– Bien -dijo Gavin-, en marcha. -Echó a andar vivazmente dejando atrás el coche aparcado.
Por encima del prado la carretera se transformaba en una senda que serpeaba entre pinos, abetos y álamos. Deedee se daba prisa para seguirle el ritmo al esposo. Maggie adoptó un paso tranquilo a cierta distancia. Baedecker se esforzaba para no quedar a la zaga, pero al cabo de trescientos metros de colina ya se tambaleaba y tenía la cara roja, y sus pulmones se esforzaban para hallar más oxígeno del que había en el aire a tres mil metros. El hijo de Tom se distanció aún más, arrojando piedras a un árbol o tallando algo en un álamo con su cuchillo.
– Vamos, mantengamos el paso -llamó Gavin desde el siguiente recodo-. Ni siquiera hemos llegado a la senda.
Baedecker asintió con la cabeza, demasiado agitado para hablar. Maggie se volvió y bajó hacia él. Baedecker se enjugó la cara, se acomodó la mochila contra la camisa sudada y se asombró de la insensatez de bajar una cuesta cuando tendrían que seguir subiendo.
– Hola -dijo Maggie.
– Hola -resolló Baedecker.
– No falta mucho para el campamento. El sol estará detrás del risco en cuarenta y cinco minutos. Además, esta noche nos interesa llegar a la parte baja del desfiladero, pues el terreno se vuelve muy empinado en tres kilómetros.
– ¿Cómo lo sabes?
Maggie sonrió y se caló un mechón de pelo detrás de la oreja. Baedecker recordaba bien ese gesto. Le alegraba ver que el pelo más corto no había eliminado la necesidad del ademán.
– He ojeado el mapa topográfico que Tom te enseñó anoche en Boulder -dijo.
– Oh -exclamó Baedecker. La repentina aparición de Maggie en casa de los Gavin lo había desconcertado tanto que no había prestado mucha atención al mapa. Se ajustó las correas del hombro y echó a andar cuesta arriba. De inmediato el corazón empezó a martillearle, y sus tensos pulmones no encontraban oxígeno.
– ¿Qué le ocurre? -preguntó Maggie.
– ¿A quién? -Baedecker se concentró en el movimiento de los pies. No recordaba haber pedido suelas de plomo al comprar esas botas la semana anterior, pero eso le habían dado.
– Él -dijo Maggie, cabeceando hacia atrás. El pequeño Tom miraba hacia atrás, las manos hundidas en los bolsillos de las caderas.
– Problemas con la novia -explicó Baedecker.
– Qué lástima -dijo Maggie-. ¿Le ha abandonado o qué?
Baedecker se detuvo de nuevo y aspiró varias bocanadas profundas. No parecía servir de mucho. Le retumbaban tambores en los oídos.
– No. Tom y Deedee decidieron que se estaba poniendo muy serio y cortaron la relación. Tommy no está autorizado para verla cuando regrese.
– ¿Muy serio?
– El sexo prenupcial asomando su fea cabezota -aclaró Baedecker.
Maggie miró a Tommy.
– Por todos los santos -dijo-. Debe de tener diecisiete años.
– Casi dieciocho -dijo Baedecker, poniéndose en marcha, tratando de recobrar el aliento, que no llegaba nunca-. Casi tu edad, Maggie.
Ella hizo una mueca.
– No, no, inténtalo de nuevo. Tengo veintiséis y lo sabes, Richard.
Baedecker cabeceó y trató de apurar el paso para que Maggie no se sintiera obligada a andar despacio.
– Oye -dijo ella-, ¿dónde está tu cinturón? Es una ayuda con esa mochila que llevas. No sientes todo el peso en el hombro.
– Roto -dijo Baedecker. Escrutó a través de la arboleda y vio a Tom y Deedee dos recodos por delante, avanzando deprisa.
– ¿Aún estás enfadado? -preguntó Maggie. La voz le había cambiado un poco, un registro más bajo. El sonido aceleró aún más la palpitaciones de Baedecker.
– ¿Enfadado por qué?
– Ya sabes. Por presentarme sin que me hubieran invitado. Por venir a pasar el fin de semana con tus amigos.
– Claro que no -dijo Baedecker-. Toda amiga de Scott es bienvenida.
– Eso ha quedado atrás -aclaró Maggie-. No he volado hasta aquí desde Boston sólo porque era amiga de tu hijo. Las clases ya han comenzado.
