribles como ardilla con chili y Big Macs que rezuman grasa cuando los muerdes y no se muere de la enfermedad de las vacas locas. Eso no lo voy a discutir. Pero conozco a Todd Dickey, y no se puede decir que sea un chico normal. En el fondo tiene alguna clase de problema. Cuando sale a jugar y le toca lanzar la tercera bola siempre aprieta la boca contra el guante y parece susurrarle. Ramón Diego, nuestro lanzador de campo corto y uno de mis mejores amigos, dice que está susurrando. Que está mirando al bateador que se dirige al plato y susurrando:

– Gánalos y machácalos. Acaba con ellos. Gánalos o machácalos. O fóllatelos. Sea como sea, gánalos, machácalos o fóllatelos, fóllate a este tío, ¡fóllate a este puto tío!

Ramón dice también que Todd escupe en el guante.

Y luego, cuando los muchachos se ponen a hablar de lo que han hecho con las groupies (se supone que yo no tengo que escuchar estas cosas ni entenderlas, sino simplemente tratar de pasar un tiempo con atletas profesionales), Todd, que presume de ser como el casto José, escucha con la cara hinchada y una mirada rara e intensa, y de repente le sale un tic rarísimo en el lado izquierdo de la cara y ni siquiera es consciente de que su mejilla está haciendo lo que está haciendo.

Ramón Diego opina que es muy raro, y yo también. Eso de las ardillas no me lo trago. Una cosa es ser un palurdo sureño borracho que bebe cerveza helada, y otra muy distinta un asesino psicópata al que le gusta murmurar y con una enfermedad nerviosa degenerativa en la cara.

Mi padre lleva muy bien mis manías, como aquella vez que me llevó con él a jugar fuera de casa una final contra los White Sox y pasamos la noche en el Four Seasons de Chicago.

Nos dan una suite con un gran cuarto de estar y a un extremo está su habitación y al otro la mía. Nos quedamos despiertos hasta medianoche, viendo una película que echan en la televisión por cable. De cena pedimos cereales al servicio de habitaciones (idea de mi padre, no mía). Mi padre está hundido en su butaca, desnudo a excepción de unos calzoncillos, y tiene los dedos de la mano derecha metidos dentro del elástico, como hace siempre, salvo cuando mi madre está delante. Mira la televisión, distraído y somnoliento. Yo no recuerdo haberme quedado dormido con la televisión puesta, sólo que me despierto cuando me levanta del sofá de cuero para llevarme a la habitación y tengo la cara vuelta hacia su pecho y puedo notar lo bien que huele. No puedo explicar ese olor, sólo que tiene hierba y tierra y la dulzura propia de una piel curtida, vivida. Me apuesto a que los granjeros huelen igual de bien.

Cuando se ha ido, me quedo allí tendido, en la oscuridad, tan cómodo como me es posible en aquel nido helado de sábanas, y entonces por primera vez reparo en un chirrido leve y agudo, desagradable, como cuando alguien está rebobinando una cinta de vídeo. En cuanto lo oigo noto el primer pinchazo en las muelas. Ya no tengo sueño -mi padre, al levantarme, me ha espabilado un poco, y las sábanas congeladas han hecho el resto-, así que me siento y escucho en la oscuridad que me rodea. Oigo el tráfico de la calle circular a gran velocidad, y cláxones lejanos. Me llevo la radio-despertador a la oreja, pero no es ése el ruido que oigo, así que enciendo la luz. Tiene que ser el aire acondicionado. En la mayoría de los hoteles la instalación de aire acondicionado consiste en un aparato que cuelga de la ventana, por fuera, pero no es el caso del Four Seasons, que es demasiado lujoso. Aquí lo único que encuentro es una rejilla de ventilación gris en el techo, y cuando me coloco debajo compruebo que el ruido procede de ahí. No lo puedo soportar, me duelen los tímpanos. Saco de mi bolsa el libro que me he traído y me pongo de pie en la cama para tratar de lanzarlo contra la rejilla.

– ¡Cállate! ¡Para! ¡Basta ya!

Consigo alcanzar la rejilla un par de veces, y ¡clong! Uno de los tornillos se suelta y la rejilla se abre, pero el chirrido no sólo no desaparece, sino que ahora se alterna con un suave zumbido, como si se hubiera soltado una pieza de metal y temblara con el aire. Tengo las comisuras de la boca empapadas de saliva y empiezo a sorber. Dirijo una última mirada de desesperación a la rejilla de ventilación y echo a correr hacia el salón, tapándome las orejas para no oír, pero allí el gemido es aún más fuerte. No sé dónde meterme, y taparme los oídos no me sirve de nada.

Tratando de huir del ruido acabo en el dormitorio de mi padre.

– Papá -digo mientras me seco la barbilla, cubierta de baba, en su hombro-. Papá, ¿puedo dormir contigo?

– ¿Eh? Bueno, pero tengo gases, te lo aviso.

Trepo a su cama y me cubro con las sábanas. Pero claro, también en esta habitación se oye el chirrido débil, pero penetrante.

– ¿Estás bien? -me pregunta.

– Es el aire acondicionado. Hace un ruido horrible. Me hace daño en los dientes, pero no he encontrado dónde apagarlo.

– El interruptor está en el salón, justo al lado de la puerta.

– Voy a apagarlo -digo, y ruedo hasta el borde de la cama.

– Eh -me dice sujetándome por el antebrazo-. Más vale que no lo hagas. Es junio y estamos en Chicago. Hoy hemos tenido treinta y nueve grados. Si lo apagas nos cocemos. Lo digo en serio. Nos podemos morir aquí dentro.

– Pero es que no lo soporto. ¿Tú no lo oyes? ¿No oyes el ruido que hace? Me duelen los dientes. Es como cuando la gente muerde papel de plata, papá. Igual de horrible.

– Sí. -Se queda callado un buen rato mientras parece escuchar-. Tienes razón. El aire acondicionado de este sitio es un asco, pero es un mal necesario. Sin él nos asfixiaríamos como los bichos metidos en un tarro de cristal puesto al sol.

Oírle hablar me calma, y además, aunque cuando me subí a su cama las sábanas aún tenían ese frío crujiente de las habitaciones de hotel, ya he entrado en calor y he dejado de temblar. Me encuentro mejor, aunque todavía noto punzadas en la mandíbula que me rebotan en los tímpanos y dentro de la cabeza. Además, mi padre se está tirando pedos, como me avisó, pero incluso ese olor a huevo podrido me resulta vagamente reconfortante.

– Está bien -decide-. Ya sé lo que vamos a hacer. Ven.

Se levanta de la cama y le sigo en la oscuridad hasta el cuarto de baño. Da la luz. El baño es una amplia estancia con paredes de mármol beis, grifos dorados en el lavabo y una ducha con mampara en la esquina. Es el cuarto de baño de hotel con el que todo el mundo sueña, vamos. Junto al lavabo hay una colección de pequeños botes de champú, acondicionador y loción hidratante, cajitas de jabón y dos frascos, uno con gasas para limpiar y otro con bolas de algodón. Mi padre abre el de los algodones y se mete uno en cada oreja. Al verle me echo a reír. Está muy gracioso, allí de pie con dos trozos de algodón colgando de sus grandes y bronceadas orejas.