Yo creo que la cualidad que distingue a los chicos populares de los impopulares -la única cualidad que tenían en común Eddie Prior y Cameron Hodges- es un fuerte sentido del yo. Eddie sabía muy bien quién era. Se aceptaba. Sus carencias habían dejado de preocuparlo. Cada palabra que decía era una expresión pura e inconsciente de su verdadera personalidad, mientras que yo no tenía una imagen clara de mí mismo y siempre estaba fijándome en los demás, observándolos, esperando y temiendo al mismo tiempo captar alguna indicación de qué es lo que veían cuando me miraban.
Así que en aquel momento, cuando Eddie y yo nos alejábamos de Cameron, experimenté esa clase de brusco cambio psicológico tan común en la adolescencia. Le había quitado a Cameron su examen de las manos, desesperado por salir de la trampa que me había tendido a mí mismo, y me alarmaba descubrir lo que era capaz de hacer con tal de salvarme. En teoría estaba aún desesperado y horrorizado, pero lo cierto es que me encantaba encontrarme allí paseando con el brazo de Eddie Prior sobre mis hombros, como si fuéramos amigos de toda la vida, saliendo de la White Barrel Tavern a las dos de la madrugada. Me estremecí de alegría y sorpresa al oírle referirse al novio de su madre como un «puto bocazas»; me parecía algo tan ingenioso como el mejor chiste de Steve Martin. Lo que hice a continuación me habría parecido inconcebible sólo cinco minutos antes: le pasé el examen de Cameron.
– ¿Has hecho ya dos preguntas? Quédatelo, tardarás menos que yo en copiarlo. Yo lo haré cuando hayas terminado.
Me sonrió y en sus mejillas aparecieron dos hoyuelos en forma de coma.
– ¿Cómo te has metido en esto, Lerner?
– Se me olvidó que teníamos deberes. Me resulta imposible atender en clase. ¿No conoces a Gwen Frasier?
– Sí. Es una guarra. ¿Qué pasa con ella?
– Es una puta guarra que no lleva medias -dije-. Se sienta a mi lado y no hace más que abrir y cerrar las piernas. ¿Cómo voy a atender en clase de historia con su cono delante de mis narices?
Estallamos en carcajadas tan sonoras que toda la gente que había en el aparcamiento se nos quedó mirando.
– Seguramente necesita airearlo para que se le cure el herpes genital. Ten cuidado con ella, colega.
Y después de esto nos reímos todavía más, nos reímos hasta saltársele las lágrimas a Eddie. Yo también reí, algo que nunca me había resultado fácil, y sentí sacudidas de placer en cada una de mis extremidades nerviosas. Me había llamado colega.
Me parece recordar que Eddie no me llegó a devolver nunca el examen de Cameron y que yo terminé entregando una hoja completamente en blanco, aunque a este respecto mis recuerdos son algo borrosos. A partir de esa mañana, sin embargo, empecé a seguirle por todas partes. Le gustaba hablar de su hermano, Wayne, que había pasado cuatro semanas de una sentencia de tres meses en un centro de menores, por haber colocado una bomba incendiaria en un Oldsmobile, y que ahora se había escapado y vivía en la calle. Eddie decía que Wayne lo llamaba algunas veces presumiendo de meterse en peleas y de romper unas cuantas crismas. Sobre su hermano mayor, lo que contaba en cambio era bastante vago. Que trabajaba de peón en una granja en Illinois, dijo en una ocasión. Que robaba coches a negros en Detroit, dijo en otra.
Pasábamos mucho tiempo con una chica de quince años llamada Mindy Ackers, que hacía de canguro de un bebé en un apartamento situado en un bajo frente al dúplex donde vivía Eddie. El lugar olía a moho y a pis, pero pasábamos tardes enteras allí, fumando y jugando con ella a las damas, mientras el bebé gateaba con el culo al aire a nuestros pies. Otros días Eddie y yo cogíamos el sendero del bosque detrás de Christobel Park hasta el paso elevado de peatones que había sobre la autopista 111. Eddie siempre llevaba una bolsa de papel marrón llena de basura que había cogido del apartamento en el que Mindy hacía de canguro, llena de pañales cagados y cartones grasientos con restos de comida china. Tiraba bombas de basura a los camiones que pasaban debajo del puente. Una vez apuntó con un pañal a un gigantesco camión de dieciocho ruedas decorado con llamas rojas pintadas y unos cuernos de toro en el capó. El pañal se estrelló contra el parabrisas del lado del asiento del copiloto y el cristal se llenó de una diarrea amarilla. Los frenos chirriaron y las ruedas levantaron humo en el asfalto. E1 conductor hizo sonar la bocina con furia, un ruido atronador que me asustó tanto que el corazón me dio un vuelco. Eddie y yo nos agarramos del brazo y echamos a correr, riendo.
