Atravesé un túnel tras otro. En una de las cajas había una estantería hecha de cartón, con un tarro de mermelada lleno de moscas que revoloteaban un tanto frenéticas, golpeándose contra el cristal. La acústica de la caja amplificaba y distorsionaba el sonido, de forma que tenía la impresión de que el zumbido resonaba dentro de mi cabeza. Estudié las moscas un momento con el ceño fruncido y cierta inquietud. ¿Acaso Morris iba a dejarlas morir ahí dentro? Después seguí arrastrándome. Repté por una serie de amplios pasadizos cuyas paredes estaban cubiertas por lunas, estrellas y gatos de Cheshire reflectantes, una galaxia completa hecha de neón. Las paredes estaban pintadas de negro y al principio no podía verlas. Por un aterrador y breve instante tuve la impresión de que no había paredes, de que me deslizaba por un espacio vacío sobre una rampa estrecha e invisible, sin nada sobre la cabeza ni bajo los pies, y que si caía no habría nada que me frenara. Aún oía las moscas zumbando en el frasco de mermelada, aunque hacía tiempo que las había dejado atrás. Mareado, extendí la mano y toqué uno de los lados de la caja con los dedos. Con eso se me pasó la sensación de estar suspendido en el vacío, aunque seguía algo mareado. La caja siguiente era la más pequeña y oscura de todas, y mientras me arrastraba en su interior rocé con la espalda una serie de pequeñas campanas que colgaban de la parte de arriba. Aquel suave tintineo me asustó tanto que estuve a punto de gritar, pero ya veía una abertura circular delante de mí que se abría a un espacio iluminado de cambiantes tonos pastel. Me arrastré hasta ella.
La caja central del monstruo de Morris era lo suficientemente espaciosa como para alojar a una familia de cinco personas y a su perro. Una lámpara de lava a pilas burbujeaba en una esquina, con pompas de plasma flotando en un fluido vis-coso y ambarino. Morris había forrado las paredes con papel de envolver regalos de Navidad, y chispas y filamentos de luz brillaban aquí y allá en ondas temblorosas, hojas doradas, rosas y amarillas, mezclándose unas con otras y evaporándose. Era como si en el curso de aquel lento arrastrarme hasta el centro del fuerte me hubiera ido encogiendo poco a poco, hasta no ser más grande que un ratón, y hubiera llegado a una habitación con una bola giratoria de discoteca colgada del techo. La visión de aquello hizo que me estremeciera de asombro. Me latían las sienes y las luces extrañas y palpitantes me hacían daño a los ojos.
No había visto a Morris desde que llegamos a casa y había supuesto que habría salido con mamá a hacer algún recado. Pero estaba allí, esperando, en la gran caja central, sentado sobre las rodillas y con la espalda vuelta hacia mí. A un lado tenía un cómic y unas tijeras. Había recortado la contraportada, la había enmarcado en una cartulina negra y la estaba pegando a la pared con celo. Al oírme entrar me miró, pero no dijo nada y siguió colgando su dibujo.
Escuché ruidos de pies arrastrándose por el pasadizo detrás de mí y me deslicé a un lado, para hacer sitio. Un segundo después Eddie asomó la cabeza por la abertura circular y miró a su alrededor. Tenía la cara roja y sonreía con hoyuelos en las mejillas.
– Joder -dijo-. Mira este sitio. Me encantaría poder echar un polvo aquí.
Sacó el resto del cuerpo del túnel y se sentó sobre las rodillas.
– Qué pasada de fuerte. Cuando tenía tu edad habría matado por tener uno así -le dijo a la espalda de Morris, ignorando el hecho de que mi hermano, de once años, era ya un poco mayor para jugar a los fuertes.
Morris no contestó. Eddie me miró de reojo y se encogió de hombros. Después echó un vistazo alrededor, inspeccionándolo todo con la boca abierta y evidente expresión de placer, mientras una tormenta de luces brillantes de oro y plata emitía silenciosos destellos a nuestro alrededor.
