El silencio de la multitud se alteró. La sala se llenó de tensión. Desde una de las atracciones una muchacha gritó en un remedo de pánico. El grito se disipó mientras el público esperaba.
– Dejaron huellas en el barro, ¿y después qué? -preguntó Baedecker. Su voz le sonaba extraña incluso a él. Trató de aclararse la garganta y continuó hablando-. Los primeros. Sé que tal vez jadearon en la playa un rato y luego regresaron al mar. Cuando murieron, sus huesos se juntaron con todos los demás en esa viscosidad. Lo sé. No quiero decir eso. -Baedecker se volvió un instante hacia Ackroyd y los demás como pidiendo ayuda, y luego miró de nuevo a la multitud. No reconocía a nadie. No podía fijar la vista. Temía tener la cara empapada en lágrimas pero era incapaz de hacer algo para evitarlo.
– ¿Soñaban? -preguntó Baedecker. Esperó pero no hubo respuesta-. ¿Comprenden ustedes? Ellos vieron las estrellas. Mientras estaban tendidos en la playa, boqueando para respirar, deseando únicamente volver al mar, vieron las estrellas.
Baedecker se aclaró de nuevo la garganta.
– Lo que quiero saber es si… antes de morir… antes de que sus huesos se juntaran con el resto… ¿soñaban? Es decir, claro que soñaban, pero ¿eran diferentes? Los sueños. Lo que trato de decir…
Se interrumpió.
– Creo… -empezó, y calló de nuevo. Giró deprisa y su mano chocó contra el micrófono-. Gracias por asistir hoy -dijo Baedecker, pero miraba hacia otro lado y el micrófono estaba torcido. Nadie oyó esas palabras.
Poco antes de las tres de la mañana, Baedecker se descompuso. Agradeció que hubiera un cuarto de baño frente al dormitorio de invitados. Después de vomitar se cepilló los dientes, se enjuagó la boca y enfiló hacia el cuarto vacío de Terry.
Los Ackroyd se habían acostado horas antes. La casa estaba en silencio, Baedecker cerró la puerta para que no se filtrara la luz y esperó a que despuntaran las estrellas.
Despuntaron. Surgieron una por una de la oscuridad. Había cientos de ellas. El hemisferio soleado de la Tierra, tres diámetros por encima de los picos lunares, también se hallaba salpicado de pintura fluorescente. La superficie lunar fulguraba en un tenue baño de luz terrestre. Las estrellas ardían. Los cráteres arrojaban sombras impenetrables. El silencio era absoluto.
Baedecker se acostó en la cama del chico, tratando de no arrugar el cubrecama. Pensó en el día siguiente. Cuando llegara a Chicago y se registrara, buscaría a Borman y Seretti. Con suerte podrían reunirse esa noche para una cena informal y tratar el asunto del Air Bus antes del comienzo de la convención.
Después de la cena, Baedecker llamaría a Cole Prescott a su casa de St. Louis. Le diría que renunciaba y buscaría la manera más rápida de mudarse. Baedecker quería estar fuera de St. Louis a principios de septiembre, de ser posible el Día del Trabajo.
¿Y después qué? Baedecker miró la Tierra que brillaba en un cielo cuajado de estrellas. Los remolinos de las masas nubosas eran brillantes. Cambiaría su Chrysler Le Barón de cuatro años por un coche deportivo. Un Corvette. No, algo tan elegante y potente como un Corvette pero con una verdadera caja de cambios. Una máquina veloz y agradable de conducir. Baedecker sonrió ante la profunda simplicidad de todo.
¿Y después qué? Más estrellas se volvían visibles a medida que se le adaptaban los ojos. «El chico debe de haber trabajado horas», pensó Baedecker mirando el cielo raso, viendo galaxias distantes que se resolvían en grandes y relucientes manojos de estrellas. Se dirigiría al oeste. Hacía muchos años que Baedecker no atravesaba el continente en automóvil. Visitaría a Dave en Salem, pasaría un tiempo con Tom Gavin en Colorado.
«¿Y después qué?» Baedecker se apoyó la muñeca en la frente. Oía voces, pero la interferencia de fondo las volvía ininteligibles. Pensó en lápidas grises en la hierba y en formas oscuras escurriéndose entre los amortiguadores oxidados de un Hudson 38. Pensó en la luz del sol reflejada en la torre de agua de Glen Oak y en la terrible belleza de su hijo recién nacido. Pensó en la oscuridad. Pensó en las luces de la noria girando silenciosamente en la noche.
