Entonces, una tarde, unas tres semanas después del accidente en la autopista 111, descubrí a Morris en mi habitación, de pie frente a mi cómoda. El cajón de arriba estaba abierto. En una mano tenía una caja de cuchillas de recambio de cúter; el cajón estaba lleno de cachivaches como ése, cordel, grapas, un rollo de cinta de embalar… y a veces cuando Morris necesitaba algo para su fortaleza interminable asaltaba mis reservas. En la otra mano sostenía la foto de la entrepierna de Mindy Ackers. La sujetaba casi pegada a la nariz y la miraba con ojos como platos llenos de incomprensión.
– No hurgues en mis cosas -le dije.
– ¿No te da pena que no se le vea la cara? -dijo él.
Le arranqué la fotografía de la mano y la lancé al cajón.
– Como vuelvas a hurgar en mis cosas te mato.
– Hablas como Eddie -dijo Morris volviendo la cabeza y mirándome. En los últimos días no le había visto mucho, había pasado en el sótano más tiempo del habitual. Su cara fina y de facciones delicadas estaba más delgada de como la recordaba, y en ese preciso instante me di cuenta de cuan menudo y frágil era, de su complexión casi infantil. Tenía casi doce años, pero podría haber pasado perfectamente por un niño de ocho-. ¿Seguís siendo amigos?
Hastiado de estar todo el tiempo preocupado, hablé sin pensar en lo que decía.
– No lo sé.
– ¿Por qué no le dices: «vete»? ¿Por qué no haces que se vaya?
Estaba casi pegado a mí, mirándome a la cara con sus ojos desmesurados y sin pestañear.
– No puedo. -En ese momento me di la vuelta porque no me sentía capaz de sostener su mirada confusa y preocupada. Estaba al límite de mis fuerzas, con los nervios destrozados-Ojalá pudiera. Pero nadie puede hacer que se vaya. -Me apoyé en la cómoda y descansé la frente un instante en el borde. Después, en un susurro ronco que apenas oí yo mismo, dije:
– No me deja escapar.
– ¿Por lo que pasó?
Entonces lo miré. Estaba inclinado sobre mi hombro, con las manos dobladas sobre el pecho y las puntas de los dedos aleteando, nerviosas. De manera que entendía lo que había pasado… Tal vez no todo, pero sí algo. Lo suficiente. Sabía que habíamos hecho algo horrible. Conocía la tensión que estaba a punto de acabar conmigo.
– Olvídate de lo que pasó -le dije en voz más alta ya, casi con un tono de amenaza-. Olvida todo lo que oíste. Si alguien se entera… Morris, no puedes contárselo a nadie. Nunca.
– Quiero ayudar.
– Nadie puede ayudarme. -La verdad que encerraban aquellas palabras fue como una bofetada. Después añadí, en un tono triste y resignado-: Vete, por favor.
Morris frunció un poco el ceño y agachó la cabeza. Por un momento pareció dolido, pero después dijo:
– Casi he terminado con el fuerte nuevo. Ya veo cómo va a ser.
Después fijó sus ojos abiertos e intensos en mí:
– Lo estoy construyendo para ti, Nolan. Porque quiero que estés mejor.
Dejó escapar un suspiro que sonó parecido a una risa. Por un momento habíamos hablado casi como dos hermanos normales que se quieren y se preocupan el uno del otro, casi como iguales. Durante unos segundos me había olvidado de las fantasías de Morris. Había olvidado que para él la realidad era algo que sólo atisbaba de vez en cuando entre el vaho de su imaginación, de sus ensoñaciones. Para Morris, la única respuesta posible a la infelicidad era construir un rascacielos con hueveras de cartón.
– Gracias, Morris -dije-. Eres un buen chico. Sólo te pido que te mantengas alejado de mi habitación.
Asintió, pero seguía frunciendo el ceño cuando me rodeó y salió al pasillo. Lo vi alejarse escaleras abajo, el tiempo que su sombra de espantapájaros se proyectaba en la pared, creciendo con cada paso que daba hacia la luz del sótano, hacia un futuro que construiría colocando una caja sobre otra.
Morris estuvo abajo hasta la hora de la cena -nuestra madre tuvo que llamarlo a gritos tres veces antes de que subiera-, y cuando se sentó a la mesa tenía las manos manchadas de un polvo blanco parecido a la escayola. Volvió al sótano en cuanto los platos de la cena estuvieron metidos en agua jabonosa dentro del fregadero, y permaneció allí hasta casi las nueve de la noche, y sólo porque mi madre le gritó que era hora de irse a la cama.
Yo pasé una vez por delante de la puerta del sótano, poco antes de irme a la cama, y me detuve un momento. Me había parecido oler a algo que al principio no pude identificar, pegamento, pintura fresca o escayola, o una combinación de las tres cosas.
Mi padre entró en el recibidor golpeando el suelo con los pies. Había caído algo de nieve y venía de barrer los escalones de la entrada.
– ¿A qué huele? -le pregunté arrugando la nariz.
Mi padre se acercó a la escalera que bajaba al sótano y olisqueó.
– Ah sí -dijo-. Morris me comentó que iba a trabajar con papel maché. De lo que es capaz con tal de entretenerse, ¿eh?
Mi madre trabajaba de voluntaria en un hogar de ancianos todos los jueves, leyendo cartas a los residentes con problemas de visión y tocando el piano en la sala de recreo, aporreando las teclas de manera que hasta los sordos pudieran oírla, y esas tardes yo me quedaba a cargo de la casa y de mi hermano. Llegó el jueves. Mi madre no llevaba fuera más de diez minutos cuando Eddie llamó con el puño en la puerta de entrada.
– Eh, colega -dijo-. ¿Sabes una cosa? Mindy Ackers me acaba de dar una paliza en cinco partidas seguidas, así que tengo que devolverle la fotografía. La tienes todavía, ¿no? Espero que me la hayas cuidado bien.
– Encantado de devolverte tu puta foto -le dije algo aliviado al imaginar que sólo había venido para coger la foto y largarse. Por lo general, no era tan fácil librarse de él. Se quitó las botas y me siguió hasta la cocina-. Voy por ella. Está en mi habitación.
– En tu mesilla de noche, supongo, puto salido -dijo Eddie riendo.
– ¿Estáis hablando de la fotografía de Eddie? -preguntó Morris. Su voz parecía subir flotando desde el sótano-. La tengo yo. La estaba mirando. Está aquí abajo.
Esta afirmación probablemente me sorprendió a mí más que a Eddie. Le había dejado muy claro a mi hermano que no debía tocarla y no era propio de él desobedecer una orden directa.
– Morris, te dije que no te acercaras a mis cosas -grité.
Eddie se detuvo en lo alto de las escaleras y miró hacia el sótano con expresión maliciosa.
– ¿Qué haces ahí abajo, pequeño pervertido? -le gritó a Morris.
Éste no contestó y Eddie bajó las escaleras a grandes zancadas, conmigo detrás. Se detuvo tres peldaños antes de llegar abajo y, con los puños apoyados en las caderas, dirigió la vista al sótano.
– ¡Vaya! -dijo-. Mola.
El sótano estaba ocupado de una pared a otra por un enorme laberinto de cajas de cartón. Morris había vuelto a pintarlas todas, y cuando digo todas, quiero decir absolutamente todas. Las que estaban más cerca del pie de las escaleras eran del blanco cremoso de la leche entera, pero conforme la red de túneles se extendía por el resto de la habitación, las cajas eran más oscuras, de un azul pálido, después violeta y más allá de color cobalto. Las más alejadas eran completamente negras y simulaban un horizonte de noche artificial.