– Llegar a rastras hasta aquí ha molado que te cagas -continuó Eddie-. ¿Qué te pareció el túnel forrado de pelo negro? A mí me daba la impresión de que cuando llegara al final sería como salir de las garras de un gorila.
Reí, pero me quedé mirándolo con expresión confundida. Yo no recordaba un túnel recubierto de pelo, y después de todo Eddie había ido detrás de mí, había seguido el mismo camino que yo.
– Y los canillones de viento -dijo Eddie.
– Eran campanas -le corregí yo.
– ¿Ah, sí?
Morris terminó de colgar el dibujo y, sin hablarnos, salió por una abertura triangular. Antes de salir, sin embargo, nos miró una última vez, y cuando habló se dirigió a mí:
– No me sigáis. Volved por donde habéis venido.
Y después añadió:
– Esta salida no está terminada. Tengo que seguir trabajando en ella, no está bien todavía.
Y dicho esto, agachó la cabeza y desapareció.
Miré a Eddie dispuesto a ofrecerle una disculpa, del tipo «perdona, mi hermano está como una cabra», pero Eddie estaba a gatas estudiando el dibujo que Morris había colgado en la pared. Representaba una familia de Sea Monkeys, esas extrañas mascotas, de pie, juntos, unas criaturas desnudas de vientre abultado, con antenas de colores y caras de rasgos humanos.
– Mira -dijo Eddie-. Ha colgado un dibujo de su verdadera familia.
Me reí. No es que Eddie tuviera mucho tacto, pero es cierto que no le costaba ningún esfuerzo hacerme reír.
Estaba a punto de salir de casa -era un viernes de la primera quincena de febrero- cuando Eddie me llamó y me dijo que no fuera a su casa, sino que me reuniera con él en el puente elevado sobre la 111. Algo en su tono de voz, áspero y tenso, me llamó la atención. No dijo nada fuera de lo normal, pero en ocasiones su voz parecía a punto de resquebrajarse, y tuve la impresión de que hacía esfuerzos por no sucumbir a una oleada de infelicidad.
El puente estaba a veinte minutos andando desde mi casa, por Christobel Avenue, atravesando el parque y luego siguiendo un camino que se internaba en el bosque. Era un sendero cuidado, pavimentado de piedra azulada, y ascendía por las colinas entre abetos y arces. Pasados unos quinientos metros, se llegaba al puente. Eddie estaba inclinado sobre la barandilla mirando hacia los coches que circulaban en dirección este.
No me miró mientras me acercaba a él. Justo a la altura de su barriga, en el muro que había delante de él, había tres ladrillos sueltos, y cuando estuve a su lado empujó uno de ellos. En un primer momento me asusté, pero el ladrillo cayó encima de un camión pesado que circulaba en ese momento, sin causar ningún daño. El camión llevaba un tráiler cargado con tuberías de acero. El ladrillo chocó contra una de ellas con gran estrépito y después rodó por las demás, desencadenando toda una sinfonía de «clangs» y «bongs», como si alguien hubiera dejado caer un martillo por los tubos de un órgano. Eddie esbozó su enorme, fea y desagradable sonrisa, que dejaba ver una boca en la que faltaban dientes, y me miró para comprobar si había disfrutado con aquel inesperado concierto. Entonces fue cuando le vi el ojo izquierdo, rodeado por un gran círculo de carne amoratada y veteada de amarillo.
Cuando hablé casi no reconocía mi propia voz, entrecortada y débil.
– ¿Qué te ha pasado?-Mira esto -me dijo y se sacó una polaroid del bolsillo de la chaqueta. Seguía sonriendo, pero cuando me alargó la fotografía evitó mirarme a la cara-. Y disfruta.
Era como si no me hubiera oído.
La fotografía mostraba dos dedos de una chica con las uñas pintadas de color plata que restregaban un triángulo de tela de rayas rojas y negras hundido en el pliegue de piel entre sus piernas. En los extremos de la foto se veían sus muslos, borrosos y demasiado pálidos.