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Marge Seaton bebió café y le sonrió.

– Lo que usted diga estará bien, Dick. No se preocupe. A todos nos gustaría oírle hablar del espacio o de la sensación que tuvo al caminar por la Luna. Bastará con veinte minutos, ¿de acuerdo?

Baedecker asintió con la cabeza y a través de la ventana abierta escuchó el aleteo de las hojas en la serena brisa matinal. Entraron algunos niños y pidieron refrescos a voz en cuello en el mostrador. Minnie los ignoró y se apresuró a seguir llenando tazas de café.

La conversación se encauzó hacia temas del ayuntamiento y Baedecker se excusó. Afuera, el calor de la mañana ya se reflejaba en las aceras y comenzaba a ablandar el asfalto de la carretera. Baedecker pestañeó y extrajo sus gafas de aviador del bolsillo de la camisa. Llevaba la camisa de safari de lino blanco, los pantalones tostados de algodón y las botas que había usado en Calcuta unas semanas antes. Le costaba creer que ese mundo de cielo azul y abrasador, escaparates chatos y blancos y carretera desierta pudiera coexistir con el lodo del monzón, las barriadas interminables y la apiñada demencia de la India.

El parque de la ciudad era mucho más pequeño de lo que recordaba. En la memoria de Baedecker el quiosco de la orquesta era un grato mirador Victoriano, pero allí sólo había una losa de cemento plana sobre bloques de escoria volcánica. Dudaba de que el mirador hubiera existido.

Los sábados por la noche, durante los dos veranos que Baedecker vivió allí, un residente rico de Glen Oak -no tenía idea de quién había sido- exhibió películas gratis en ese parque, proyectándolas en tres sábanas clavadas en el flanco del Parkside Café. Baedecker recordaba los noticiarios Movietone, dibujos animados donde nada menos que Bugs Bunny y el pato Donald vendían bonos de guerra, y películas clásicas como Fly By Night, Saps at Sea, Broadway Limited y Once Upon a Honeymoon. Baedecker podía cerrar los ojos y evocar las imágenes fluctuantes, las caras de las familias de granjeros sentadas en los bancos, las mantas y el césped recién cortado, los ruidos de los niños que correteaban entre arbustos cerca del mirador y trepaban a los árboles y, por lo menos una vez, silenciosos relámpagos de calor danzando sobre árboles y escaparates, acercándose mientras las gruesas ramas de los olmos bailaban al ritmo de la brisa que huía de la inminente tormenta. Baedecker recordaba la dulzura de esa brisa que atravesaba kilómetros de maizales maduros. Recordaba el crujido del rayo que, en un perturbador instante de tiempo suspendido antes de que todos buscaran refugio, congeló a personas, coches, bancos, hierba, edificios y a Baedecker mismo en un fogonazo estroboscópico que por un segundo transformó el mundo entero en el cuadro congelado de una película.

Baedecker se aclaró la garganta, escupió y caminó hacia un pedestal de piedra. Tres placas de bronce conmemoraban a hombres de Glen Oak que habían luchado en conflictos que iban desde la guerra con México hasta Vietnam. Las estrellas señalaban a los que habían muerto durante el servicio. Ocho muertos en la Guerra Civil, tres en la Segunda Guerra Mundial, ninguno en Vietnam. Baedecker leyó los catorce nombres enumerados bajo Corea, pero su nombre no figuraba entre ellos. No reconoció a ninguno de los demás, aunque debía de haber ido a la escuela con algunos de ellos. La placa de Vietnam estaba poco gastada por la intemperie y escrita sólo en una tercera parte. Había sitio para más guerras.

Enfrente, una familia de granjeros había bajado de un pequeño camión y miraba el escaparate de la tienda Helmann's Variety. Baedecker recordó que aquel lugar era la tienda Jensen's Dry Goods, un edificio largo y oscuro donde los ventiladores de techo giraban despacio a cinco metros de los polvorientos suelos de madera. La familia señalaba y reía excitadamente. Las aceras empezaron a llenarse de gente. En alguna parte una banda empezó a tocar, calló de golpe, empezó de nuevo y se detuvo con un estrépito de cimbales.

Baedecker se sentó en un banco del parque. Le dolían los hombros por el peso de las cosas. Cerró de nuevo los ojos y trató de evocar la sensación de botar por una llanura resplandeciente y repleta de agujeros mientras la luz arrojaba una aureola sobre el traje blanco y el sistema de soporte vital de Dave. La gravedad era un enemigo menor, y cada movimiento era fluido y grácil como andar de puntillas sobre el fondo de una laguna iluminada por el sol.

No pudo recordar esa ligereza. Abrió los ojos y escrutó la polarizada claridad de las cosas.

El desfile de Old Settlers empezó con quince minutos de retraso. La banda de la escuela secundaria lideró la marcha, seguida por varias hileras de jinetes sin identificación, luego aparecieron cinco carrozas caseras que representaban capítulos de la FFA, 4-H, boy scouts (consejo de Creve Coeur), la sociedad histórica del condado y el Jubilee Gun Club. Tras las carrozas venía la banda de los primeros años de la escuela secundaria, integrada por nueve jóvenes, luego un contingente a pie de la Legión Americana, y luego Baedecker en un Mustang descapotable blanco de hacía veinte años. La alcaldesa Seaton iba a la derecha, el señor Gibbons o Gibson a la izquierda y Bill Ackroyd en el asiento delantero, junto a un joven conductor. Ackroyd insistió en que los tres de atrás se sentaran en el maletero apoyando los pies en la tapicería de vinilo rojo. A ambos lados del Mustang se izaban estandartes anunciando a:

RICHARD M. BAEDECKER – EL ENVIADO DE GLEN OAK A LA LUNA.

