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A pesar de su nombre, Glen Oak -Roble del Vallecito- nunca había tenido muchos robles, pero en los años 40 albergaba gran cantidad de olmos gigantes, árboles increíblemente macizos que arqueaban sus gruesas ramas en un enrejado que transformaba incluso la calle lateral más ancha en un túnel de luces y sombras. Los olmos eran Glen Oak. Incluso un niño de diez años lo había notado mientras iba en bicicleta al centro en un atardecer estival, pedaleando con furia hacia el oasis de los árboles y la cena del sábado.

Ahora los olmos habían desaparecido. Baedecker supuso que diversas epidemias los habían diezmado. Las anchas calles estaban abiertas al cielo. Todavía quedaba una proliferación de árboles pequeños. En la brisa, las hojas bailaban frente a los faroles y arrojaban sombras sobre la acera. Viejas casas apartadas de las aceras aún tenían pisos altos protegidos por un follaje susurrante. Pero los olmos gigantes de la infancia de Baedecker ya no estaban. Se preguntó si la gente que regresaba a sus antiguos hogares de los pueblos pequeños de toda la región había reparado en esta pérdida. Como el olor de las hojas quemadas en otoño, era algo que su generación echaba de menos.

Los murciélagos bailaban esquivamente contra un cielo violáceo. Algunas estrellas empezaban a despuntar. Baedecker entró en un patio escolar que ocupaba una manzana entera. La alta y vieja escuela elemental, cuyo derruido campanario había albergado a los ancestros de muchos de los murciélagos de esa noche, había sido demolida tiempo atrás y reemplazada por un apiñamiento de cajas de ladrillo y vidrio, al pie de otra caja de ladrillo y vidrio más grande que llenaba buena parte de la manzana. Baedecker sospechó que el edificio más grande era el gimnasio de la nueva escuela. En su época la escuela elemental no tenía gimnasio; cuando necesitaban uno, caminaban dos calles hasta la escuela secundaria. Baedecker recordó que la escuela vieja se alzaba en medio de hectáreas de hierba, media docena de campos de béisbol y dos áreas de juego, una para niños pequeños y otra con un gran tobogán para los grados superiores. Todo el conjunto se hallaba custodiado por una alta arboleda que se erguía alrededor de la manzana. Ahora los edificios bajos y el monstruoso gimnasio ocupaban la mayor parte del espacio. No había árboles. Los campos de juego eran sólo una franja de asfalto y una estructura de madera semejante a una cárcel militar, construida en un cuadrado de arena. Baedecker fue hasta allí y se sentó en un nivel inferior de la estructura, que le evocaba una horca mal diseñada.

Enfrente veía su antigua casa. Aun en el desleído crepúsculo observaba que no había sufrido muchos cambios. La luz se derramaba por las ventanas de ambos pisos. Un buen revestimiento de madera reemplazaba las viejas chillas. Habían añadido un garaje y una calzada de asfalto que sustituía la vieja calzada de grava. Baedecker sospechó que el cobertizo detrás de la casa ya no estaría. Cerca del frente crecía un abedul que antes no existía. Baedecker hurgó en su memoria tratando en vano de recordar en aquel lugar un árbol joven. Luego comprendió que lo podían haber plantado cuando él se había mudado: así el árbol tendría cuarenta años.

Baedecker no sentía nostalgia, sólo un ligero vértigo ante la idea de que ese extraño caparazón de piedra y madera en un extraño lugar del mundo hubiera albergado a un niño que se creía el centro de la creación. Una luz se encendió en un cuarto del segundo piso. Baedecker casi pudo ver el viejo papel en el que se dibujaban veleros enmarcados por incesantes cuadrados de soga, cada esquina complicada por imposibles nudos náuticos. Recordó haber pasado noches de fiebre en vela, tratando una y otra vez de desatar mentalmente esos nudos. También recordó la bombilla colgante y el cable, el armario amarillo semejante a un ataúd y el enorme mapamundi Rand McNally donde todas las noches ese niño fervoroso desplazaba alfileres de color desde una impronunciable isla del Pacífico hasta otra.

Baedecker meneó la cabeza, se levantó y caminó hacia el norte, alejándose de la escuela y la casa. Había anochecido del todo, pero nubes bajas ocultaban estrellas. Baedecker no volvió a mirar hacia arriba.

– ¿Cómo ha ido? ¿Ha visto los viejos lugares? -saludó Ackroyd cuando Baedecker cruzó el patio de la casa. La pareja estaba sentada en un pequeño porche con mosquitero, entre la casa y el garaje.

– Sí. Por suerte está refrescando, ¿verdad?

– ¿Se ha encontrado a algún conocido?

– Las calles estaban desiertas -dijo Baedecker-. He podido ver las luces de Old Settlers, al menos creo que era Old Settlers, al sudeste de la escuela secundaria. Parecía que todo el mundo estaba allí. -Para el niño Baedecker, el fin de semana de Old Settlers había consistido en tres días que signaban el corazón del verano y también el último acontecimiento festivo antes de la cuenta atrás para el reinicio de la escuela. Old Settlers había significado el hallazgo de la entropía.

