Estaba desnudo y el sol de la mañana bañaba su cuerpo compacto y de baja estatura. Llevaba puesta la máscara de plástico transparente que colgaba de la ventana del salón la noche anterior. Le aplastaba los rasgos de la cara, que resultaban irreconocibles. Me miraba sin expresión alguna, como si no hubiera sabido que estaba allí o incluso como si no me conociera. Su grueso pene descansaba en una mata de pelo rojizo. No era la primera vez que lo veía desnudo, pero con la máscara parecía otra persona y su desnudez me desconcertaba. Me miró sin hablar, lo que me desconcertó todavía más.
Abrí la boca para decir hola, buenos días, pero noté un silbido en el pecho. Por un instante pensé, literal, no metafóricamente, que aquel hombre podría no ser mi padre. Me sentía incapaz de sostenerle la mirada, así que aparté los ojos, salí de la cama y caminé hasta el salón haciendo esfuerzos por no correr.
De la cocina salía el sonido metálico de una cacerola y del agua corriente. Seguí los sonidos hasta mi madre, que estaba delante del fregadero, llenando la tetera. Escuchó mis pisadas y me miró por encima del hombro. Al verla me detuve bruscamente. Llevaba puesta una máscara negra de gato, ribeteada de falsos diamantes y con brillantes bigotes. No estaba desnuda, llevaba una camiseta de la marca de cerveza Miller Lite, que le llegaba hasta las caderas, pero las piernas estaban descubiertas y cuando se inclinó sobre el fregadero para cerrar el grifo alcancé a ver unas medias negras con liguero. Sin embargo, el hecho de que me sonriera al verme en lugar de mirarme como si no me conociera me tranquilizaba.
– Hay tortitas en el horno -dijo.
– ¿Por qué lleváis máscaras papá y tú?
– Es Halloween, ¿no?
– Hoy no -contesté-. Más bien el jueves que viene.
– ¿Hay alguna ley que prohíba celebrarlo antes? -preguntó. Después se detuvo junto a la cocina con un guante de horno en una mano y me dirigió otra mirada-. De hecho, de hecho…
– Ya empezamos. Ha llegado el camión de la basura y en un momento abrirá la puerta trasera y empezará a salir la mierda.
– De hecho en esta casa es siempre Halloween. Se llama la Casa de las Máscaras, es nuestro nombre secreto para ella. Y una de las reglas es que cuando uno está aquí siempre tiene que llevar puesta una máscara. Siempre ha sido así.
– Creo que esperaré hasta que llegue Halloween.
– Tienes que ponerte una máscara. Los de la baraja de cartas te vieron anoche y van a venir a por ti. Tienes que ponerte una máscara para que no te reconozcan.
– ¿Y por qué no iban a reconocerme? Yo te he reconocido a ti.
– Eso es lo que tú crees -dijo parpadeando cómicamente-. Los de la baraja de cartas no te reconocerían detrás de una máscara. Es su talón de Aquiles, se guían sólo por las apariencias. Sólo piensan unidimensionalmente.
– Ja, ja-dije-. ¿Cuándo viene el tasador?
– No sé, más tarde. Ni siquiera estoy segura de que vaya a venir. Puede que me lo inventara.
– Sólo llevo aquí veinte minutos y ya estoy aburrido. ¿No podríais haberme buscado una canguro y haber venido aquí solos un fin de semana a poneros máscaras y hacer bebés?
Tan pronto como hube dicho aquellas palabras sentí que me ruborizaba, pero me alegraba de haberme atrevido a burlarme de ella por las máscaras, la ropa interior negra y aquella pantomima que se habían inventado, y que yo era demasiado joven para entender. Mi madre dijo:
– Prefiero que estés aquí. Así no te meterás en problemas con esa chica.
Para entonces las mejillas me ardían como pavesas cuando alguien las sopla.
– ¿Qué chica?
– No estoy segura. O Jane Redhill o su amiga. Probablemente su amiga, esa con la que siempre sueñas encontrarte cuando vas a casa de Luke.
A Luke era a quien le gustaba la amiga, Melinda. A mí me gustaba Jane. Pero mi madre había adivinado lo suficiente como para haberme sentido incómodo. Al ver que me callaba su sonrisa se ensanchó.
