– ¡Dick! -repitió la mujer, acercándose para estrecharle la mano-. ¿Cómo estás?
– Bien -repuso Baedecker-. ¿Cómo estás tú?
– Oh, bien, muy bien. Tu aspecto es sensacional, Dick, pero ¿qué le ha pasado a tu pelo? Recuerdo cuando tenías esa melena roja.
Baedecker sonrió y sin darse cuenta se pasó la mano por la coronilla. Los hombres con los que estaba charlando siguieron bebiendo cerveza.
La mujer se llevó las manos a la boca y titubeó.
– Cielos, me recuerdas, ¿verdad?
– Soy pésimo para los nombres -confesó Baedecker.
– Pensaba que te acordarías de Sandy -dijo la mujer, y palmeó juguetonamente la muñeca de Baedecker-. Sandy Serrel. Éramos íntimos amigos. Donna Hewford y yo estábamos siempre contigo y Mickey Farrell y Kevin Cordon y Jimmy Raines en cuarto y quinto grado.
– Desde luego -dijo Baedecker, dándole la mano de nuevo. No la recordaba en absoluto-. ¿Cómo estás, Sandy?
– Dick, éste es mi esposo, Arthur. Arthur, éste es mi viejo amigo, el que fue a la Luna. -Baedecker dio la mano a un hombre enclenque con uniforme de softbol. El hombre estaba cubierto con una pátina de suciedad a través de la cual se veían arrugas rojas en el cuello, la cara y las muñecas.
– Apuesto a que nunca creíste que me casaría -dijo Sandy Serrel-. Al menos con otra persona, ¿eh?
Baedecker correspondió a la sonrisa de la mujer observando que tenía un diente partido.
– Vamos. Comenzará el próximo juego -apremió el esposo.
La mujer corpulenta volvió a estrechar la mano y el brazo de Baedecker.
– Tenemos que irnos, Dick. Ha sido sensacional verte de nuevo. Ven esta noche y te presentaré a Shirley y los mellizos. Sólo recuerda esto: recé a Jesús mientras caminabas por la Luna. Si no fuera por nuestros rezos, Jesús jamás habría permitido que regresarais sanos y salvos.
– Lo recordaré -dijo Baedecker. Ella le dio un beso en la mejilla y se marchó con su delgado esposo. Baedecker se quedó con una sensación áspera en la mejilla y un tufo de toallas sucias.
Se sentó y pidió otra ronda de cervezas.
– Arthur hace trabajos para el cementerio -dijo Phil Dixon, uno de los miembros del consejo.
– Es el tercer marido de Apestosa Serrel -añadió Bill Ackroyd-. Y no creo que sea el último.
– ¡Apestosa Serrel! -exclamó Baedecker, apoyando la jarra de cerveza sobre la mesa-. Cielos. -Su único recuerdo de Apestosa Serrel, además de una presencia modesta siguiéndole a él y a sus amigos por la calle, era de una vez en quinto grado en que ella se le acercó en el patio de juegos cuando alguien pasó montado en un caballo palomino.
– No sé como lo hacéis -había dicho ella, señalando el caballo.
– ¿Hacer qué? -preguntó Baedecker.
– Caminar con la polla colgada entre las piernas -le murmuró ella en el oído. El desconcertado Baedecker había retrocedido, sonrojándose, enfureciéndose con su sonrojo.
– Apestosa Serrel -dijo Baedecker-. Cielo santo. -Bebió el resto de la cerveza y le pidió más al hombre con gorra de la Legión Americana.
No había flores, pero las dos tumbas estaban bien cuidadas. Baedecker cambió de posición y se quitó las gafas. Las lápidas de granito gris era idénticas excepto por las inscripciones:
CHARLES S. BAEDECKER 1893-1956
KATHLEEN BAEDECKER 1900-1957
El cementerio era tranquilo. Estaba protegido por altos maizales al norte y por bosques en los otros tres lados. Al este y al oeste había barrancos que descendían hacia invisibles desfiladeros. Baedecker recordó las cacerías en las colinas boscosas del sur durante una de las licencias de su padre en la lluviosa primavera del 43 o el 44. Baedecker había cargado con su escopeta durante horas, pero se había negado a dispararle a una ardilla. Ocurrió durante su breve etapa pacifista. El padre de Baedecker se enfadó pero no dijo nada, simplemente le dio el manchado saco de arpillera con ardillas muertas para que lo llevara.
Baedecker se apoyó en una rodilla y apartó la hierba de los lados de la lápida de la madre. Se volvió a poner las gafas. Pensó en el cuerpo que yacía bajo el fértil y negro suelo de Illinois, los brazos que lo habían estrechado cuando regresaba llorando a casa tras las riñas en el parvulario, las manos que le brindaban consuelo durante las noches de terror en que despertaba llorando sin saber dónde estaba, el susurro de las zapatillas de su madre en el pasillo, sus suaves caricias en la aterradora oscuridad. Salvación. Cordura.
Baedecker se levantó, giró con brusquedad y se marchó del cementerio. Phil Dixon lo había dejado allí cuando se dirigía a la granja para cenar. Baedecker le había dicho que regresaría al pueblo a pie.
