Primero dijo que todo mundo de ficción es en potencia una obra del género fantástico y que cada vez que un autor introduce una amenaza o un conflicto en su relato está creando la posibilidad del terror. Lo que le atrajo por primera vez del género de terror, continuó, fue que tomaba los elementos más básicos de la literatura y los llevaba al límite. Toda la ficción es una invención, lo que convierte este género en algo más válido (y más honesto) que el realismo.
Dijo que la mayor parte de lo que se escribe en este género es pésimo, imitaciones fallidas de verdaderas porquerías. Contó cómo en ocasiones había pasado meses sin encontrarse una sola idea novedosa, un solo personaje memorable, una sola frase con talento.
Y añadió que eso siempre había sido así. Y que en cualquier empresa, ya sea artística o de otro tipo, es necesario que haya muchas personas creando basura para que se den unos pocos productos de talento. Todos tenían derecho a probar suerte, a equivocarse, a aprender de sus errores y a intentarlo otra vez. Siempre hay algún diamante oculto. Habló de Clive Barker, y de Kelly Link, de Stephen Gallagher y Peter Kilrue. Habló de Buttonboy. Añadió que para él no había nada mejor que descubrir algo fresco y emocionante, pues siempre disfrutaría de ese impacto terrible y feliz al mismo tiempo. Y mientras hablaba se dio cuenta de que lo que decía era cierto. Cuando terminó su intervención algunas personas de las filas traseras comenzaron a aplaudir y los aplausos reverberaron en la sala, como el agua de una piscina rizada por el viento, y conforme se extendía el sonido, la gente empezó a levantarse.
Cuando, finalizada la mesa redonda, salió de detrás de la mesa para estrechar unas cuantas manos, estaba sudando. Se quitó las gafas para enjugarse la cara con el faldón de la camisa, y antes de que le diera tiempo a ponérselas se encontró dando la mano a una figura delgada y diminuta. Mientras se ajustaba las gafas a la nariz reconoció en quien le saludaba a alguien que no era de su agrado, un hombre flaco con unos pocos dientes torcidos y manchados de nicotina y un bigote tan pequeño y pulcro que parecía pintado a lápiz.
Se llamaba Matthew Graham y editaba un repugnante fanzine de terror llamado Rancid Fantasies. Carroll había oído que lo habían arrestado por abusar sexualmente de su hijastra menor de edad, aunque al parecer el caso nunca llegó a juicio. Intentaba que sus sentimientos no le impidieran apreciar a los autores que publicaba Graham, pero lo cierto era que aún no había encontrado nada en Rancid Fantasies que fuera ni remotamente digno de incluirse en Best New Horror. Los relatos sobre trabajadores de pompas fúnebres drogados que violan los cadáveres a su cuidado, sobre oligofrénicas de la América profunda dando a luz demonios de excremento en retretes construidos sobre antiguos cementerios indios; todos ellos plagados de erratas y de atentados contra los principios básicos de la gramática…
– ¿Verdad que Peter Kilrue es otra cosa? -le preguntó Graham-. Yo le publiqué su primer relato. ¿No lo has leído? Te lo envié, querido.
– Debí de traspapelarlo -respondió Carroll. Llevaba un año sin abrir Rancid Fantasies, aunque hacía poco había usado un ejemplar para forrar la caja de arena de su gato.
– Te gustaría -dijo Graham dejando ver sus dientes una vez más-. Es uno de los nuestros.
Carroll trató de disimular un escalofrío.
– ¿Has hablado alguna vez con él?
– ¿Que si he hablado con él? Hemos estado tomando una copa durante el almuerzo. Ha estado aquí esta mañana. Acababa de irse cuando llegaste tú.
Graham abrió la boca en una ancha sonrisa. Le apestaba el aliento.
– Si quieres puedo darte su dirección. No vive lejos de aquí.
