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– Apuesto a que no reconoce el lugar -dijo Ackroyd-. ¿Cuánto hace que no viene, Dick?

Glen Oak apareció como una borrosa arboleda, se resolvió en un apiñamiento de casas blancas, se ensanchó llenando el parabrisas. La carretera viró de nuevo dejando atrás una gasolinera Sunoco, una casa de ladrillos (Baedecker recordó que su madre le había contado que había sido una estación del «ferrocarril subterráneo», la organización blanca que ayudaba a escapar a los esclavos negros del Sur) y un letrero blanco que decía:

GLEN OAK, POBLACIÓN 1275, VELOCIDAD MEDIDA ELÉCTRICAMENTE.

– Desde el 56 -dijo Baedecker-. No, 1957. Los funerales de mi madre. Murió un año después de fallecer mi padre.

– Están sepultados en el cementerio Calvary -dijo Ackroyd, como si le revelara algo nuevo.

– Sí.

– ¿Quiere pasar por allí? ¿Antes de que oscurezca? No me molesta esperar.

– No. -Baedecker echó un rápido vistazo a la izquierda, horrorizado ante la idea de visitar la tumba de sus padres mientras Bill Ackroyd esperaba en su Bonneville-. No, gracias, estoy cansado. Me gustaría ir al motel. ¿El que está al norte de la ciudad todavía se llama Day's End Inn?

Ackroyd rió y palmeó el volante.

– Cielos, ¿ese viejo tugurio? No, señor, lo demolieron en el 62, cuando Jackie y yo nos mudamos aquí desde Lafayette. No, el lugar más cercano es el Motel Six, en la 74, cerca de la salida de Elmwood.

– Está bien -dijo Baedecker.

– Oh, no -dijo Ackroyd con expresión consternada-. Habíamos planeado que se quedara con nosotros, Dick. Nos sobra lugar, y lo hemos confirmado con Marge Seaton y el consejo. El Motel Six se halla lejos de todo, a veinte minutos por el camino duro.

El camino duro. Así llamaban en Glen Oak a la carretera asfaltada que también hacía las veces de calle mayor. Hacía cuatro décadas que Baedecker no oía esa expresión. Meneó la cabeza y miró por la ventanilla mientras avanzaban despacio por esa calle mayor. El distrito comercial de Glen Oak tenía dos manzanas y media. Las aceras eran franjas de cemento de tres niveles. Los escaparates estaban a oscuras, y los aparcamientos diagonales se hallaban vacíos excepto por algunos camiones frente a un bar, cerca del parque. Baedecker trató de asociar las imágenes de esos edificios de frente chato con sus recuerdos, pero encontró pocos elementos comunes, sólo la vaga sensación de estructuras desaparecidas, como orificios en una sonrisa otrora familiar.

– Jackie ha conservado la comida tibia, pero podríamos ir a Old Settlers y tomar pescado frito si le gusta.

– Estoy muy cansado -dijo Baedecker.

– De acuerdo. Entonces mañana nos encargaremos de las formalidades. De todos modos, Marge estaría demasiado atareada esta noche, con la rifa y todo eso. Mi hijo Terry se muere por conocerle. Está realmente deslumbrado… Usted ya entiende. A Terry le entusiasma el espacio y todo eso. Fue Terry precisamente quien preparó un informe para la escuela el año pasado y recordó que usted había vivido aquí por un tiempo. A decir verdad, eso me dio la idea de que usted fuera huésped de honor en el Old Settlers. Terry estaba muy contento de que hubiera nacido aquí. Claro que Marge habría adorado la idea de todos modos pero, sabe usted, para mi hijo significaría mucho que pasara las dos noches con nosotros.

Aunque se movían a muy poca velocidad, ya habían recorrido toda la calle mayor de Glen Oak. Ackroyd viró a la derecha y se detuvo cerca de la iglesia católica. Era un parte de la ciudad que Baedecker rara vez recorría cuando niño porque Chuck Compton, el matón de la escuela, vivía allí. Era la única parte del pueblo donde había ido al regresar para las exequias de sus padres.

– No nos molestaría en absoluto -dijo Ackroyd-. Sería un gran honor recibirlo, y es probable que el Motel Six esté lleno de camioneros a esta hora del viernes.

Baedecker miró la iglesia marrón. La recordaba mucho más grande. Se sintió embargado por una extraña laxitud. El calor estival, las largas semanas de viaje, la decepción de ver a su hijo en el ashram de Poona, todo conspiraba para reducirlo a un estado de triste pasividad. Baedecker reconoció esa sensación, pues la había experimentado en sus primeros meses como marine en el verano de 1951. También cuando Joan lo abandonó los primeros meses.

– No quiero ser una molestia -dijo.

Ackroyd sonrió aliviado y cogió el brazo de Baedecker un segundo.

– No es ninguna molestia. Jackie ansia conocerle, y Terry nunca olvidará la visita de un verdadero astronauta.

El coche avanzó despacio entre estrías de luz crepuscular que alternaban con franjas de sombra.

