¿Acabo de hablar de Morris en pasado? Supongo que sí. He perdido la esperanza de que suene el teléfono y sea Betty Millhauser llamando desde Wellbrook, con voz agitada y entrecortada, diciéndome que lo han encontrado en un refugio para los sin techo en algún lugar, y que lo traen de vuelta a casa. Tampoco creo que vaya a llamar nadie para contarme que lo han encontrado notando en el Charles. En realidad, no creo que vaya a llamar nadie en absoluto, excepto para decirme que no se sabe nada nuevo, lo que equivaldría prácticamente a decir que está muerto. Y quizá deba admitir que estoy escribiendo esto, no para enseñárselo a nadie, sino porque no puedo evitarlo y porque una página en blanco es la única audiencia en la que puedo confiar para contar esta historia.
Mi hermano pequeño no empezó a hablar hasta que cumplió cuatro años. Mucha gente pensaba que era retrasado. Mucha gente del lugar donde nací, Pallow, aún piensa que era retrasado, o autista. Que conste que yo, cuando era un niño, medio lo pensaba también, aunque mis padres me dijeran que no era así.
Cuando tenía once años le diagnosticaron esquizofrenia juvenil. Después llegaron otros diagnósticos: trastorno de personalidad, esquizofrenia depresiva aguda. No sé si alguna de esas expresiones define en realidad lo que le pasaba o contra lo que luchaba Morris. Sé que cuando por fin descubrió el lenguaje no lo utilizaba mucho. También que siempre fue pequeño para su edad, un niño de complexión delicada, manos delgadas y de largos dedos y cara de duende. Siempre era extrañamente inexpresivo, sus sentimientos se hallaban ocultos en algún lugar demasiado profundo para reflejarse en su cara y daba la impresión de que nunca parpadeaba. A veces mi hermano me recordaba a esas caracolas cónicas cuyo interior rosa brillante y en espiral parece esconder alguna clase de misterio. Te las llevas a la oreja y te parece oír las profundidades de un océano vasto e impetuoso, pero en realidad es un efecto acústico y lo que se escucha es el suave rugido de… la nada. Los doctores tenían sus diagnósticos, pero yo, a la edad de catorce años, tenía el mío propio.
Debido a que era propenso a dolorosas infecciones de oído, Morris no podía salir a la calle en invierno… que según la definición de mi madre empezaba con los campeonatos de la World Series y terminaba cuando comenzaba la temporada de béisbol. Cualquiera que haya tenido hijos pequeños entenderá lo difícil que puede ser mantenerlos ocupados y entretenidos sin salir de casa. Mi hijo tiene ahora doce años y vive con mi ex en Boca Ratón, pero hasta que tuvo siete años vivimos todos juntos, como una familia, y recuerdo cuan desesperante podía ser un día frío y lluvioso, sin poder salir de casa. Para mi hermano pequeño todos los días eran fríos o lluviosos, pero, a diferencia de otros niños, no era difícil mantenerlo ocupado. Se entretenía él solo bajando al sótano en cuanto llegaba a casa del colegio, y trabajaba con afán toda la tarde en uno de sus inmensos, interminables, técnicamente complicados y básicamente inútiles proyectos de construcción.
Al principio le fascinaba construir torres y complicados templos con vasos de papel. Creo recordar la que pudo ser la primera vez que construyó algo con ellos. Era por la noche y la familia estaba reunida en uno de nuestros escasos rituales colectivos: ver un episodio de M*A*S*H. Pero, para cuando llegó el segundo intermedio, todos habíamos dejado de prestar atención a los chistes de Alan Alda y compañía y mirábamos fijamente a mi hermano.
Mi padre estaba sentado en el suelo con él, creo que porque al principio le había ayudado con su construcción. Mi padre era también un poco autista, un hombre tímido y torpe que no se quitaba el pijama durante los fines de semana, y cuyas relaciones sociales se limitaban a mi madre. Nunca parecía decepcionado con Morris, es más, nunca parecía más feliz que cuando estaba tumbado en el suelo junto a él fabricando mundos soleados hechos de figurillas de papel. Esta vez, sin embargo, se apartó y dejó que Morris trabajara solo, con tanta curiosidad como el resto de nosotros por ver el resultado final. Morris construía, apilaba y colocaba, y sus dedos largos y delgados se movían con rapidez, disponiendo los vasos a tal velocidad que parecía un mago haciendo un truco o un robot en una cadena de producción… sin dudar, aparentemente sin pensar, sin tirar nunca un vaso por accidente. A veces ni siquiera se fijaba en lo que hacían sus manos y, en lugar de mirarlas, examinaba la caja de vasos de papel, como para comprobar cuántos quedaban. La torre crecía más y más, y a tal velocidad que en ocasiones yo no podía evitar contener el aliento, tal era mi asombro.
