– Gané a Ackers diez veces seguidas -dijo-. Nos apostamos a que si perdía la décima partida tendría que sacarse una foto tocándose el clítoris. Se fue al dormitorio, así que no vi cómo se sacaba la foto. Pero quiere que juguemos otra vez y recuperarla. Si vuelvo a ganarle diez partidas seguidas voy a obligarla a que se masturbe delante de mí.
Me volví, de modo que estábamos el uno junto al otro, apoyados sobre la barandilla, de cara al tráfico. Miré la foto un instante más sin pensar en nada en realidad, sin saber qué decir o qué hacer. Mindy Ackers era una chica poco atractiva, con el pelo rojo rizado, llena de granos y que estaba loca por Eddie. Si perdía diez partidas de damas seguidas contra él seguro que era a propósito.
En ese momento, sin embargo, lo que había hecho Mindy o dejado de hacer me interesaba bastante menos que saber cómo había acabado Eddie con el ojo izquierdo a la funerala… algo sobre lo que, aparentemente, él no tenía ninguna intención de hablar.
– Una pasada -dije finalmente, y dejé la foto en el muro de cemento debajo de la barandilla y, sin pensar, apoyé una mano en uno de los ladrillos.
Un camión con remolqué pasó a gran velocidad bajo nosotros, con el motor rugiendo conforme el conductor reducía la marcha. Un humo con olor a gasoil se mezcló con la nieve, que caía en gruesos copos. ¿Cuándo había empezado a nevar? No estaba seguro.
– ¿Cómo te has hecho eso en el ojo? -pregunté de nuevo, sorprendido de mi audacia.
Se limpió la nariz con el dorso de la mano mientras seguía sonriendo.
– Este puto saco de mierda con quien sale mi madre dice que me pilló hurgándole en su cartera. Como si fuera a robarle sus cupones de comida o algo así. Se irá pronto a la cama, porque tiene que salir para Kentucky antes de que amanezca, así que no pienso volver a casa hasta que… eh, mira. Viene un camión de combustible.
Miré hacia abajo y vi otro camión pesado con una gran cisterna de acero.
– Podríamos volarlo -dijo Eddie-. Cien gramos de C 4. Acertamos a ese hijo de puta y nos hacemos los amos de la autopista.
Había un ladrillo en la pared justo delante de él, y pensé que lo cogería y lo tiraría al camión cuando éste pasara debajo del puente. Pero en lugar de eso apoyó su mano sobre la mía, que aún descansaba sobre el otro ladrillo. Sentí un aviso de alarma, pero no hice nada por retirar la mano. Probablemente es importante subrayar eso. También, que no hice nada por evitar lo que ocurrió a continuación.
– Espera a que se acerque -dijo-. Tranquilo. Apunta bien. Ahora.
Justo cuando el camión petrolero entraba en el puente, Eddie empujó mi mano. El ladrillo golpeó uno de los laterales del tanque de combustible con un ruido metálico. Rebotó y salió despedido hasta el carril contrario en el preciso instante en que un Volvo adelantaba al camión. Se estrelló contra el parabrisas -pude ver cómo dibujaba una tela de araña en el cristal-, y después el coche desapareció en el interior del puente.
Los dos nos giramos y corrimos a la barandilla contraria. Yo tenía los pulmones comprimidos y por un momento fui incapaz de respirar. Cuando el Volvo salió del túnel derrapaba hacia la izquierda, en dirección al arcén de la carretera. Un segundo después se salió de ésta y rodó por la pendiente nevada, a unos cincuenta kilómetros por hora. En el valle poco profundo en que terminaba la pendiente crecían unos cuantos arces raquíticos, y el Volvo chocó contra uno de ellos con un crujido seco. El parabrisas se rompió en mil pedazos de cristal brillante, que se deslizaron al mismo tiempo por el capó y después cayeron al suelo nevado.
Yo seguía haciendo esfuerzos por respirar cuando la puerta del pasajero se abrió y una mujer rubia y robusta, con un abrigo rojo ceñido con un cinturón, salió del coche. Se cubría el ojo con una mano enguantada y gritaba intentando abrir la puerta trasera.
– ¡Amy! -gritaba-. ¡Dios mío, Amy!
