– Toma -me dice-. Ponte esto.
Me meto una bola de algodón dentro de cada oreja y, una vez que están colocadas, el mundo a mi alrededor se llena de un clamor hueco. Pero es mi clamor, un fluir continuo de mi propio sonido, un sonido que me resulta extremadamente agradable.
Miro a mi padre y me dice:-¿Bsbsbsbs bsbs bs bsbs bsbsbsbsbsbs?
– ¿Qué? -le grito, encantado de la vida.
Asiente con la cabeza, me hace una señal de conformidad juntando los dedos índice y pulgar y volvemos a la cama. Es a lo que me refiero cuando digo que mi padre es muy comprensivo con mis problemas. Los dos dormimos a pierna suelta y a la mañana siguiente, para desayunar, papá pide al servicio de habitaciones macedonia en conserva y un abrelatas.
No todos son tan comprensivos con mis problemas, y menos todavía mi tía Mandy.
Mi tía Mandy ha empezado un montón de cosas, pero ninguna la ha llevado a ninguna parte. Mamá y papá la ayudaron a pagarse estudios de arte, porque durante un tiempo pensó que quería ser fotógrafa. Después, cuando cambió de opinión, también la ayudaron a montar una galería en Cape Cod, pero, como dice tía Mandy, aquello no llegó a «cuajar». Es decir, que la cosa no funcionó. Después fue a la escuela de cine en Los Ángeles y probó suerte como guionista, sin éxito. Se casó con un hombre que pensó que iba a convertirse en novelista, pero resultó ser únicamente un profesor de Literatura, y además muy satisfecho de serlo, y durante un tiempo después de separarse la tía Mandy tuvo que pasarle una pensión, así que ni siquiera lo de casarse le salió bien.
Ella diría que todavía no ha decidido lo que quiere ser en la vida. Mi padre diría, en cambio, que Mandy se equivoca al pensar así, puesto que ya es la persona que siempre estuvo destinada a ser. Es como Brad McGuane, que era el exterior derecha cuando mi padre pasó a dirigir el Equipo, que tiene un promedio de bateo de 292, pero sólo de 200 cuando los jugadores de su equipo están en posición de conseguir un tanto, y que jamás ha conseguido un batazo en las fases finales, a pesar de tener veinticinco oportunidades la última vez que consiguió llegar a los playoffs. Un cataclismo andante, así es como mi padre lo llama. McGuane ha pasado de un equipo a otro y la gente sigue contratándolo, porque sus estadísticas, en general, son buenas, y porque la gente cree que alguien que batea tan bien terminará por dar el salto algún día, pero lo que no ven es que ya lo ha dado, y esto es a lo máximo que puede llegar. Ya ha dado lo mejor de sí, y no parece que el futuro le depare gran cosa a ese joven profesional del maravilloso juego del béisbol, como tampoco se lo depara a una mujer de mediana edad que se casa con el hombre equivocado y nunca está satisfecha con lo que hace y sólo piensa en qué otras cosas podría estar haciendo. Eso es también cierto para todos nosotros, en realidad, y por eso supongo que, a pesar de que el doctor Faber diga que estoy mejor, estoy más o menos igual que siempre, lo que dista mucho de ser lo ideal.
No hace falta decir, porque se deduce de sus distintas filosofías de vida y maneras de ver el mundo, que la tía Mandy y papá no se caen muy bien, aunque se esfuerzan por disimularlo para no disgustar a mi madre.
Mandy y yo fuimos un domingo solos a North Altamont, porque mamá pensó que había pasado demasiado tiempo aquel verano en el estadio. La verdadera razón era que el Equipo había perdido cinco partidos seguidos y le preocupaba que aquello me estuviera estresando demasiado. No se equivocaba. La racha perdedora me estaba afectando. Nunca babeé más que durante aquella última serie de partidos en casa.
No sé por qué fuimos precisamente a North Altamont. Cuando la tía Mandy alude a ello siempre habla de «visitar Lincoln Street», como si Lincoln Street, en North Altamont, fuera uno de esos lugares famosos que todo el mundo conoce y siempre se propone visitar, como cuando uno está en Florida y visita Disney World o en Nueva York y va a un espectáculo de Broadway. Lincoln Street es una calle bonita, al estilo de las ciudades de Nueva Inglaterra. Está en una ladera y tiene la calzada adoquinada y cerrada a los coches. Sí se permiten caballos, y por eso te encuentras cagadas verdes esparcidas por el suelo. Vamos, que es pintoresca.