Mi hermano abrió una segunda caja de vasos de papel y se puso manos a la obra. Cuando terminó -es decir, cuando hubo usado todos los vasos de papel que mi padre fue capaz de encontrarle-, la torre era más alta que el propio Morris y estaba rodeada por una muralla defensiva y una puerta de entrada. Debido a los espacios que quedaban entre los vasos, daba la impresión de que en los laterales de la torre había ventanas para los arqueros y tanto la torre como la muralla estaban rematadas con almenas. Nos había sorprendido un poco ver a Morris construyendo aquello a tanta velocidad y decisión, pero tampoco es que fuera una construcción absolutamente fabulosa, otro niño de cinco años podía haberla hecho también. Lo importante era que sugería que Morris tenía ambiciones ocultas. Daba la impresión de que, de haber podido, habría seguido construyendo, añadiendo pequeñas torres vigía, edificios fuera del castillo, una aldea completa hecha de vasos de papel. Y cuando se terminaron los vasos Morris miró a su alrededor y se rió, un sonido que no creo haber oído nunca antes, tan agudo que parecía taladrarte los oídos, y más alarmante que agradable. Rió y dio una sola palmada, como la que daría un marajá para despachar a un sirviente.
Lo que también diferenciaba esta torre de la que habría podido hacer otro niño de su edad era el propósito con el que había sido construida. Otro niño le habría dado una patada y contemplado cómo los vasos se derrumbaban. Desde luego, eslo que yo habría querido hacer con aquella torre, y tengo tres años más que Morris: pisarla con los dos pies sólo por el placer de arrasar algo grande y construido con cuidado, como un Godzilla de la Liga Menor.
Todo niño emocionalmente sano tiene ese instinto. Para ser sinceros debo admitir que en mi caso lo tenía especialmente desarrollado. Mi tendencia compulsiva a destruir cosas me ha acompañado hasta la edad adulta, e incluyo en última instancia a mi mujer, a quien le desagradaba esta costumbre y me lo dejó claro con los papeles del divorcio y un abogado de aspecto ictérico, con el encanto personal de una trituradora y tan eficaz como ésta en los tribunales.
Morris, en cambio, pronto perdió todo interés en su construcción y pidió un vaso de zumo. Mi padre se lo llevó a la cocina mientras murmuraba que al día siguiente le traería a mi hermano una bolsa gigantesca de vasos de papel, para que pudiera construir un castillo aún mayor en el sótano. Yo no me podía creer que Morris hubiera dejado allí la torre. Era una tentación que me resultaba irresistible. Me levanté del sofá, di unos cuantos pasos vacilantes hacia él… y entonces mi madre me sujetó del brazo y me detuvo. Nuestras miradas se cruzaron y en la suya había implícita una oscura amenaza. «Ni se te ocurra». Me solté de su brazo y salí de la habitación.
Mi madre me quería, pero rara vez me lo hacía saber, y a menudo parecía mantenerme a distancia de cualquier demostración afectiva. Me comprendía mucho mejor que mi padre. En una ocasión, jugando en el estanque de Walden, tiré una piedra a un niño que me había salpicado. La piedra le dio en el brazo y le hizo un feo moratón. Mi madre se ocupó de que no volviera a nadar en todo el verano, aunque seguíamos yendo a Walden Pond todos los sábados por la tarde para que Morris pudiera chapotear un rato. Alguien les había dicho a mis padres que nadar le resultaría terapéutico, y mi madre estaba tan decidida a que Morris nadara como a que yo no lo hiciera. Me quedaba, por tanto, sentado en la arena junto a ella y sin permiso para ir a ninguna parte. Podía leer, pero no podía jugar, ni siquiera hablar con otros niños. Cuando lo pienso, me resulta difícil reprocharle que fuera tan severa conmigo en esa o en otras ocasiones. Mi madre siempre vio lo peor de mí, mucho más que el resto de la gente. Intuía mi potencial, y éste, en lugar de darle un motivo de alegría y esperanza, la hacía ser más dura conmigo.