– Ya lo creo -dijo Ackroyd-. Habrá una francachela esta noche, con esa barbacoa. Todavía tiene tiempo para ir si lo desea. La tienda de la Legión Americana sirve cerveza hasta las once.

– No, gracias, Bill. Estoy muy cansado, de veras. Pensaba acostarme. Salude a Terry de mi parte, por favor.

Ackroyd lo condujo al interior y encendió la luz de la escalera.

– En realidad, Terry ha ido a casa de su amigo Donnie Peterson. Han pasado juntos el fin de semana de Old Settlers desde que se conocieron en el parvulario.

La señora Ackroyd se cercioró de que Baedecker tuviera mantas adicionales, aunque era una noche cálida. El cuarto de invitados desprendía un olor a habitación de motel que resultaba cómodamente familiar. La señora Ackroyd sonrió, cerró la puerta con suavidad y lo dejó a solas.

El cuarto era un pozo de negrura salvo por el fulgor de su reloj-calculadora digital. Baedecker se acostó y escrutó la oscuridad. Cuando los dígitos de suave fulgor indicaron las 2.32 se levantó y salió a la sala vacía y enmoquetada. No se oía ruido en los pisos superiores. Alguien había dejado una luz encendida en la escalera por si Baedecker quería ir a la cocina. Sin embargo, Baedecker fue al cuarto del niño, titubeó un segundo ante la puerta entornada y entró. La luz de la escalera alumbraba suavemente la superficie lunar llena de agujeros y la Tierra azul y blanca en cuarto creciente. Baedecker se quedó un minuto; se disponía a salir cuando algo le llamó la atención. Cerró la puerta y se sentó en la cama de Terry. Por un minuto se apagó la luz y Baedecker quedó a ciegas. Luego notó cien chispas relucientes en las paredes y el cielo raso. Despuntaban estrellas. El niño -Baedecker tuvo la certeza de que era el niño- había salpicado el cuarto con motas de pinturas fosforescente. La semiesfera de la Tierra empezó a relucir con un resplandor lechoso que iluminaba las tierras altas y los cráteres de la Luna. Baedecker nunca había visto una noche lunar desde la superficie -ni él ni ningún astronauta de las misiones Apollo- pero se quedó sentado en la pulcra cama del niño hasta que las estrellas le abrasaron los ojos y pensó «sí, sí».

Al cabo de un rato se levantó, caminó en silencio hasta su cuarto y se durmió.

El Día de Richard M. Baedecker amaneció cálido y despejado. En la calle zumbaba el tráfico del sábado. El cielo azul bañaba los distantes maizales en una luz quebradiza.

Baedecker hizo dos desayunos, el primero con Ackroyd y su esposa en la espaciosa cocina. El segundo fue con la alcaldesa y los funcionarios del ayuntamiento ante una larga mesa del Parkside Café. Marjorie Seaton parecía la versión pueblerina de Jane Byrne, la ex alcaldesa de Chicago. Baedecker no sabía dónde residía la semejanza, pues la cara de Seaton era ancha y curtida mientras que la de Byrne era estrecha y pálida. Marge Seaton tenía una risa franca y entusiasta que no guardaba ninguna similitud con lo que recordaba de las fruncidas risitas de Byrne. Pero en los ojos de ambas mujeres se vislumbraba algo que a Baedecker le recordaba a las mujeres apaches esperando a que les clavasen estacas a los prisioneros varones para divertirse.

– Todo el pueblo está entusiasmado con esta visita, Dick -dijo Seaton con una sonrisa-. Yo diría que todo el condado. Vendrá gente incluso desde Galesburg.

– Ansío conocerla -dijo Baedecker, jugueteando con sus bizcochos. Al lado, Ackroyd mojaba una tostada en el huevo. La camarera, una mujer menuda de cara demudada llamada Minnie, regresaba a cada momento para llenarles la taza de café como si refinara la definición de camarera con la empecinada repetición de ese único acto.

– ¿Tienen ustedes un programa… un horario? -preguntó Baedecker-. ¿Una especie de orden del día?

– Claro que sí -respondió un hombre delgado con traje de poliéster verde a quien habían presentado como Kyle Gibbons o Gibson-. Aquí tiene. -Extrajo una hoja doblada que alisó frente a Baedecker.

– Gracias.

09.00 – REUNIÓN AYUNTAMIENTO – Parkside (¿Astronauta?)

10.00 – TORNEO VOLEIBOL – (BAILE LEG. AM.)

11.30 – PREPARACIÓN DEL DESFILE (Oeste 5)

12.00 – DESFILE OLD SETTLERS

13.00 – BARBACOA Y EXHIBICIÓN DE TIRO J.G.C. (sheriff Mechan)

13.30 – TORNEO SOFTBOL

14.30 – ESPECTÁCULO BOMBEROS VOLUNTARIOS

17.00 – BARBACOA OPTIMISTAS

18.00 – HORA DE VIVA LA GENTE (camp. coristas)

19.00 – RIFA (alcaldesa Seaton – gimnasio secundaria)

19.30 – ESTRELLAS DE MAÑANA (gimnasio secundaria)

20.00 – DISCURSO DEL ASTRONAUTA

22.00 – FUEGOS ARTIFICIALES J.G.C.

