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Vio los aparatos dorados y plateados que habían dejado él y su amigo, metal muerto, ya inservible. Años de días tórridos y noches gélidas habían extinguido su ínfimo calor y su obtusa actividad. Pero también vio las cosas más importantes que ambos habían dejado, no la bandera caída ni las máquinas polvorientas, sino sus huellas, profundas y marcadas como cuando se habían ido, y algunos objetos que recibían la luz del sol naciente: una pequeña fotografía, una hebilla frente a la Tierra en cuarto creciente.

Y antes de regresar, tiritando, Baedecker vio algo más. En el límite entre luz y oscuridad, donde afiladas sombras negras abrían agujeros en el tenue claro de Tierra, Baedecker vio las luces. Hileras de luces. Círculos de luces. Luces de ciudades, carreteras, canteras y comunidades, algunas dentro de excavaciones, otras extendiéndose orgullosamente sobre el oscuro mare y las tierras altas, esperando tenazmente el alba.

Y luego Baedecker regresó. Se detuvo varias veces, braceando para mantenerse en su sitio, pero permitiendo que el gran tirón de la Tierra lo arrastrase suave e inexorablemente. Sólo al final, conteniendo el aliento, flotando encima del monte y viendo la camioneta azul que se detenía, viendo a la joven que salía y echaba a correr sendero arriba, sólo entonces aceptó plenamente el tirón de la Tierra, y vio con nitidez que era algo más que la obtusa llamada de la materia a la materia. Al comprenderlo, Baedecker sintió esa energía dentro de sí mismo, atravesándolo y brotando de él, eslabonando personas y cosas.

Aún mientras revoloteaba sintió el retorno de la tibieza del sol en la cara, supo que dormía, oyó la voz familiar que lo llamaba desde lejos, y supo que en un segundo despertaría, se levantaría y respondería a la llamada de Maggie. Pero por unos segundos se contentó con quedarse allí, ni libre ni sujeto a la Tierra, esperando, sabiendo que había mucho que aprender, feliz de estar esperando, ansiando ese aprendizaje.

Luego tocó la montaña, sonrió y abrió los ojos.

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