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– Sí, Tom, pero el escáner lee las marcas de mis latas de sopa y los paquetes de Tater Tots, no de mi frente.

– Tatuajes láser -dijo Gavin-. El profesor R. Keith Farrell de la Universidad Estatal de Washington desarrolló una pistola de tatuaje láser hace varios años, para registrar pescados. Es rápida, tarda menos de un microsegundo, es inocua y puede ser invisible excepto para los escáners UV. Los cheques de seguridad social ya tienen una F o una H debajo de su código de computación. Sin duda alude a «frente» o «mano». El próximo paso consistirá en que el gobierno comience a marcar a los beneficiarios de seguridad social para efectuar la identificación y la codificación con rapidez.

– Eso sería útil para volver a entrar en conciertos de rock -dijo Maggie.

Deedee se inclinó hacia la luz roja de la fogata moribunda. Habló en voz baja.

– «Si cualquier hombre adorare la bestia y su imagen, y recibiere su marca en la frente, o en la mano, el mismo beberá el vino de la ira de Dios; y será atormentado con fuego y azufre en presencia de los sagrados ángeles, y en presencia del Cordero; y el humo de su tormento asciende para siempre: y no descansan de día ni de noche quienes adoran la bestia y su imagen, y quienes reciben la marca de su nombre.» -Deedee sonrió tímidamente-. Apocalipsis catorce: nueve a once.

– Cielos -exclamó Maggie con admiración-, ¿cómo memorizas todo eso? Yo no pude memorizar las dos primeras estrofas de Thanatopsis en la escuela secundaria.

Gavin extendió el brazo y cogió la mano de Deedee.

– Quizá sea más fácil memorizar Juan tres: dieciséis, diecisiete -dijo-. «No hallo placer en la muerte de los malvados. Creed en el Señor Jesucristo y seréis salvos. Pues Dios no envió a Su Hijo al mundo para condenar el mundo, sino para que a través de Él se salvara el mundo.»

Unos goterones sisearon en el fuego. Baedecker miró hacia arriba. Las estrellas había desaparecido, el cielo estaba tan oscuro como las negras paredes del desfiladero.

– Demonios -dijo-, esta noche quería dormir fuera.

Baedecker se tendió en la pequeña tienda y pensó en su divorcio. Era un tema sobre el que rara vez reflexionaba; los recuerdos eran tan confusos y dolorosos como los de esos dos meses que había pasado en el hospital después de estrellar un F-104 en 1962. Cambió de posición, pero el suelo tosco se le incrustó en el cuerpo a través del saco de dormir y la colchoneta de espuma. Tommy roncaba a su lado. El muchacho apestaba a vino y marihuana. Afuera, unos goterones rebotaron en la tienda, y el río Cimarrón, no mayor que un arroyo, gorgoteaba a pocos metros.

El divorcio de Baedecker había finalizado en agosto de 1986, dos meses antes de que cumplieran 28 años de matrimonio. Baedecker había volado a Boston para las formalidades, llegando un día antes para alojarse en la casa de Carl Bumbry. Había olvidado que la esposa de Carl había sido más amiga de Joan que Carl de él. Pasó la noche siguiente en el Holiday Inn de Cambridge.

Dos horas antes de asistir al tribunal, Baedecker se puso su mejor traje de verano de tres piezas. A Joan le agradaba el traje. Le había ayudado a escogerlo dos años antes. Minutos antes de salir, Baedecker comprendió que sabía exactamente qué vestido llevaría Joan. No se compraría uno nuevo, porque no lo volvería a llevar nunca. Tampoco llevaría su vestido blanco favorito ni el formal traje verde. El vestido de algodón rojo sería suficientemente ligero y formal para este día. A Baedecker no le gustaba ese vestido.

Al momento se puso zapatillas, pantalones cortos de tenis y una camiseta azul. Se calzó una muñequera manchada de sudor y arrojó la raqueta y un tubo de pelotas en el asiento trasero del coche alquilado. Antes de ir al tribunal, llamó a Carl Bumbry y lo citó para jugar un partido a las cuatro y media en el club de Carl, inmediatamente después del trámite de divorcio.