– Está buena, ¿no? La amiga de Jane. Estoy segura de que las dos lo están, aunque la amiga parece más tu tipo. ¿Cómo se llama? ¿Melinda? Por la forma en que se pasea por ahí con esos pantalones anchos de granjero me apuesto cualquier cosa a que se pasa las tardes leyendo en una casa en un árbol que construyó con su padre. Seguro que sabe colocar su propio cebo y juega al fútbol con los chicos.
– A Luke le gusta.
– Así que es Jane.
– ¿Quién ha dicho que tenga que ser una de las dos?
– Tiene que haber alguna razón para que pases tanto tiempo con Luke, además de Luke. -Hizo una pausa y añadió-: Jane vino una vez a casa vendiendo suscripciones a una revista para recaudar dinero para su iglesia, hace unos días. Parece una chica muy sana, con una gran conciencia cívica. Me hubiera gustado que tuviera más sentido del humor. Cuando seas un poco mayor deberías deshacerte de Luke, tirarlo a la antigua cantera, y Melinda caerá en tus brazos. Podréis llorarle juntos, la pena puede ser muy romántica.
Cogió mi plato vacío y se levantó.
– Busca una máscara y únete al juego.
Dejó mi plato en el fregadero y salió de la habitación. Yo terminé el vaso de zumo y deambulé por la habitación. Eché una mirada al dormitorio principal justo cuando mi madre cerraba la puerta detrás de ella. El hombre al que había tomado por mi padre aún llevaba su máscara de hielo y se había puesto unos vaqueros. Durante un instante nuestros ojos se encontraron, los suyos con una mirada desapasionada y que me resultaba extraña. Apoyó una mano en la cadera de mi madre con gesto posesivo. Entonces se cerró la puerta y no pude verlos más.
Fui a la otra habitación, me senté en el borde de la cama y me puse las deportivas. El viento gemía bajo los aleros del tejado. Me sentía melancólico y algo indispuesto, quería irme a casa y no se me ocurría qué hacer. Al ponerme en pie vi la máscara verde hecha de hojas de seda, vuelta de nuevo hacia el espejo. La cogí y la froté con los dedos índice y pulgar, notando su suavidad resbaladiza y, casi sin pensarlo, me la puse.
Mi madre estaba en el salón, recién duchada.
– Eres tú -dijo-. Muy dionisiaco, muy Pan. Deberíamos ponerte una toalla a modo de túnica.
– Estaría bien, hasta que empezara la hipotermia.
– Hay corriente aquí, ¿verdad? Tendríamos que encender un fuego. Uno de nosotros tiene que ir al bosque a por leña.
– No puedo imaginarme quién será.
– Espera. Ya lo sé. Propongo un juego, será emocionante.
– Desde luego, no hay nada que anime más una mañana que pasear por el bosque buscando leña.
– Escucha, no te alejes del sendero. Los niños que lo hacen nunca encuentran el camino de vuelta. Además, y esto es lo más importante de todo, no dejes que nadie te vea a no ser que lleve máscara. Cualquiera que lleve máscara se está escondiendo de la gente de la baraja, como nosotros.
– Si los bosques son tan peligrosos para los niños, quizá debería quedarme aquí y papá o tú ir en mi lugar. ¿Es que no va a salir nunca del dormitorio?
Pero mi madre negaba con la cabeza.
– Los adultos no pueden ir al bosque, porque el sendero no es seguro para alguien de mi edad, ni siquiera puedo verlo. Cuando te haces mayor desaparece de la vista. Yo lo sé porque tu padre y yo solíamos pasear por él, cuando veníamos aquí de adolescentes. Sólo los jóvenes pueden orientarse en las maravillas y espejismos que pueblan el frondoso bosque.
Fuera, el día estaba gris y frío bajo el cielo de color de panza de burro. Fui a la parte posterior de la casa para ver si había leña amontonada, y cuando pasé por delante del dormitorio principal mi padre golpeó el cristal. Fui hasta la ventana para ver lo que quería y me sorprendió mi reflejo en el cristal, superpuesto a su cara. Yo llevaba todavía la máscara verde de hojas, y por un momento lo había olvidado.