Corrió la aldaba de hierro negro del portón y echó otro vistazo al cementerio. Los insectos zumbaban en la hierba. Más allá de los árboles una vaca mugía plañideramente. Aun desde el camino, Baedecker pudo distinguir los rectángulos vacíos junto a las tumbas de sus padres, donde habían reservado espacio para sus dos hermanas y para él.
Una camioneta avanzó colina arriba desde el este y se detuvo junto a Baedecker en una nube de polvo y gravilla. Un hombre de pelo claro y cara curtida se asomó por la ventanilla.
– Usted es Richard Baedecker, ¿verdad? -Un hombre más joven se sentaba a su lado. Detrás llevaban dos rifles en un bastidor.
– Sí.
– Me pareció que era usted. Leí sobre su llegada en el Chronicle Dispatch de Princeville. Galen y yo nos dirigimos a Glen Oak para la Barbacoa de los Optimistas. Primero nos detendremos en el Árbol Solitario para beber unas cervezas frías. No veo ningún coche. ¿Quiere que lo llevemos?
– Sí -respondió Baedecker. Se quitó las gafas, las plegó con cuidado y se las guardó en el bolsillo de la camisa-. Sí, claro que sí.
Según el conductor de Baedecker, la Taberna del Árbol Solitario antes se encontraba a medio kilómetro al sudoeste, frente al cruce de caminos de grava y carreteras del condado. El árbol solitario, un alto roble, aún estaba allí. Cuando el condado de Peoria adoptó la ley seca en los años 30, el Árbol Solitario se había mudado al condado de Jubilee para pasar los cuarenta y cinco años siguientes en el límite de los bosques, en la cima de la segunda colina al oeste del cementerio Calvary. Las colinas eran empinadas, el camino estrecho, y Baedecker recordó que su madre le había contado que muchos parroquianos del Árbol Solitario que subían a la cresta de la colina del cementerio se estrellaban con los coches que venían en dirección contraria. El racionamiento de la gasolina y la escasez de hombres jóvenes había reducido la matanza durante la guerra. El padre de Baedecker iba a beber al Árbol Solitario cuando se hallaba de licencia en casa. Baedecker recordaba haber bebido una naranjada Nesbitt's en la fresca oscuridad donde ahora pedía un vaso de whisky irlandés y una cerveza. Miró los mosaicos rajados del suelo como si el saco de ardillas aún estuviera allí.
– Usted no me recuerda, ¿eh? -preguntó el conductor. En la camioneta se había presentado como Carl Foster.
Baedecker bebió el whisky y miró la cara rubicunda y los ojos azules y transparentes.
– No -dijo.
– No lo culpo -dijo el granjero con una sonrisa-. Usted y yo fuimos juntos al cuarto grado, pero yo tuve que repetir el año cuando usted, Jimmy y los demás pasaron a quinto.
– Carl Foster -repitió Baedecker. Tendió la mano para estrechar la del otro hombre-. Carl Foster. Sí, claro, usted se sentaba frente a Kevin y detrás de esa chica con mechas y…
– Tetas grandes -redondeó Carl, estrechando la mano de Baedecker-. Al menos para cuarto grado. Sí. Donna Lou Baylor. Se casó con Tom Hewford. Oiga, éste es mi yerno, Galen.
– Tanto gusto -dijo Baedecker, dándole la mano-. Cielos, estuvimos juntos en los scouts, ¿verdad, Carl?
– El viejo Mechan era instructor de los scouts -dijo el granjero-. Siempre nos decía que un buen scout sería buen soldado. Me premió con una placa al mérito por saber identificar aviones. Yo me sentaba en el maldito granero hasta las dos de la mañana con mis tarjetas con siluetas, mirando el cielo. No sé qué habría hecho si la Luftwaffe hubiera decidido arrasar Peoria… no tuvimos teléfono hasta el 48.
– Carl Foster -dijo Baedecker, y le pidió otra ronda al camarero.
Más tarde, cuando se alargaban las sombras, salieron a orinar y a matar ratas.
– Galen -dijo Foster-, trae la veintidós de la camioneta.
Se pararon en el borde del barracón y orinaron sobre cinco décadas de chatarra. Resortes oxidados, viejas lavadoras, miles de latas y el cadáver oxidado de un Hudson 38. Reliquias más recientes cubrían los treinta metros de sombría ladera mezclándose con basura. Foster se cerró la bragueta y cogió el rifle que le ofrecía el yerno.
– No veo ratas -dijo Baedecker. Dejó el vaso de whisky vacío y abrió otra cerveza.
– Hay que despertar a esas alimañas -dijo Foster, y disparó contra un bañera acribillada de agujeros a veinte metros barranco abajo. Echaron a correr formas oscuras. El granjero metió otro cartucho en la cámara y disparó de nuevo. Algo saltó en el aire con un chillido. Foster le entregó el rifle a Baedecker.
– Gracias -dijo Baedecker. Apuntó cuidadosamente hacia una sombra, bajo un radio de consola Philco, y disparó. No se movió nada.
Foster encendió un cigarrillo, que dejó colgando del labio mientras hablaba.