Gavin asintió y miró a la cámara. Para Baedecker, su viejo conocido no había envejecido desde que ellos dos y Dave Muldorff habían pasado horas interminables en simuladores en 1970 y 1971. Tom vestía uniforme de vuelo de la Fuerza Aérea con varios emblemas de misión de la NASA. Su aspecto era delgado y saludable. Baedecker había engordado diez kilos desde la misión y ninguno de sus uniformes le quedaba bien.
– Ansiaba hablaros de ello -dijo Gavin con esa sonrisa tensa que Baedecker recordaba-, pero antes, Paul, debo mencionar que nunca pisé la Luna. Nuestra misión exigía que dos miembros de la tripulación descendieran a la superficie en lo que llamábamos el Módulo de Excursión Lunar, mientras el tercer tripulante permanecía en órbita lunar, encargándose del módulo de mano y retransmitiendo los mensajes de Houston. Yo era el tripulante que permaneció a bordo del módulo de mando.
– Sí, sí -dijo el animador-, pero, vaya, después de ir tan lejos era casi la Luna, ¿verdad?
– Trescientos ochenta y seis mil ciento sesenta kilómetros menos, aproximadamente, veinte mil metros -dijo Gavin con otra sonrisa tensa.
– Y los otros trajeron unas polvorientas piedras lunares, mientras tú trajiste la verdad eterna de la Palabra de Dios, ¿no es así, Tom?
– Así es, Paul -dijo Gavin, y procedió a contar la historia de sus cincuenta y dos horas a solas en el módulo de mando, del tiempo transcurrido sin contacto radial detrás de la Luna, y de la repentina revelación, cuando Dios le habló encima del cráter Tsiolkovski.
– Vaya -dijo el animador-, ése fue un mensaje del verdadero control de misión, ¿verdad?
La esposa del animador chilló y batió palmas. El público aplaudió.
– Tom -dijo el animador, aún más serio, inclinándose hacia adelante y tendiendo la mano para tocar la rodilla del astronauta-, todo lo que viste en ese… ese viaje increíble… todo lo que presenciaste durante tu travesía a las estrellas… he oído que contaste a los jóvenes que todo eso daba testimonio de la Palabra de Dios tal como está revelada en la Biblia… que todo daba testimonio de la gloria de Jesucristo, ¿verdad, Tom?
– Sin duda, Paul -dijo Gavin. Miró directamente hacia la cámara, y Baedecker vio la misma resolución y fría determinación que recordaba de los torneos de balonmano que celebraban entre las dotaciones Apollo-. Además, Paul, aunque volar a la Luna fue estimulante, emocionante y satisfactorio, no se puede comparar con la satisfacción que hallé ese día en que finalmente acepté a Jesucristo como mi Señor y salvador personal.
El animador se volvió hacia la cámara y agachó la cabeza como anonadado. El público aplaudió. La esposa del animador rompió a llorar.
– Tom, tú has tenido muchas oportunidades de ser testigo de ello y de llevar a otros hacia Cristo, ¿no es así? -preguntó el animador.
– Ciertamente, Paul. El mes pasado tuve el privilegio de estar en la República Popular China y visitar uno de los pocos seminarios que quedan allí.
Baedecker se tendió en la cama y se llevó la muñeca a la frente. Tom no había mencionado esa revelación durante los tres días del viaje de regreso, ni en los informes realizados durante la cuarentena de una semana que habían compartido. Tom no había mencionado esa revelación ni nada parecido durante casi cinco años después de la misión. Luego, poco después del fracaso de sus distribuciones en Sacramento, Gavin había mencionado su revelación en una radio local. Poco después él y Deedee se habían mudado a Colorado para iniciar una organización evangélica. Baedecker no se sorprendía de que Tom no hubiera hablado con Dave ni con él después de la misión; los tres había formado un buen equipo, pero no habían intimado tanto como podía imaginar la gente, a pesar de dos años de entrenamiento conjunto.
Baedecker se irguió para mirar la televisión.
– …en nuestro último programa tuvimos a un eminente científico -decía el animador- un cristiano y un defensor de la enseñanza del creacionismo en las escuelas… donde ahora, como sin duda sabes, Tom, a los niños se les enseña sólo la deficiente y profana teoría de que el hombre desciende del mono y otras formas inferiores de vida… y este eminente y respetado científico sostuvo que con la cantidad de estrellas fugaces que chocan con la Tierra cada año…, y tú habrás visto muchas cuando estabas en el espacio, ¿eh, Tom?
– Los micrometeoritos constituían una preocupación para los ingenieros -dijo Gavin.
– Bien, con todos esos millones de pequeños… guijarros… ¿verdad? Con millones de esos guijarros chocando con la atmósfera de la Tierra cada año, si la Tierra fuera tan vieja como dice esa teoría… ¿Cuánto? ¿Tres mil millones de años?
«Cuatro y medio, idiota», pensó Baedecker.
– Poco más de cuatro mil millones -corrigió Gavin.
– Sí -sonrió el anfitrión-, este eminente científico cristiano sostuvo, más aún, demostró matemáticamente, que si la Tierra fuera tan vieja… ¡estaría sepultada en varios kilómetros de polvo de meteoritos!
