La pregunta era tan inesperada y directa que me sorprendió. O tal vez fue su tono, que no me pareció compasivo, sino demasiado curioso, deseoso de escuchar algo triste.
– Supongo. Tampoco es que fuéramos íntimos. De todas formas, creo que tuvo una buena vida.
– Desde luego que sí -dijo.
– Me conformaría con que a mí me fueran las cosas la mitad de bien.
– Verás que sí -aseguró, y puso una mano en la espalda de mi padre y empezó a masajearle cariñosamente.
Fue un gesto tan natural y obscenamente íntimo que al verlo sentí un espasmo en el estómago. Aparté la vista -tenía que hacerlo- y me fijé por casualidad en el espejo de la pared del fondo del vestidor. Las cortinas estaban entreabiertas y pude ver el reflejo de una mujer de la baraja de pie detrás de mí. Era la reina de espadas, con ojos negros altivos y distantes y ropas negras pintadas sobre el cuerpo. Alarmado, aparté la vista del espejo y la dirigí de nuevo al sofá. Mi padre sonreía como en trance, recostado sobre las manos que le acariciaban los hombros. La tasadora me miraba con ojos entrecerrados.
– No es tu cara -me dijo-. Nadie tiene una cara así, hecha de hielo. ¿Qué es lo que escondes?
Mi padre se puso rígido y se le borró la sonrisa. Se enderezó y apartó los hombros de la tasadora.
– Ya lo ha visto todo -le dijo a la mujer-. ¿Sabe ya lo que quiere?
– Empezaré con todo lo que hay en esta habitación -dijo ella, poniendo una mano de nuevo en su hombro con suavidad. Jugó un momento con un rizo de su pelo-. Puedo quedármelo todo, ¿no?
Mi madre salió del dormitorio arrastrando dos maletas, una con cada mano. Miró a la tasadora, que seguía con una mano en el hombro de mi padre, dejó escapar una leve risa de asombro -una risa que sonó como «hum» y que me pareció que significaba más o menos eso- y, tras coger otra vez las maletas, echó a andar hacia la puerta.
– Todo está en venta -dijo mi padre -. Estamos preparados para negociar.
– ¿Y quién no lo está? -apuntó la tasadora.
Mi madre dejó una de las maletas delante de mí y me hizo un gesto con la cabeza para que la cogiera. La seguí hasta el porche y después volví la vista. La tasadora estaba inclinada sobre el sofá y mi padre tenía la cabeza hacia atrás, y la boca de ella estaba en la de él. Mi madre se volvió y cerró la puerta.
Caminamos por la creciente oscuridad hasta el coche. El niño del pijama blanco estaba sentado en el césped y su bicicleta se hallaba en el suelo, a su lado. Estaba despellejando un conejo muerto con un trozo de cuerno, y el estómago del animal estaba abierto y humeante. Nos miró al pasar y sonrió mostrando unos dientes manchados de sangre. Mi madre me pasó un brazo por los hombros con gesto protector.
Una vez que estuvimos dentro del coche, mi madre se quitó la máscara y la lanzó al asiento trasero. Yo me dejé la mía puesta. Si respiraba hondo podía oler a mi padre.
– ¿Qué estamos haciendo? -pregunté-. ¿Papá no viene con nosotros?
– No -dijo mientras giraba la llave de contacto-. Se queda aquí.
– ¿Y cómo va a ir a casa?
Me miró de lado y sonrió, compasiva. Fuera, el cielo estaba azul oscuro, casi negro, y las nubes parecían brasas de color carmesí, pero en el coche ya era de noche. Me di la vuelta en el asiento, me senté sobre las rodillas y miré cómo la casa desaparecía entre los árboles.
– Hagamos un juego -dijo mi madre-. Imaginemos que nunca conociste a tu padre, que se marchó antes de que tú nacieras. Podemos inventarnos historias sobre él. Que lleva un tatuaje de Semper Fidelis de cuando fue marine, y también, un ancla azul, de cuando… -La voz se le quebró y se quedó súbitamente sin inspiración.
– De cuando trabajaba en la plataforma petrolífera.
Rió.