Después de un almuerzo breve y tardío, leyó el primer relato de Peter Kilrue en un ejemplar de Rancid Fantasies que le consiguió Matthew Graham. Se titulaba Cerditos y trataba de una mujer emocionalmente perturbada que da a luz una carnada de lechones salvajes. Éstos aprendían a hablar, a caminar sobre sus patas traseras y a vestir como humanos, a la manera de los cerdos de Rebelión en la granja. Conforme avanzaba la historia, sin embargo, volvían a su estado salvaje y usaban sus colmillos para despedazar a su madre. Hacia el final del relato se enzarzaban en un combate mortal para decidir cuál de ellos se comería los trozos de carne más sabrosos.
Se trataba de un texto corrosivo y exacerbado y, aunque era sin duda el mejor relato jamás publicado en Rancid Fantasies, pues estaba escrito con cuidado y con realismo psicológico, a Carroll no le gustó. El pasaje en que los lechones se peleaban por mamar de los pechos de su madre era verdadera pornografía, particularmente grotesca y desagradable.
En una hoja doblada y metida entre las últimas páginas, Matthew Graham había dibujado un mapa aproximado de la casa de Kilrue, a unos treinta kilómetros al norte de Poughkeepsie, en una pequeña localidad llamada Piecliff. Le pillaba a Carroll de camino a su casa, atravesando el parque natural llamado Taconic, que lo llevaría a la I-90. No venía ningún número de teléfono. Graham había mencionado que Kilrue tenía problemas de dinero y que la compañía telefónica le había cortado la línea.
Para cuando Carroll llegó a Taconic ya estaba oscureciendo, y la penumbra crecía detrás de los grandes álamos y abetos que cerraban los lados de la carretera. Parecía ser la única persona que circulaba por la carretera del parque, que ascendía en curvas hacia las colinas y un bosque. En ocasiones los faros del coche alumbraban a una familia de ciervos, con ojos sonrosados que lo miraban con una mezcla de miedo e interrogación hostil desde la oscuridad.
Piecliff no era gran cosa: un minicentro comercial, una iglesia, un cementerio, un Texaco, un solo semáforo en ámbar. Lo atravesó y enfiló una carretera estrecha que discurría entre pinares. Para entonces ya era de noche y hacía frío, de manera que tuvo que poner la calefacción. Giró por Tarheel Road y su Civic avanzó con dificultad por una carretera zigzagueante y tan empinada que el motor gimió por el esfuerzo. Cerró los ojos un instante y casi se salió de la carretera; tuvo que dar un volantazo para no empotrarse en la maleza y despeñarse por la pendiente.
Unos metros más adelante el asfalto dio paso a un camino de grava, y el coche avanzó traqueteando en la oscuridad, mientras las ruedas levantaban una nube luminosa de polvo blanco. Los faros iluminaron a un hombre gordo con una gorra naranja brillante que estaba metiendo una carta en un buzón. En uno de los costados de éste estaba escrito con letras adhesivas luminosas KIL U. Carroll aminoró la marcha.
El hombre gordo se llevó la mano a los ojos para protegerse de la luz, escudriñando en dirección al coche de Carroll. A continuación sonrió e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la casa, un gesto de «sígueme», como si estuviera esperando la visita de Carroll. Echó a andar en dirección a la entrada y Carroll lo siguió con el coche. Los abetos se inclinaban sobre el estrecho camino de tierra y sus ramas se aplastaban contra el parabrisas y arañaban los costados del Civic.
Por fin el camino de entrada se abrió a una verja polvorienta que conducía a una casa grande y amarilla, con una torreta y un porche desvencijado que se extendía hasta la parte trasera. Una ventana rota estaba tapada con un tablón de contrachapado, y entre la maleza había un retrete. Al ver el lugar, a Carroll se le pusieron los pelos de punta. «Los viajes terminan cuando los amantes se encuentran» [4], pensó, y lo inquietante de su imaginación le hizo sonreír. Aparcó cerca de un viejo tractor medio enterrado en plantas de maíz indio que sobresalían de su techo descapotado.