Bajo las letras aparecía el emblema de la misión. Detrás de un simbólico módulo de mando con velas asomaba un sol semejante a una de las yemas de huevo donde Ackroyd había mojado la tostada esa mañana.

El desfile pasó junto al parque por la calle Cinco Oeste y marchó orgullosamente por la calle Mayor. El Plymouth verde y blanco del sheriff Mechan despejaba el camino. La gente bordeaba las altas aceras de tres niveles, que parecían diseñadas para presenciar desfiles. Se veían pequeñas banderas norteamericanas y Baedecker se percató de que habían colgado una pancarta entre dos postes de luz de lado a lado de la calle:

GLEN OAK CELEBRA EL DÍA DE RICHARD M. BAEDECKER

DESFILE OLD SETTLERS

EXHIBICIÓN DE TIRO EN EL JUBILEE GUN CLUB, SÁBADO 8 DE AGOSTO.

La banda de la escuela dobló a la izquierda en la calle Dos y de nuevo a la izquierda junto al patio de la escuela. Los niños que jugaban en la estructura de madera con forma de horca saludaban y gritaban. Un niño, apuntando con la mano, comenzó a disparar. Sin titubear, Baedecker le apuntó con el dedo y devolvió el disparo. El niño se aferró el pecho, agitó los ojos, hizo una cabriola y cayó de la viga aterrizando de espaldas en el arenero.

Doblaron a la derecha en la calle Cinco, a sólo una calle de donde habían comenzado, y viraron al este. Baedecker reparó en un pequeño edificio blanco a la derecha. Estaba seguro de que había sido la biblioteca. Recordaba el caliente olor a altillo de la salita en un día de verano y el ceño fruncido de la bibliotecaria cuando él sacó un libro de las aventuras de John Carter en Marte por octava o décima vez.

La calle Cinco era tan ancha que se podía desfilar dejando dos carriles de tráfico a la izquierda. No había tráfico. Baedecker de nuevo lamentó la ausencia de los grandes olmos, especialmente ahora que el sol caía a plomo en el asfalto atestado. Pequeños olmos chinos crecían cerca de la cuneta cubierta de hierba, pero parecían desproporcionadamente pequeños frente a la calle ancha, los largos parques y las casas grandes. Gente sentada en porches y sillas de jardín agitaba la mano. Niños y perros corrían junto a los caballos y correteaban alrededor del guardia de color de la banda. Tras el Mustang, una procesión informal de bicicletas, carros empujados por niños y podadoras de césped alegremente adornadas añadía quince metros a la caravana.

El coche del sheriff dobló a la derecha en la calle Catton. Pasaron de nuevo ante el patio escolar. Frente al viejo hogar de Baedecker un hombre sin camisa, con la barriga colgando sobre los pantalones cortos cortaba el césped. Alzó los ojos y saludó al Mustang uniendo dos dedos. Tres viejos estaban sentados en el porche sombreado donde Baedecker solía jugar a piratas o se defendía oleada tras oleada de ataques japoneses.

Dos manzanas más allá del viejo hogar de Baedecker, el desfile pasó frente a la escuela secundaria y se encaró una pared de maíz. La banda giró hacia un camino rural y rodeó la escuela secundaria enfilando hacia el campo abierto donde habían erigido el campo de festejos de Old Settlers. Más allá del aparcamiento había media docena de tiendas grandes, muchas cabinas y varias atracciones que permanecían inmóviles bajo el sol del mediodía. Las multitudes de la noche anterior habían pisoteado la hierba alta y marrón del campo, llenándola de desperdicios. Más al norte estaban los campos de béisbol, ocupados ya por jugadores de uniforme brillante y rodeados por multitudes entusiastas. Aún más al norte, casi hasta la parte trasera de la vieja casa de Baedecker, coches de bomberos apiñados formaban ángulos rojos y verdes en la hierba.

Las bandas dejaron de tocar y el desfile se disolvió. La zona de juego se hallaba casi desierta y pocas personas miraban cuando los miembros de la banda y los caballos se dispersaron confusamente. Baedecker permaneció sentado un instante.

– Bien -dijo la alcaldesa Seaton-, ha sido divertido, ¿verdad?

Baedecker meneó la cabeza y miró hacia arriba. El metal y la tapicería del coche ardían. El sol estaba casi en el cénit. Cerca del horizonte, apenas visible en el cielo sin nubes, se veía el borde tenue de una luna en cuarto creciente.

– ¡Dick!

Baedecker apartó los ojos de la mesa donde bebía cerveza con los demás. Era una mujer madura y corpulenta de pelo rubio y corto. Vestía una blusa estampada y pantalones elásticos que se acercaban al límite máximo de expansión. Baedecker no la reconoció. La luz sepia de la tienda de la Legión Americana era borrosa. El aire cálido olía a lona. Baedecker se levantó.