– Mi dentadura no es postiza -dijo Baedecker. Se acomodó la mochila y ajustó una correa-. No toda, al menos.
Maggie se echó a reír. Se frotó el brazo tostado con los dedos frescos y empezó a andar por el sendero, se detuvo para llamarlo y echó a correr de nuevo. «Correr. Cuesta arriba.» Baedecker cerró los ojos un segundo.
– Vamos, Richard -llamó ella-. Apresurémonos. Así podremos acampar y cenar.
Baedecker abrió los ojos. El sol aureolaba a Maggie con su resplandor, dorándole el vello de los brazos.
– Continúa -dijo Baedecker-. Llegaré allí dentro de una semana.
Ella rió y corrió cuesta arriba, indiferente a la gravedad que pesaba tanto sobre Baedecker. Él la miró un minuto y continuó, andando a mejor paso, sintiendo que el peso de la espalda se le aligeraba mientras ascendía hacia la cúpula del cielo azul de Colorado.
Para Baedecker, lo mejor de la vida en St. Louis había sido dejarla.
Renunció a su puesto en la compañía aeroespacial donde había trabajado ocho años cuando su sensación de inutilidad quedó confirmada accidentalmente por el modo en que su jefe, Cole Prescott, le dejó ir con profundo y sincero pesar pero sin necesidad de un período intermedio para instruir a un sustituto. Baedecker vendió su casa a la empresa que la había construido, vendió la mayor parte de sus muebles, almacenó sus libros, papeles y el escritorio que Joan le había regalado al cumplir los cuarenta, se despidió con unas copas de sus pocos conocidos y amigos -la mayoría trabajaban para la compañía- y se marchó hacia el oeste una tarde tras haber desayunado en el restaurante Three Flags de St. Charles, en la otra margen del Missouri.
Había tardado menos de tres días en liquidar su vida en St. Louis.
Llegó a Kansas City en la hora punta. La marea de tráfico no lo molestó mientras se reclinaba en la tapicería de piel y escuchaba música clásica en la emisora FM del coche. Había planeado vender el Chrysler Le Barón y conseguir un automóvil más rápido y más pequeño -un Corvette o un Mazda RX-7-, esos vehículos de alto rendimiento que había conducido veinte años atrás cuando se preparaba para una misión o pilotaba aviones experimentales, pero en el último momento comprendió que sería un lugar común -el hombre maduro buscando la juventud perdida en un nuevo coche deportivo- y conservó el Le Barón. Ahora se relajaba disfrutando de la tapicería y el aire acondicionado y escuchando Música Acuática de Händel mientras dejaba atrás Kansas City y sus elevadores de granos y enfilaba hacia el sol que se ponía en el oeste y hacia las inmensas praderas.
Pasó la noche en Russell, Kansas, tras encontrar un motel barato lejos de la carretera interestatal. El letrero exterior decía TV CABLE – CAFÉ GRATIS. Las viejas cabañas no tenían aire acondicionado, pero eran limpias y tranquilas y estaban bajo grandes árboles que arrojaban charcos de sombra en el crepúsculo. Baedecker se duchó, se cambió la ropa y fue a caminar. Cenó en un banco del parque de la ciudad, compró dos perritos calientes y un café en un puesto situado detrás del campo de béisbol. En la mitad del segundo partido despuntó una luna naranja y pálida. Por costumbre, Baedecker miró hacia arriba tratando de hallar las colinas Marius en el Oceanus Procellarum del oeste, pero ese lugar estaba en sombras. La velada tenía un aire tristón de fin de temporada. Habían transcurrido cuatro días desde el Día del Trabajo, y a pesar de la última oleada de calor estival y del torneo de softbol, los niños regresaron a la escuela, se cerró la piscina de la ciudad y los maizales se volvían cada vez más amarillos y quebradizos con la cercanía de la cosecha.
Baedecker se marchó durante el segundo juego y regreso al motel. La televisión por «cable» consistía en un pequeño televisor en blanco y negro que ofrecía dos canales de Kansas City, WTBS de Atlanta, WGN de Chicago y tres canales fundamentalistas.
En el segundo de esos canales religiosos Baedecker vio a su ex compañero de la Apollo, Tom Gavin.
A dos kilómetros del prado donde habían aparcado el coche, el vapuleado camino se estrechaba en una senda que serpenteaba a través de un tupido bosque. Baedecker se movía ahora con mayor soltura, siguiendo su propio ritmo, disfrutando del atardecer y del movimiento de las sombras por el suelo del valle. Había refrescado, pues la sombra del risco llenaba el desfiladero por donde ascendían.
Maggie lo esperaba en una curva del camino, y avanzaron juntos en un grato silencio. Más allá de la siguiente curva, Tom y Deedee instalaban el campamento en un claro, a diez metros del arroyo que circulaba paralelo al sendero. Baedecker dejó la mochila, se desperezó y se frotó el cuello dolorido.
– ¿Habéis visto a Tommy? -preguntó Deedee.
– Estaba cien metros camino abajo -respondió Maggie-. Llegará en cualquier momento.