Más tarde, cuando Baedecker cerró los ojos para dormirse, las estrellas seguían ardiendo.
TERCERA PARTE – UNCOMPAHGRE
– ¿Todos preparados para escalar la montaña?
Richard Baedecker y los otros tres excursionistas dejaron de examinar mochilas y cinturones para mirar a Tom Gavin. Gavin era un hombre bajo, de apenas un metro sesenta, con cara larga, pelo negro cortado al cepillo y mirada penetrante. Cuando hablaba, aun para formular una simple pregunta, la voz le brotaba del cuerpo menudo, tensa como un cable.
Baedecker asintió y se inclinó para acomodarse el peso de la mochila. Intentó abrocharse el cinturón acolchado una vez más, pero no pudo. La anchura del estómago de Baedecker y la corta longitud del cinturón se combinaban para impedir que los dientes de metal mordieran el entramado.
– Demonios -masculló Baedecker, guardando el cinturón. Se las apañaría con las correas del hombro, aunque el peso de la mochila ya le empezaba a causar dolor en un nervio del cuello.
– ¿Deedee? -preguntó Gavin. El tono de voz le recordó a Baedecker los miles de chequeos que él y Gavin habían realizado durante las simulaciones.
– Sí, querido. -Deedee Gavin tenía cuarenta y cinco años, igual que el esposo, pero había entrado en ese limbo sin edad, típico de algunas mujeres, entre los veinticinco y los cincuenta. Era rubia y delgada, y aunque animosa, su voz y sus movimientos no revelaban esa tensión controlada que caracterizaban el comportamiento del esposo. Gavin siempre fruncía el ceño como si le preocupara algo o luchara internamente con un enigma. Deedee Gavin no daba indicios de tal inquietud o actividad intelectual. De las varias esposas de astronautas que Gavin había conocido, Deedee Gavin siempre le había parecido la menos adaptada. La ex esposa de Baedecker, Joan, había pronosticado el divorcio inminente de los Gavin casi veinte años antes, cuando ambas parejas se conocieron en la base Edwards de la Fuerza Aérea en la primavera de 1965.
– ¿Tommy? -preguntó Gavin.
Tom Gavin hijo desvió los ojos y movió la cabeza. Llevaba pantalones cortos de algodón raídos y una camiseta azul y blanca de la Cruzada Universitaria por Cristo. El muchacho medía uno sesenta y seguía creciendo. En ese momento la cólera parecía pesarle como una segunda mochila.
– ¿Dick?
– Sí -dijo Baedecker. En su mochila naranja llevaba una tienda, comida y agua, ropa y equipo impermeable, un calentador portátil y combustible, equipo para cocinar y botiquín de primeros auxilios, cuerda, linterna, insecticida, un saco de dormir Fiberfill y mantas, colchoneta de espuma y otros elementos de montaña. Por la mañana, en la balanza del baño de los Gavin, pesaba catorce kilos, pero Baedecker estaba seguro de que alguien había añadido subrepticiamente una gran colección de piedras. El nervio dolorido del cuello le vibraba como una cuerda de guitarra demasiado tensa. Baedecker se preguntaba qué ruido haría al partirse-. Preparado -dijo.
– ¿Señorita Brown?
Maggie dio un último tirón a la correa de su mochila y sonrió. Para Baedecker fue como si el sol hubiera asomado detrás de una nube, aunque el cielo de Colorado había estado despejado todo el día.
– Preparada. Llámame Maggie, Tom.
Se había cortado el pelo desde que Baedecker la vio en la India tres meses antes. Llevaba pantalones cortos de algodón y una fina camisa escocesa sobre un top verde. Tenía las piernas bronceadas y musculosas. Maggie llevaba la carga más ligera, ni siquiera una mochila dura, tan sólo una de esas mochilas de lona con un saco de dormir atado detrás. Maggie era la única que calzaba zapatillas deportivas, los demás llevaban botas de montaña. Parecía que en cualquier momento echaría a volar como un globo mientras los otros seguían trajinando como buzos en el fondo del mar.