Los murciélagos habían salido cuando Baedecker fue a caminar una hora después. Sus vibrantes aleteos se perfilaban contra la opaca cúpula del cielo nocturno. El sol había desaparecido pero el día se aferraba a la luz como Baedecker en su infancia, en una similar noche de agosto, se había aferrado a las últimas semanas de las vacaciones de verano. Tardó sólo unos minutos en llegar caminando a la parte vieja de la ciudad, su parte de la ciudad. Se alegraba de estar fuera y a solas.

Ackroyd vivía en un complejo de veinte casas en la esquina noreste del pueblo, donde Baedecker sólo recordaba parcelas y un arroyo donde cazaban ratas almizcleras. La casa de Ackroyd era de un estilo seudohispánico, con una lancha y un remolque en el garaje y una caravana en la calle. El interior se hallaba abarrotado de pesados muebles Ethan Allen. Jackie, la esposa de Ackroyd, llevaba una apretada permanente, tenía arrugas alrededor de los ojos y un labio superior prominente que daba la agradable sensación de una sonrisa constante. Era unos años más joven que el esposo. Terry, el único hijo, era un niño pálido de trece o catorce años, tan flaco y callado como corpulento y parlanchín su padre.

– Saluda al señor Baedecker, Terry. Vamos, cuéntale cuánto has esperado este momento. -La manaza de Ackroyd impulsó al niño hacia delante.

Baedecker se inclinó pero no pudo hallar la mirada del niño, y en la palma abierta sólo sintió un breve contacto de dedos húmedos. El pelo castaño de Terry le tapaba los ojos como una visera. El niño masculló algo.

– Encantado de conocerte -dijo Baedecker.

– Vamos, Terry -apuntó su madre-, enseña al señor Baedecker el cuarto de invitados. Luego enséñale tu cuarto. Sin duda le interesará mucho. -La madre sonrió y Baedecker recordó las primeras fotos de Eleanor Roosevelt.

El niño lo condujo escaleras abajo, saltando los escalones de dos en dos. El cuarto de huéspedes estaba en el sótano. Disponía de cuarto de baño y la cama parecía confortable. La habitación del niño se encontraba junto a una extensa sala enmoquetada, quizá pensada como cuarto de juguetes.

– Supongo que mamá quería que le enseñara esto -murmuró Terry, y encendió una luz opaca. Baedecker miró el interior, parpadeó y avanzó un paso para mirar de nuevo.

Había una sola cama, hecha con pulcritud, un pequeño escritorio, una minicadena estéreo y tres paredes oscuras con estantes, carteles, algunos libros, diversas naves hechas a escala, todos los objetos habituales del cuarto de un adolescente. Pero la cuarta pared era distinta.

Una foto del Apollo 8, una de las fotos de la Tierra tomadas con la cámara externa en la primera y tercera órbita lunar. La foto, en su momento, cautivó la imaginación del mundo, pero se había abusado tanto de ella que Baedecker ya no le prestaba atención. Pero aquí era diferente. La foto ampliada formaba un empapelado del suelo al cielo raso, y de lado a lado del cuarto. La Tierra era de un vibrante color azul y blanco, el cielo negro, el primer plano un gris opaco. Era como si el cuarto del niño diera sobre la superficie lunar. Las paredes oscuras y la luz pálida reforzaban esa ilusión.

– Idea de mamá -murmuró el niño. Tocó nervioso una pila de cintas sobre el escritorio-. Creo que la consiguió en una liquidación.

– ¿Has construido tú las naves? -preguntó Baedecker. Los estantes estaban cubiertos de naves espaciales de plástico gris, las naves mastodónticas de Star Wars, Star Trek y Battlestar Galactica. En un rincón dos grandes transbordadores espaciales colgaban de un hilo oscuro.

El niño movió los hombros y las manos, un gesto conciso y adusto como el de Scott, el hijo de Baedecker, después de sus errores cometidos en la Pequeña Liga.

– Papá ayudó.

– ¿Te interesa el espacio, Terry?

– Sí. -El niño titubeó y miró a Baedecker con un destello de repentino coraje en los ojos oscuros-. Es decir, me interesaba. Cuando era más pequeño. Todavía me gusta, sí, pero son cosas de chicos. Lo que me interesa ahora es ser principal guitarrista de un grupo como Twisted Sister. -Calló y clavó los ojos en Baedecker.

Baedecker no pudo contener una sonrisa. Tocó el hombro del chico brevemente, con firmeza.

– Bien. Bien. Vamos arriba, ¿quieres?

Las calles estaban oscuras excepto por algunos faroles y el centelleo azulado de los televisores en las ventanas. Baedecker aspiró el aroma de la hierba recién cortada y los lejanos campos. Las estrellas vacilaban en aparecer. A excepción de algún coche que pasaba por el «camino duro», una calle hacia el oeste, el único ruido era el chachareo sofocado pero excitado de los televisores. Baedecker recordó el sonido de las radios de consola a través de esos mismos canceles y ventanas. Las voces radiales tenían más autoridad y profundidad.