– Vale. Y también imaginaremos que la carretera es mágica, la Autopista de la Amnesia. Para cuando lleguemos a casa ambos creeremos que la historia es real, que de verdad se marchó antes de que tú nacieras. Todo lo demás parecerá un sueño, de esos tan reales que parecen recuerdos. Además, seguramente la historia que inventemos será mejor que la realidad. Quiero decir que sí, que te quería mucho y lo quería todo para ti, pero ¿eres capaz de recordar alguna cosa interesante que hiciera alguna vez?
Tuve que admitir que no podía.
– ¿Recuerdas siquiera cómo se ganaba la vida?
De nuevo tuve que admitir que no. ¿Vendiendo seguros?
– ¿No es genial este juego? -preguntó mi madre-. Y hablando de juegos, ¿sigues teniendo la mano de cartas?
– ¿Mi mano? -pregunté. Entonces me acordé y busqué en el bolsillo de mi chaqueta.
– Te conviene guardarla. Es una mano realmente buena. El Rey de Peniques. La Reina de Sábanas. Las tienes todas, chico. Y te digo una cosa. Cuando lleguemos a casa, llama a esa chica, Melinda.
Se rió de nuevo y se dio golpecitos en la barriga.
– Nos esperan buenos tiempos, chico. A los dos.
Me encogí de hombros.
– Ya puedes quitarte la máscara -dijo mi madre-. A no ser que te guste llevarla. ¿Te gusta?
Bajé la visera del asiento del copiloto y abrí el espejo. Se encendieron las luces automáticas y estudié mi nueva cara de hielo y la que había debajo, deforme y humana.
– Desde luego -dije-. Soy yo.
Reclusión voluntaria
No sé para quién escribo esto, no sé decir tampoco quién lo leerá. La policía no, desde luego. No sé lo que le ocurrió a mi hermano y no les puedo decir dónde está. Nada de lo que pueda escribir aquí les ayudará a encontrarlo. Y de todas formas ésta no es una historia sobre su desaparición, aunque sí trata de una persona desaparecida y mentiría si dijera que no creo que las dos cosas estén relacionadas. Nunca le he contado a nadie lo que sé sobre Edward Prior, que salió del colegio un día de octubre de 1977 y nunca llegó a su casa, donde lo esperaban las patatas con chili de su madre. Durante mucho tiempo, uno o dos años después de su desaparición, me negué a pensar en mi amigo Eddie. Evitaba hacerlo por todos los medios posibles. En el instituto, si pasaba junto a alguien que estaba hablando de él -¡he llegado a oír contar que le robó marihuana y dinero a su madre y huyó a California, nada menos!-, fijaba la vista en algún punto lejano y me hacía el sordo. Y si alguien se me acercaba y me preguntaba directamente qué pensaba que le había pasado -de vez en cuando alguien lo hacía, ya que se sabía que Eddie y yo éramos colegas-, me limitaba a poner cara inexpresiva y a encogerme de hombros. «A veces hasta creo que me importa», decía.
Más tarde dejé de pensar en Eddie a fuerza de acostumbrarme a no hacerlo. Si por casualidad ocurría algo que me lo recordaba -por ejemplo si veía a un chico que se le parecía o leía algo en la prensa sobre un adolescente desaparecido-, inmediatamente, y casi de forma inconsciente, me ponía a pensar en otra cosa.
En estas últimas tres semanas, sin embargo, desde que Morris, mi hermano pequeño, desapareció, pienso en Ed Prior cada vez más; soy incapaz, por mucho que lo intente, de apartarlo de mi pensamiento. La necesidad de hablar con alguien sobre lo que sé me resulta casi insoportable. Pero ésta no es una historia para contarla a la policía. Creedme, no les haría ningún bien, y a mí podría perjudicarme bastante. No puedo decirles dónde buscar a Morris -no puedo decir algo que no sé-, pero creo que si le contara esta historia a un detective me haría algunas preguntas difíciles de contestar y causaría a algunas personas (la madre de Eddie, por ejemplo, que sigue viva y se ha casado por tercera vez) un sufrimiento innecesario.
Es posible, además, que terminara con un billete de ida al mismo lugar en el que mi hermano pasó los dos últimos años de su vida: el Centro de Salud Mental Wellbrook Progressive. Mi hermano ingresó allí por voluntad propia, pero el centro también tiene un ala para reclusos. Morris pasaba la fregona en las consultas externas cuatro días a la semana y los viernes por la mañana iba al Pabellón del Gobernador, como lo llaman, a lavar la mierda de las paredes, y también la sangre.