El público aplaudió fervorosamente. La esposa del animador entrelazó las manos, alabó a Jesús y se balanceó de un lado a otro. Gavin sonrió y tuvo el decoro de parecer avergonzado. Baedecker pensó en la «roca naranja» que él y Dave habían recogido en las Colinas Marius. La datación con argón 39 y argón 40 había demostrado que ese fragmento de brecha troctolita tenía 3.950 millones de años.
– El problema de la teoría de la evolución -dijo Gavin- es que va contra el método científico. No hay manera, dada la breve duración de la vida humana, de observar los presuntos mecanismos evolutivos que ellos postulan. Los datos geológicos son demasiado dudosos. Constantemente surgen lagunas y contradicciones en esas teorías, mientras que todos los relatos bíblicos han sido confirmados una y otra vez.
– Sí, sí -corroboró el animador, moviendo la cabeza con énfasis.
– Alabado sea Jesús -dijo su esposa.
– No podemos confiar en que la ciencia dé respuesta a nuestras preguntas -dijo Gavin-. El intelecto humano es demasiado falible.
– Cuan cierto, cuan cierto -dijo el animador.
– Alabado sea Jesús -repitió la esposa-, que se conozca la verdad de Dios.
– Amén -redondeó Baedecker, apagando el televisor.
Poco después de la cena, durante los últimos minutos del atardecer, los otros entraron en el claro. Los dos primeros eran muchachos -jóvenes en edad universitaria- con pesadas mochilas a las que llevaban sujetos trípodes de aluminio. Ignoraron a Baedecker y a los demás, arrojaron sus bártulos y montaron los trípodes. Sacaron colchonetas de espuma de las mochilas y dos cámaras cinematográficas de dieciséis milímetros.
– Espero que aún haya luz suficiente -dijo el más gordo, que llevaba pantalones cortos.
– Tiene que ser suficiente -dijo el otro, un pelirrojo alto con barba incipiente-. Este Tri-X es suficientemente rápido si él llega aquí a tiempo. -Sujetaron las cámaras a los trípodes y enfocaron el tramo de sendero de donde acababan de salir. Un halcón aleteaba en el cielo en las últimas corrientes térmicas del día, soltando un graznido perezoso. Un último rayo de sol se reflejó en las alas unos segundos y luego la penumbra crepuscular fue absoluta.
– Me pregunto qué estará pasando -dijo Gavin. Terminó el resto de su guisado y lamió la cuchara-. Decidí trepar por Cimarrón Creek porque casi nadie va por esta ruta.
– Será mejor que inicien el rodaje pronto -dijo Maggie-. Está oscureciendo.
– ¿Alguien quiere postre? -preguntó Deedee.
Algo se movió en la penumbra bajo los abetos y apareció un hombre encorvado bajo un bulto largo, avanzando hacia el claro con paso lento pero firme. También parecía joven, aunque algo mayor que los dos agachados detrás de las cámaras; vestía una camisa de algodón azul empapada en sudor, pantalones cortos rasgados color caqui y pesadas botas de excursionista. En la espalda llevaba una enorme mochila con entramado de nailon sujeto a una mole larga y cilíndrica envuelta en lona roja y amarilla. Las varas debían de tener cuatro metros de longitud, y se extendían dos metros por encima del hombro encorvado y se arrastraban por el polvo a igual distancia. Tenía el pelo largo castaño con raya en medio que le caía en rizos húmedos junto a los marcados pómulos. Baedecker reparó en los ojos hundidos, la nariz afilada y la barba corta. La postura del individuo y su obvio agotamiento agudizaban la sensación de que era un actor representando el ascenso final de Cristo al Gólgota.
– ¡Magnífico, Lude, lo estamos logrando! -gritó el pelirrojo-. ¡Vamos, María, antes de que se vaya la luz! ¡Deprisa! -Una mujer joven surgió de la oscura senda. Llevaba el pelo corto y oscuro, cara larga y delgada. Vestía pantalones cortos y un top varias tallas más grande. Cargaba con una gran mochila. Avanzó deprisa mientras el excursionista barbudo se apoyaba sobre una rodilla, aflojaba las correas y bajaba las varas envueltas en paño. Baedecker oyó el ruido de metal contra metal. Por un segundo el hombre pareció demasiado cansado para levantarse o sentarse; siguió apoyado sobre una rodilla, la cara inclinada de tal modo que el pelo le cubría el rostro, un brazo apoyado en la otra rodilla. La muchacha llamada María se le acercó y le tocó suavemente la nuca.
– Magnífico, lo tenemos -gritó el muchacho obeso-. Vamos, tenemos que instalar todo esto. -Los dos jóvenes y la muchacha se dedicaron a instalar el campamento mientras el hombre barbudo permanecía de rodillas.
– Qué raro -dijo Maggie.
– Una película documental -sugirió Gavin.
– Me pregunto de qué se trata -dijo Maggie.
– Malvaviscos -dijo Deedee-. Recojamos ramitas para asar malvaviscos antes de que sea demasiado oscuro para encontrarlas.