– Mierda. ¡Me parece que nos está siguiendo! -chilló Eddie y echó a correr de la excitación. Yo no pensaba que nadie fuera a tomarse la molestia de bajarse del camión y perseguirnos, pero era emocionante imaginar que así era.
Más tarde, cuando nos habíamos tranquilizado y paseábamos por Christobel Park, jadeantes por la carrera, Eddie dijo:
– No hay ser humano más asqueroso que un camionero. No he conocido a uno que después de un trayecto largo no oliera igual que un orinal.
Por tanto, no me sorprendí demasiado cuando más tarde supe que el novio de la madre de Eddie -el puto bocazas- era conductor de camiones de largo recorrido.
A veces Eddie venía a mi casa, casi siempre para ver la televisión, pues teníamos buena recepción de canales. Sentía curiosidad por mi hermano, quería saber cuál era su problema y también lo que hacía en el sótano. Se acordaba de cuando Morris tiró su grifo hecho con fichas de dominó en la televisión, aunque de aquello hacía ya más de dos años. Nunca lo dijo, pero creo que le encantaba la idea de conocer a un idiota superdotado. Habría disfrutado igual si mi hermano hubiera sido un enano, o le faltaran las dos piernas. Eddie necesitaba una dosis de circo de los horrores en su vida. Y al final suele suceder que la gente acaba recibiendo doble dosis de lo que tanto ansia. ¿No es así?
Una de las primeras veces que vino a mi casa bajamos al sótano para ver qué estaba construyendo Morris. Había atado unas cuarenta cajas para hacer una red de túneles dispuestos a la manera de un gigantesco pulpo, con ocho galerías que desembocaban en una gran caja central, que en otro tiempo había sido el embalaje de un proyector de cine. Habría sido lógico que lo pintara para que pareciera un pulpo -un monstruo legendario y malvado-, y de hecho había coloreado varios tentáculos de verde limón, con círculos rojos a modo de ventosas. Pero los otros brazos eran restos de antiguas construcciones. Uno estaba hecho de trozos de un submarino amarillo, otro había sido parte de un cohete y era blanco, con aletas y calcomanías de la bandera americana. Y la caja grande del centro estaba sin pintar y envuelta en una malla de alambre a la que Morris había dado forma de cuernos. El resto de la fortaleza tenía el aspecto de un juguete hecho en casa… espectacular, pero un juguete al fin y al cabo, algo que papá podía haberle ayudado a construir. Sólo el último detalle, esos cuernos hechos de malla de alambre, revelaba que aquello era la obra de alguien que estaba como una puta cabra.
– Qué pasada -dijo Eddie al pie de las escaleras mientras lo miraba. Aunque por la expresión de sus ojos pude ver que no lo impresionaba tanto, que había esperado algo más.
Odiaba decepcionarlo, fuera por la razón que fuera. Si Eddie quería considerar a mi hermano un genio, pues yo también. Así que me puse a cuatro patas en una de las entradas.
– Tienes que entrar para verlo bien. Siempre molan más por dentro.
Y sin fijarme en si me seguía, entré.
Por entonces yo era un chico de catorce años, torpe, de anchas espaldas y de unos cincuenta y cuatro kilos de peso. Pero aún era un niño, no un adulto, y por tanto tenía las proporciones y la flexibilidad de uno y era capaz de empequeñecerme y entrar en cualquier sitio, por estrecho que fuera. Pero no tenía por costumbre meterme en los fuertes de Morris. Había descubierto, la primera vez que lo hice, que no me gustaban mucho, que me daban un poco de claustrofobia. Ahora en cambio, con Eddie siguiéndome, me metí, como si arrastrarme dentro de los escondites de cartón de mi hermano Morris fuera mi idea de la verdadera diversión.