Baedecker alzó los ojos.

– ¿Discurso?

Marge Seaton bebió café y le sonrió.

– Lo que usted diga estará bien, Dick. No se preocupe. A todos nos gustaría oírle hablar del espacio o de la sensación que tuvo al caminar por la Luna. Bastará con veinte minutos, ¿de acuerdo?

Baedecker asintió con la cabeza y a través de la ventana abierta escuchó el aleteo de las hojas en la serena brisa matinal. Entraron algunos niños y pidieron refrescos a voz en cuello en el mostrador. Minnie los ignoró y se apresuró a seguir llenando tazas de café.

La conversación se encauzó hacia temas del ayuntamiento y Baedecker se excusó. Afuera, el calor de la mañana ya se reflejaba en las aceras y comenzaba a ablandar el asfalto de la carretera. Baedecker pestañeó y extrajo sus gafas de aviador del bolsillo de la camisa. Llevaba la camisa de safari de lino blanco, los pantalones tostados de algodón y las botas que había usado en Calcuta unas semanas antes. Le costaba creer que ese mundo de cielo azul y abrasador, escaparates chatos y blancos y carretera desierta pudiera coexistir con el lodo del monzón, las barriadas interminables y la apiñada demencia de la India.

El parque de la ciudad era mucho más pequeño de lo que recordaba. En la memoria de Baedecker el quiosco de la orquesta era un grato mirador Victoriano, pero allí sólo había una losa de cemento plana sobre bloques de escoria volcánica. Dudaba de que el mirador hubiera existido.

Los sábados por la noche, durante los dos veranos que Baedecker vivió allí, un residente rico de Glen Oak -no tenía idea de quién había sido- exhibió películas gratis en ese parque, proyectándolas en tres sábanas clavadas en el flanco del Parkside Café. Baedecker recordaba los noticiarios Movietone, dibujos animados donde nada menos que Bugs Bunny y el pato Donald vendían bonos de guerra, y películas clásicas como Fly By Night, Saps at Sea, Broadway Limited y Once Upon a Honeymoon. Baedecker podía cerrar los ojos y evocar las imágenes fluctuantes, las caras de las familias de granjeros sentadas en los bancos, las mantas y el césped recién cortado, los ruidos de los niños que correteaban entre arbustos cerca del mirador y trepaban a los árboles y, por lo menos una vez, silenciosos relámpagos de calor danzando sobre árboles y escaparates, acercándose mientras las gruesas ramas de los olmos bailaban al ritmo de la brisa que huía de la inminente tormenta. Baedecker recordaba la dulzura de esa brisa que atravesaba kilómetros de maizales maduros. Recordaba el crujido del rayo que, en un perturbador instante de tiempo suspendido antes de que todos buscaran refugio, congeló a personas, coches, bancos, hierba, edificios y a Baedecker mismo en un fogonazo estroboscópico que por un segundo transformó el mundo entero en el cuadro congelado de una película.

Baedecker se aclaró la garganta, escupió y caminó hacia un pedestal de piedra. Tres placas de bronce conmemoraban a hombres de Glen Oak que habían luchado en conflictos que iban desde la guerra con México hasta Vietnam. Las estrellas señalaban a los que habían muerto durante el servicio. Ocho muertos en la Guerra Civil, tres en la Segunda Guerra Mundial, ninguno en Vietnam. Baedecker leyó los catorce nombres enumerados bajo Corea, pero su nombre no figuraba entre ellos. No reconoció a ninguno de los demás, aunque debía de haber ido a la escuela con algunos de ellos. La placa de Vietnam estaba poco gastada por la intemperie y escrita sólo en una tercera parte. Había sitio para más guerras.

Enfrente, una familia de granjeros había bajado de un pequeño camión y miraba el escaparate de la tienda Helmann's Variety. Baedecker recordó que aquel lugar era la tienda Jensen's Dry Goods, un edificio largo y oscuro donde los ventiladores de techo giraban despacio a cinco metros de los polvorientos suelos de madera. La familia señalaba y reía excitadamente. Las aceras empezaron a llenarse de gente. En alguna parte una banda empezó a tocar, calló de golpe, empezó de nuevo y se detuvo con un estrépito de cimbales.

Baedecker se sentó en un banco del parque. Le dolían los hombros por el peso de las cosas. Cerró de nuevo los ojos y trató de evocar la sensación de botar por una llanura resplandeciente y repleta de agujeros mientras la luz arrojaba una aureola sobre el traje blanco y el sistema de soporte vital de Dave. La gravedad era un enemigo menor, y cada movimiento era fluido y grácil como andar de puntillas sobre el fondo de una laguna iluminada por el sol.

No pudo recordar esa ligereza. Abrió los ojos y escrutó la polarizada claridad de las cosas.