Joan llevó el vestido rojo. Baedecker habló con ella antes y después de la breve ceremonia, pero mas tarde no pudo recordar nada de lo que se habían dicho. Recordaba el resultado del partido de tenis -Carl había ganado 6-0, 6-3, 6-4- y los detalles de cada set del juego. Después Baedecker se duchó, se cambió de ropa, arrojó sus prendas en su vieja bolsa militar de vuelo y enfiló hacia Maine.

Fue solo a la isla de Monhegan; luego comprendió por qué Joan siempre había querido ir allí. Mucho antes de la mudanza a Boston, incluso durante los intensos días de Houston, Joan había deseado pasar un tiempo en la pequeña isla de la costa de Maine. Nunca dispusieron de ese tiempo.

Baedecker recordaba la imagen de su llegada al cabo de una hora de navegación en el Laura B. La pequeña nave había entrado en un denso banco de niebla a un par de kilómetros de la costa y el agua perlaba los cables y aparejos de la embarcación. La gente dejó de conversar; también los jóvenes que jugaban cerca de la proa apagaron sus gritos y exclamaciones. Los últimos diez minutos del viaje transcurrieron en silencio. Pasaron frente a los dos espigones de cemento y entraron en la bahía. Las casas de tejas grises y los muelles goteantes aparecían y desaparecían mientras la niebla oscilaba, se esfumaba y volvía. Las gaviotas revoloteaban sobre la estela del barco, rasgando el silencio con sus graznidos. Baedecker estaba solo cerca de la baranda de babor cuando vio a la gente de pie en el muelle. Al principio dudó de que fueran personas, estaban tan tiesas. De pronto se levantó la niebla y pudo distinguir las coloridas camisas deportivas, los sombreros veraniegos, incluso el modelo de las cámaras que les colgaban del cuello.

Baedecker sintió una extraña sensación. Luego supo que el grupo se reunía dos veces al día para recibir al barco: turistas que regresaban a tierra firme, isleños que recibían a sus huéspedes, gente de vacaciones aburrida por la falta de electricidad, todos esperaban para ver el barco. Pero aunque Baedecker pasó tres días en la isla, leyendo, durmiendo, explorando las sendas y esos bosques mágicos, más tarde sólo recordaría la imagen del muelle y la niebla y las figuras silenciosas. Era una escena del Hades, con las sombras de los muertos esperando pasivamente a los nuevos difuntos. A veces, especialmente cuando estaba cansado y tentado de evocar detalles del divorcio y el doloroso año anterior, soñaba que en ese muelle, entre la niebla, vislumbraba una forma gris en una bruma gris, esperando.

La lluvia cesó. Baedecker cerró los ojos y escuchó el rumor del río sobre los guijarros del cauce. En alguna parte del bosque ululó un búho, pero Baedecker creyó oír el graznido de las gaviotas llamando por encima del mar.

Tommy estaba vomitando cuando Baedecker despertó. El chico había logrado asomar la cabeza y los hombros fuera de la tienda. Ahora pataleaba y arqueaba la espalda con cada serie de espasmos.

Baedecker se puso la camisa y los vaqueros y abrió la otra ala de la entrada. Eran casi las siete pero la luz del sol aún no llegaba al desfiladero, y el aire era frío y cortante. Tommy había terminado de vomitar y se apoyaba la cara en el brazo. Baedecker se arrodilló junto a él y le preguntó si podía ayudarlo, pero Deedee se acercaba para ayudarlo y frotaba la cara del chico con un pañuelo húmedo, murmurando frases tranquilizadoras.

Minutos después, Maggie se reunió con Gavin y Baedecker ante la fogata. Tenía la cara rosada, pues se había lavado en la helada corriente, y el pelo corto se veía recién cepillado. Llevaba pantalones cortos caqui y una camisa roja brillante.

– ¿Qué le ocurre a Tommy? -preguntó mientras aceptaba agua caliente y ponía café instantáneo en la taza.

– Mal de altura -sugirió Baedecker.

– No ha sido la altura -dijo Gavin-. Tal vez algo que esos hippies le dieron anoche. -Señaló el otro lado del prado, donde el suelo chamuscado y la hierba pisoteada eran el único indicio de que alguien había estado allí.

– ¿Cuándo se fueron? -preguntó Maggie.