Visitamos una serie de tiendas mal iluminadas y con olor a pachuli. También entramos en una donde anuncian jerséis gruesos tejidos con lana de llama de Vermont, y suena una música suave, de flautas, arpas y piar de pájaros. En otra tienda curioseamos entre la artesanía local -vacas hechas de cerámica barnizada, con ubres rosas que les cuelgan mientras saltan sobre lunas de cerámica-, y en el hilo musical suenan los ritmos aflautados y psicodélicos de los Grateful Dead.
Después de visitar una docena de tiendas estoy aburrido. Llevo toda la semana durmiendo mal -pesadillas, escalofríos, etcétera-, y tanto caminar me ha cansado y puesto de mal humor. No ayuda mucho que en el último lugar que visitamos, una tienda de antigüedades en unas viejas caballerizas reconvertidas, la música de fondo no es New Age ni hippy, sino algo peor aún: la retransmisión del partido. No hay hilo musical, sólo una minicadena en el mostrador principal. El propietario, un hombre mayor vestido con pantalones de peto, escucha la emisión con el pulgar metido en la boca y la mirada perdida, entre asombrada y desesperanzada.
Me quedo cerca del mostrador, para escuchar, y entonces comprendo cuál es el problema. Estamos en el plato. Nuestro primer jugador se prepara para correr hacia la izquierda y el segundo hacia la derecha. Hap Diehl sale a batear y acumula dos stilke-outs en cuestión de segundos.
«Hap Diehl lleva una racha realmente atroz con el bate últimamente -dice el comentarista-. En los ocho últimos días ha obtenido un bochornoso promedio de ciento sesenta, y uno no puede evitar preguntarse por qué Ernie le sigue sacando al campo un día tras otro, cuando lo están literalmente machacando en el plato. Partridge sale ahora a lanzar, tira y, ¡vaya!, parece que Hap Diehl ha intentado batear una bola mala, quiero decir realmente mala, una bola rápida que ha pasado a un kilómetro de su cabeza. Un momento, parece que se ha caído. Sí, todo indica que se ha hecho daño».
La tía Mandy sugiere que vayamos dando un paseo hasta Wheelhouse Park y hagamos un picnic. Estoy acostumbrado a los parques de las ciudades, espacios abiertos y verdes con senderos de asfalto y patinadoras vestidas de licra. Pero Wheelhouse Park es una versión algo pobre de un parque municipal. Está lleno de grandes abetos de Nueva Inglaterra, los senderos son de grava, así que nada de patinar, y tampoco hay zona de juegos. Ni pistas de tenis, ni de pelota. Sólo la penumbra dulce y misteriosa de los pinos -las ramas alargadas de los abetos de Navidad no dejan pasar la luz-, y en ocasiones una suave brisa. No nos cruzamos con nadie.
– Más adelante hay un buen sitio para sentarse -dice mi tía-. Justo después de ese bonito puente cubierto.
Llegamos a un claro, aunque también allí la luz parece tenue y oscurecida. El sendero discurre de forma irregular hasta un puente cubierto suspendido a sólo un metro de distancia de un río ancho y de lento fluir. En el otro extremo del puente hay una extensión de césped con algunos bancos.
Un solo vistazo me basta para saber que este puente cubierto no me gusta, es evidente que está hundido en el centro. En otro tiempo estuvo pintado de color rojo, tipo coche de bomberos, pero el óxido y la lluvia han corroído casi toda la pintura y nadie se ha molestado en retocarla, y la madera que queda al descubierto está seca, astillada y no parece de fiar. Dentro del túnel hay diseminadas bolsas de plástico, rotas y rebosantes de basura. Vacilo un instante y la tía Mandy aprovecha para avanzar. La sigo con tan escaso entusiasmo que cuando ella ya ha cruzado yo todavía no he puesto el pie en el puente.
A la entrada me detengo una vez más. Olores desagradablemente dulzones: a podrido y a hongos. Entre las bolsas de basura hay un pequeño camino. Ese olor y esa oscuridad propios de una cloaca me desconciertan, pero la tía Mandy está al otro lado, fuera ya de mi campo de visión, y pensar que me he quedado atrás me pone nervioso, así que me doy prisa.