Baedecker asintió. Scott se habría licenciado ese año si no hubiera abandonado los estudios para ir a quedarse con ese gurú indio. Baedecker sabía que Maggie tenía cuatro años más que Scott. Después de graduarse en Wellesley pasó dos años en el Cuerpo de Paz y ahora terminaba sus estudios de sociología.
Salieron a un claro en una ancha curva y Baedecker se detuvo y fingió que apreciaba la vista del desfiladero y los picos circundantes.
– Me encantó la cara que pusiste cuando aparecí anoche -dijo Maggie-. Pensé que se te caería la dentadura.
– Mi dentadura no es postiza -dijo Baedecker. Se acomodó la mochila y ajustó una correa-. No toda, al menos.
Maggie se echó a reír. Se frotó el brazo tostado con los dedos frescos y empezó a andar por el sendero, se detuvo para llamarlo y echó a correr de nuevo. «Correr. Cuesta arriba.» Baedecker cerró los ojos un segundo.
– Vamos, Richard -llamó ella-. Apresurémonos. Así podremos acampar y cenar.
Baedecker abrió los ojos. El sol aureolaba a Maggie con su resplandor, dorándole el vello de los brazos.
– Continúa -dijo Baedecker-. Llegaré allí dentro de una semana.
Ella rió y corrió cuesta arriba, indiferente a la gravedad que pesaba tanto sobre Baedecker. Él la miró un minuto y continuó, andando a mejor paso, sintiendo que el peso de la espalda se le aligeraba mientras ascendía hacia la cúpula del cielo azul de Colorado.
Para Baedecker, lo mejor de la vida en St. Louis había sido dejarla.
Renunció a su puesto en la compañía aeroespacial donde había trabajado ocho años cuando su sensación de inutilidad quedó confirmada accidentalmente por el modo en que su jefe, Cole Prescott, le dejó ir con profundo y sincero pesar pero sin necesidad de un período intermedio para instruir a un sustituto. Baedecker vendió su casa a la empresa que la había construido, vendió la mayor parte de sus muebles, almacenó sus libros, papeles y el escritorio que Joan le había regalado al cumplir los cuarenta, se despidió con unas copas de sus pocos conocidos y amigos -la mayoría trabajaban para la compañía- y se marchó hacia el oeste una tarde tras haber desayunado en el restaurante Three Flags de St. Charles, en la otra margen del Missouri.
Había tardado menos de tres días en liquidar su vida en St. Louis.
Llegó a Kansas City en la hora punta. La marea de tráfico no lo molestó mientras se reclinaba en la tapicería de piel y escuchaba música clásica en la emisora FM del coche. Había planeado vender el Chrysler Le Barón y conseguir un automóvil más rápido y más pequeño -un Corvette o un Mazda RX-7-, esos vehículos de alto rendimiento que había conducido veinte años atrás cuando se preparaba para una misión o pilotaba aviones experimentales, pero en el último momento comprendió que sería un lugar común -el hombre maduro buscando la juventud perdida en un nuevo coche deportivo- y conservó el Le Barón. Ahora se relajaba disfrutando de la tapicería y el aire acondicionado y escuchando Música Acuática de Händel mientras dejaba atrás Kansas City y sus elevadores de granos y enfilaba hacia el sol que se ponía en el oeste y hacia las inmensas praderas.
Pasó la noche en Russell, Kansas, tras encontrar un motel barato lejos de la carretera interestatal. El letrero exterior decía TV CABLE – CAFÉ GRATIS. Las viejas cabañas no tenían aire acondicionado, pero eran limpias y tranquilas y estaban bajo grandes árboles que arrojaban charcos de sombra en el crepúsculo. Baedecker se duchó, se cambió la ropa y fue a caminar. Cenó en un banco del parque de la ciudad, compró dos perritos calientes y un café en un puesto situado detrás del campo de béisbol. En la mitad del segundo partido despuntó una luna naranja y pálida. Por costumbre, Baedecker miró hacia arriba tratando de hallar las colinas Marius en el Oceanus Procellarum del oeste, pero ese lugar estaba en sombras. La velada tenía un aire tristón de fin de temporada. Habían transcurrido cuatro días desde el Día del Trabajo, y a pesar de la última oleada de calor estival y del torneo de softbol, los niños regresaron a la escuela, se cerró la piscina de la ciudad y los maizales se volvían cada vez más amarillos y quebradizos con la cercanía de la cosecha.