Entonces Eddie me agarró por el hombro, me hizo girar y me empujó hacia el camino mientras me gritaba:
– ¡Nos largamos de aquí, joder!
Al dejar el puente me empujó de nuevo hacia el camino que entraba en el parque, con tal fuerza que me caí y me golpeé una rodilla contra una de las piedras azules, haciéndome polvo la rótula. Pero entonces me tiró del hombro y me obligó a seguir corriendo. No pensé en nada. Con la sangre latiéndome en las sienes y la cara ardiendo por el aire helado, corrí.
No empecé a pensar hasta que llegamos al parque y aflojamos el paso. Nos dirigíamos, sin haberlo discutido previamente, hacia mi casa. Los pulmones me dolían por el esfuerzo de correr con botas para la nieve y de inhalar bocanadas de aire gélido.
Había corrido hasta el asiento trasero gritando: «¡Dios mío, Amy!». Por tanto, había alguien en el asiento de atrás, una niña pequeña. La mujer rubia y corpulenta se tapaba un ojo con la mano enguantada. ¿Le habría entrado una esquirla de cristal? ¿Por qué no había salido el conductor? ¿Estaría inconsciente? ¿Muerto? Las piernas no dejaban de temblarme. Recordaba a Eddie empujando mi mano, el ladrillo deslizándose bajo mis dedos, rodando y después estrellándose contra el parabrisas del Volvo. Me di cuenta de que no había marcha atrás, y aquello fue como una revelación. Miré mi mano, la que había empujado el ladrillo, y vi que sujetaba una fotografía, Mindy Ackers frotándose el triángulo de algodón entre las piernas. No recordaba haberla cogido y se la mostré a Eddie sin decir nada. Él la miró con ojos nebulosos y desconcertados.
– Quédatela -dijo. Era la primera vez que uno de los dos hablaba desde que gritó: «¡Nos largamos de aquí, joder!».
De camino a mi casa, nos cruzamos con mi madre, que estaba de pie junto al buzón, charlando con la vecina de al lado, y me tocó la espalda con gesto distraído al verme, un roce fugaz con las yemas de los dedos, que me hizo estremecer.
No dije nada hasta que estuvimos dentro quitándonos las botas y los abrigos en el recibidor. Mi padre estaba en el trabajo, y en cuanto a Morris, no sabía por dónde andaba y tampoco me importaba. La casa estaba en penumbra y silenciosa, con esa quietud propia de los lugares desiertos.
Mientras me desabotonaba mi cazadora de pana, dije:
– Deberíamos llamar a alguien.
Mi voz parecía salir, no de mi pecho ni de mi garganta, sino de una esquina de la habitación, de debajo de un montón de sombreros amontonados.
– ¿Llamar a quién?
– A la policía. Para ver si están bien.
Eddie dejó de quitarse su chaqueta vaquera y me miró. En la escasa luz, su ojo amoratado parecía pintado con rímel.
Yo, por alguna razón, continué hablando.
– Podríamos decir que estábamos en el puente y vimos el accidente. No hace falta contar que lo provocamos nosotros.
– Es que no lo hicimos.
– Bueno… -empecé a decir, y después no supe cómo continuar. Era una afirmación tan evidentemente falsa, que no se me ocurría cómo responder sin que sonara a provocación.
– El ladrillo se desvió de su camino -dijo-. ¿Cómo va a ser eso culpa nuestra?
– Sólo me gustaría saber si están todos bien -insistí-. En el asiento de atrás había una niña…
– Y unos cojones.
– Bueno… -Tartamudeaba de nuevo, y después me obligué a seguir hablando-. Sí había una niña, Eddie. Su madre la estaba llamando.
Dejó de moverse un instante mientras me estudiaba despacio, con una mirada triste y siniestramente calculadora. Después se encogió de hombros con brusquedad y continuó quitándose las botas.
– Si llamas a la policía me mato -dijo-. Así tendrás eso también sobre tu conciencia.
Sentía una gran presión en el pecho, que me oprimía los pulmones. Traté de hablar y mi voz salió en un susurro sibilante:-Venga ya.
– Lo digo en serio -dijo-. Me mato.
Hizo una nueva pausa y después añadió:-¿Te acuerdas de lo que te conté de mi hermano, que estaba en Detroit ganando un montón de dinero robando coches?