Se hizo un nuevo silencio que a Noonan pareció resultarle incómodo. «Estaría investigando», pensaba Carroll de Kilrue no sin cierto grado de aprobación.
– ¿No le pareció el cuento un ejemplo notable de buena literatura norteamericana? -preguntó Noonan.
– Desde luego.
– No sé qué opinará él de estar en su antología, pero por mi parte estoy encantado. Espero no haberlo asustado con esto que le he contado.
– Yo no me asusto fácilmente.
Boyd, del departamento de jardinería, tampoco estaba seguro de dónde encontrar a Kilrue.
– Me dijo que tenía un hermano que trabajaba en obras públicas en Poughkeepsie. En Poughkeepsie o en Newburgh. Quería conseguir algo así. En esos trabajos se gana bastante dinero y lo mejor es que, una vez que entras, no te pueden despedir, aunque seas un maniaco homicida.
La mención de Poughkeepsie despertó el interés de Carroll, pues a finales de mes se celebraba allí una pequeña convención de literatura fantástica titulada «Dark Wonder», «Dark Dreaming», «Dark Masturbati» o algo por el estilo. Le habían invitado a asistir y había ignorado las cartas, ya nunca acudía a esas convenciones pequeñas y además las fechas le venían mal, pues caían justo antes del cierre de la antología.
Sin embargo, asistía todos los años a los World Fantasy Awards, al Camp NeCon y a algunas de las reuniones más interesantes. Estas convenciones eran probablemente la faceta de su trabajo que menos le disgustaba. Allí tenía a sus amigos, y además una parte de él seguía disfrutando con ese tipo de cosas y con los recuerdos asociados a ellas.
Como en aquella ocasión en que encontró en una librería una primera edición de I Love Galesburg in the Springtime [3]. No había pensado en ese libro durante años, pero mientras hojeaba de pie las páginas amarillentas y quebradizas, con su delicioso olor a polvo y a desván, le invadió una marea vertiginosa de recuerdos. Lo había leído a los trece años y lo mantuvo fascinado durante dos semanas. Para poder leerlo a gusto, trepaba desde la ventana de su dormitorio hasta el tejado de su casa, el único sitio en el que podía huir de los gritos de sus padres cuando discutían. Recordaba la textura de papel de lija de las tejas, el olor a caucho que desprendían por efecto del calor del sol, el zumbido distante de una cortadora de césped, su maravillosa sensación de asombro mientras leía sobre la imposible moneda de diez centavos de Woodrow Wilson.
Telefoneó a la oficina de obras públicas de Poughkeepsie y le pasaron con el jefe de personal.
– ¿Kilrue?¿Arnold Kilrue? Le despedí hace seis meses -le dijo un hombre con voz apagada y jadeante-. ¿Sabe usted lo difícil que es despedir a alguien aquí? Ha sido mi primera vez en años. Mintió sobre su historial criminal.
– No, no busco a Arnold Kilrue, sino a Peter. Arnold es probablemente su hermano. ¿Era gordo y con muchos tatuajes?
– Para nada. Flaco, musculoso y con una sola mano. Decía haber perdido la otra con una segadora.
– Ya -replicó Carroll, pensando que ese hombre bien podría ser familia de Peter Kilrue-. ¿Y qué es lo que hizo?
– Violación de una orden de alejamiento.
– Bueno -siguió Carroll-. ¿Alguna pelea conyugal? -Sentía simpatía por los maridos que eran víctimas de los abogados de sus mujeres.
– De eso nada -replicó el jefe de personal-. Más bien maltratos a su madre. ¿Qué le parece?
– ¿Sabe si es familia de Peter Kilrue y cómo podría contactar con él?
– No soy su secretaria personal, amigo. ¿Hemos terminado esta conversación?
– Desde luego que sí.
Probó con la guía telefónica, llamando a gente con el apellido Kilrue en la zona de Poughkeepsie, pero nadie parecía conocer a ningún Peter y tuvo que darse por vencido. Furioso, se puso a limpiar su despacho, tirando papeles sin ni siquiera mirar qué eran y trasladando montones de libros de un sitio a otro. Se le habían acabado las ideas y también la paciencia.
Hacia el final de la tarde se tiró en el sofá a pensar, y se quedó traspuesto, todavía furioso. Incluso en sueños estaba enfadado, y se veía persiguiendo por un cine desierto a un niño pequeño que le había robado las llaves del coche. El niño era blanco y negro, su silueta parpadeaba como un fantasma o el personaje de una película vieja, y se lo estaba pasando en grande, agitando las llaves en el aire y riendo histérico. Carroll se despertó de forma brusca con una sensación febril en las sienes y pensando: «Poughkeepsie».
Peter Kilrue tenía que vivir en alguna parte del estado de Nueva York y el sábado estaría en la convención Dark Future en Poughkeepsie; no podría resistir la tentación de acudir a algo así. Y alguien allí tendría que conocerlo. Alguien lo identificaría, y todo lo que necesitaba Carroll era estar presente. Se encontrarían.
No tenía intención de quedarse a pasar la noche. Eran cuatro horas de coche, así que iría y volvería en el día, y a las seis de la mañana ya se encontraba circulando a más de ciento veinte kilómetros por hora por el carril izquierdo de la I-90. El sol salía a su espalda y llenaba su espejo retrovisor de una luz cegadora. Era una sensación agradable la de pisar a fondo el acelerador y sentir el coche deslizarse veloz hacia el oeste, persiguiendo la línea alargada de su propia sombra. Después pensó en que su hija podría ir sentada a su lado y aflojó el pedal, mientras la emoción de la carretera se evaporaba.
A Tracy le encantaban las convenciones, como a cualquier niño. Eran todo un espectáculo: adultos haciendo el ridículo disfrazados de Pinhead o de Elvira. ¿Y qué niño no disfrutaría con el mercadillo que siempre acompañaba estos eventos, ese enorme laberinto de mesas y exhibiciones macabras en el que perderse y comprar una mano descuartizada de goma por un dólar? Tracy pasó en una ocasión una hora jugando al pinball con Neil Gaiman en la World Fantasy Convention, en Washington. Todavía se escribían.
Era mediodía cuando encontró el Mid-Hudson Civic Centre. El mercadillo ocupaba una sala de conciertos y la superficie estaba densamente ocupada, las paredes de cemento resonaban con risas y el murmullo continuo de conversaciones superpuestas. No le había dicho a nadie que iba, pero eso no importaba; uno de los organizadores no tardó en encontrarlo, una mujer rechoncha con pelo rojo rizado, vestida con una chaqueta de frac de raya diplomática.
– No sabía que fueras a venir -dijo-. ¡No teníamos noticias tuyas! ¿Quieres beber algo?
Pronto tuvo un ron con Coca-Cola en la mano y un puñado de curiosos a su alrededor, charlando sobre películas y autores y sobre la antología Best New Horror, y se preguntó cómo pudo pensar alguna vez en no asistir. Faltaba un ponente en la mesa redonda de la una y media sobre el estado del género del cuento corto de terror, y ¿no sería perfecto que pudiera hacerlo él? Desde luego, respondió.
Lo condujeron a la sala de conferencias, hileras de sillas plegables y una mesa grande en uno de los extremos, con una jarra de agua helada sobre ella. Se sentó detrás, con el resto de los ponentes: un profesor, autor de un libro sobre Poe, el editor de una revista online de terror y un escritor local de libros infantiles de tema fantástico. La pelirroja presentó a cada uno de ellos a las cerca de dos docenas de personas que formaban la audiencia y después invitó a los ponentes a que hicieran un comentario introductorio. Carroll fue el último en hablar.