Al cabo de un rato se levantó, caminó en silencio hasta su cuarto y se durmió.
El Día de Richard M. Baedecker amaneció cálido y despejado. En la calle zumbaba el tráfico del sábado. El cielo azul bañaba los distantes maizales en una luz quebradiza.
Baedecker hizo dos desayunos, el primero con Ackroyd y su esposa en la espaciosa cocina. El segundo fue con la alcaldesa y los funcionarios del ayuntamiento ante una larga mesa del Parkside Café. Marjorie Seaton parecía la versión pueblerina de Jane Byrne, la ex alcaldesa de Chicago. Baedecker no sabía dónde residía la semejanza, pues la cara de Seaton era ancha y curtida mientras que la de Byrne era estrecha y pálida. Marge Seaton tenía una risa franca y entusiasta que no guardaba ninguna similitud con lo que recordaba de las fruncidas risitas de Byrne. Pero en los ojos de ambas mujeres se vislumbraba algo que a Baedecker le recordaba a las mujeres apaches esperando a que les clavasen estacas a los prisioneros varones para divertirse.
– Todo el pueblo está entusiasmado con esta visita, Dick -dijo Seaton con una sonrisa-. Yo diría que todo el condado. Vendrá gente incluso desde Galesburg.
– Ansío conocerla -dijo Baedecker, jugueteando con sus bizcochos. Al lado, Ackroyd mojaba una tostada en el huevo. La camarera, una mujer menuda de cara demudada llamada Minnie, regresaba a cada momento para llenarles la taza de café como si refinara la definición de camarera con la empecinada repetición de ese único acto.
– ¿Tienen ustedes un programa… un horario? -preguntó Baedecker-. ¿Una especie de orden del día?
– Claro que sí -respondió un hombre delgado con traje de poliéster verde a quien habían presentado como Kyle Gibbons o Gibson-. Aquí tiene. -Extrajo una hoja doblada que alisó frente a Baedecker.
– Gracias.
09.00 – REUNIÓN AYUNTAMIENTO – Parkside (¿Astronauta?)
10.00 – TORNEO VOLEIBOL – (BAILE LEG. AM.)
11.30 – PREPARACIÓN DEL DESFILE (Oeste 5)
12.00 – DESFILE OLD SETTLERS
13.00 – BARBACOA Y EXHIBICIÓN DE TIRO J.G.C. (sheriff Mechan)
13.30 – TORNEO SOFTBOL
14.30 – ESPECTÁCULO BOMBEROS VOLUNTARIOS
17.00 – BARBACOA OPTIMISTAS
18.00 – HORA DE VIVA LA GENTE (camp. coristas)
19.00 – RIFA (alcaldesa Seaton – gimnasio secundaria)
19.30 – ESTRELLAS DE MAÑANA (gimnasio secundaria)
20.00 – DISCURSO DEL ASTRONAUTA
22.00 – FUEGOS ARTIFICIALES J.G.C.
Baedecker alzó los ojos.
– ¿Discurso?
Marge Seaton bebió café y le sonrió.
– Lo que usted diga estará bien, Dick. No se preocupe. A todos nos gustaría oírle hablar del espacio o de la sensación que tuvo al caminar por la Luna. Bastará con veinte minutos, ¿de acuerdo?
Baedecker asintió con la cabeza y a través de la ventana abierta escuchó el aleteo de las hojas en la serena brisa matinal. Entraron algunos niños y pidieron refrescos a voz en cuello en el mostrador. Minnie los ignoró y se apresuró a seguir llenando tazas de café.
La conversación se encauzó hacia temas del ayuntamiento y Baedecker se excusó. Afuera, el calor de la mañana ya se reflejaba en las aceras y comenzaba a ablandar el asfalto de la carretera. Baedecker pestañeó y extrajo sus gafas de aviador del bolsillo de la camisa. Llevaba la camisa de safari de lino blanco, los pantalones tostados de algodón y las botas que había usado en Calcuta unas semanas antes. Le costaba creer que ese mundo de cielo azul y abrasador, escaparates chatos y blancos y carretera desierta pudiera coexistir con el lodo del monzón, las barriadas interminables y la apiñada demencia de la India.
El parque de la ciudad era mucho más pequeño de lo que recordaba. En la memoria de Baedecker el quiosco de la orquesta era un grato mirador Victoriano, pero allí sólo había una losa de cemento plana sobre bloques de escoria volcánica. Dudaba de que el mirador hubiera existido.
Los sábados por la noche, durante los dos veranos que Baedecker vivió allí, un residente rico de Glen Oak -no tenía idea de quién había sido- exhibió películas gratis en ese parque, proyectándolas en tres sábanas clavadas en el flanco del Parkside Café. Baedecker recordaba los noticiarios Movietone, dibujos animados donde nada menos que Bugs Bunny y el pato Donald vendían bonos de guerra, y películas clásicas como Fly By Night, Saps at Sea, Broadway Limited y Once Upon a Honeymoon. Baedecker podía cerrar los ojos y evocar las imágenes fluctuantes, las caras de las familias de granjeros sentadas en los bancos, las mantas y el césped recién cortado, los ruidos de los niños que correteaban entre arbustos cerca del mirador y trepaban a los árboles y, por lo menos una vez, silenciosos relámpagos de calor danzando sobre árboles y escaparates, acercándose mientras las gruesas ramas de los olmos bailaban al ritmo de la brisa que huía de la inminente tormenta. Baedecker recordaba la dulzura de esa brisa que atravesaba kilómetros de maizales maduros. Recordaba el crujido del rayo que, en un perturbador instante de tiempo suspendido antes de que todos buscaran refugio, congeló a personas, coches, bancos, hierba, edificios y a Baedecker mismo en un fogonazo estroboscópico que por un segundo transformó el mundo entero en el cuadro congelado de una película.
Baedecker se aclaró la garganta, escupió y caminó hacia un pedestal de piedra. Tres placas de bronce conmemoraban a hombres de Glen Oak que habían luchado en conflictos que iban desde la guerra con México hasta Vietnam. Las estrellas señalaban a los que habían muerto durante el servicio. Ocho muertos en la Guerra Civil, tres en la Segunda Guerra Mundial, ninguno en Vietnam. Baedecker leyó los catorce nombres enumerados bajo Corea, pero su nombre no figuraba entre ellos. No reconoció a ninguno de los demás, aunque debía de haber ido a la escuela con algunos de ellos. La placa de Vietnam estaba poco gastada por la intemperie y escrita sólo en una tercera parte. Había sitio para más guerras.
Enfrente, una familia de granjeros había bajado de un pequeño camión y miraba el escaparate de la tienda Helmann's Variety. Baedecker recordó que aquel lugar era la tienda Jensen's Dry Goods, un edificio largo y oscuro donde los ventiladores de techo giraban despacio a cinco metros de los polvorientos suelos de madera. La familia señalaba y reía excitadamente. Las aceras empezaron a llenarse de gente. En alguna parte una banda empezó a tocar, calló de golpe, empezó de nuevo y se detuvo con un estrépito de cimbales.
Baedecker se sentó en un banco del parque. Le dolían los hombros por el peso de las cosas. Cerró de nuevo los ojos y trató de evocar la sensación de botar por una llanura resplandeciente y repleta de agujeros mientras la luz arrojaba una aureola sobre el traje blanco y el sistema de soporte vital de Dave. La gravedad era un enemigo menor, y cada movimiento era fluido y grácil como andar de puntillas sobre el fondo de una laguna iluminada por el sol.