Baedecker extendió la manta y montó la tienda para dos personas que llevaba encima. Era preciso conectar varios postes y varillas de fibra de vidrio. Baedecker y Maggie tardaron varios minutos en ensamblarlos y montar la tienda entre risas. Cuando terminaron, la tienda baja de Baedecker quedó a pocos metros de la cúpula azul de Tom y Deedee.
Gavin se acercó y se arrodilló junto a Maggie, ofreciéndole un bulto de nailon.
– Ésta es la vieja tienda de Tommy -dijo-. Bastante pequeña. Es casi un saco de dormir, pero pensamos que sería suficiente para un par de noches.
– Claro -dijo Maggie, y montó la pequeña tienda a pocos metros de la de Baedecker. Tommy había llegado y hablaba animadamente con su madre mientras ella recogía leña en el extremo del claro.
– Tú y Tommy dormiréis en la tienda de dos, ¿de acuerdo? -dijo Gavin, observando a Maggie, que clavaba estacas con una piedra.
– De acuerdo -contestó Baedecker. Se había quitado las botas y movía los dedos de los pies dentro de los calcetines empapados de sudor. Ese alivio era una definición funcional del paraíso.
– ¿Hace tiempo que la conoces? -preguntó Gavin.
– ¿A Maggie? La conocí este verano en la India -respondió Baedecker-. Como dije anoche, es amiga de Scott.
– Hmm -dijo Gavin. Iba a decir algo más pero se levantó sacudiéndose los vaqueros-. Encenderé el fuego y prepararé la comida. ¿Quieres ayudar?
– Claro -dijo Baedecker. Se levantó y echó a andar despacio, sintiendo la presión de cada rama y guijarro en las plantas de los pies-. Dentro de un segundo. Voy a ayudar a Maggie con la tienda y en seguida estoy contigo, Tom. -Pisando con cuidado, Baedecker bajó por la cuesta herbosa hasta donde Maggie clavaba las estacas.
El programa de televisión por cable había sido uno de los muchos clones del PTL Club que llenaban los horarios del canal fundamentalista. El plató consistía en un supermercado, y el pelo gris del animador congeniaba con el traje de poliéster gris. Un número de teléfono de diez dígitos permanecía en pantalla por si de pronto un espectador decidía donar dinero y había olvidado la dirección que la esposa del animador, con peluca blanca, exhibía cada varios minutos. La esposa parecía sufrir algún trastorno neurológico que le provocaba inexplicables arrebatos de llanto. Durante los diez minutos que Baedecker miró el programa antes de la aparición de Tom Gavin, la mujer lloró mientras leía cartas de espectadores que se habían arrepentido y convertido mientras miraban el programa, lloró cuando un parapléjico, ex cantor de Country y Western, entonó una versión de Blessed Redeemer y lloró cuando la siguiente invitada contó que un tumor de cuatro kilos le había desaparecido milagrosamente del cuello. Increíblemente, el maquillaje de la esposa -que parecía aplicado con un fratás- no se corría nunca.
Baedecker estaba en pijama y se levantaba para apagar el televisor cuando vio a su ex camarada.
– Nuestro próximo invitado ha visto la gloria de la creación de Dios de una manera que pocos han tenido el privilegio de presenciar -dijo el animador. La voz del hombre había cobrado un tono resonante, serio pero no solemne, que Baedecker había oído toda la vida a vendedores de éxito y burócratas mediocres.
– Alabado sea Jesús -dijo la esposa.
– El mayor Thomas Milburne Gavin de la Fuerza Aérea, además de ser héroe de guerra en Vietnam…
«Tom pilotaba reactores desde California hasta las bases de Okinawa», pensó Baedecker. En fin.
– …fue condecorado con la Medalla de la Libertad por el presidente, cuando su transbordador Apollo pisó la Luna en 1971 -dijo el animador.
«Todos recibimos una medalla, -pensó Baedecker-. Si hubiéramos llevado un gato a bordo, también le habrían dado una.»
– …piloto de pruebas, ingeniero, astronauta y respetado científico…
«Tom no es científico, -pensó Baedecker-. Ninguno de nosotros lo era hasta que voló Schmidt. Tom obtuvo su título en ingeniería en el Tecnológico de California más tarde que la mayoría de nosotros. De lo contrario lo hubieran expulsado del programa en Edwards.»
– …y más importante, el hombre que quizás haya sido el primer cristiano verdadero que pisó la Luna -dijo el animador-. ¡Amigos míos, el mayor Thomas M. Gavin!
«Tom nunca pisó la Luna», pensó Baedecker.
Gavin estrechó la mano del animador, recibió un beso de la esposa de éste y saludó con un movimiento de cabeza al cantor parapléjico y a la mujer a la que le había desaparecido el tumor. Se sentó en un extremo de un largo diván mientras el animador y su esposa ocupaban sillas que -al menos en la pequeña pantalla de Baedecker- parecían tronos de terciopelo.
– Tom, cuéntanos la primera vez que oíste la voz del Señor mientras caminabas por la Luna.