Se desplazaron por la superficie, verificando su equilibrio, recogiendo muestras, tratando de recobrar el tiempo perdido. Baedecker había dedicado muchas horas a idear una frase breve para recitarla cuando pisara el suelo lunar -su «nota al pie de la historia», como la había llamado Joan-, pero Dave hizo una broma al saltar del estribo, Houston pidió un chequeo radial y el momento pasó.
Baedecker tenía dos recuerdos fuertes del resto de la actividad extravehicular. Recordaba la maldita lista que llevaba en la muñeca. No lograron recobrar el tiempo, ni siquiera después de eliminar la tercera muestra de mineral y el segundo chequeo de la memoria de guía del Rover. Había odiado esa lista.
El otro recuerdo aún se le aparecía en sueños. La gravedad. Un sexto de g. La euforia de botar por la superficie rutilante y rocosa con sólo impulsarse con las botas. Eso despertaba un recuerdo anterior; Baedecker era un niño que aprendía a nadar en el lago Michigan, y su padre lo sostenía mientras él avanzaba pateando la arena del fondo del lago. Qué maravillosa ligereza, la fuerza de los brazos de su padre, el suave vaivén de las verdes olas, la perfecta sincronización de peso y liviandad se encontraban en la pulsación de equilibrio que le brotaba de los talones.
Aún soñaba con eso.
El sol se elevó como un enorme globo naranja de bordes trémulos mientras la luz se refractaba en el aire tibio. Baedecker pensó en las fotos Ektachrome del National Geographic. ¡India! Insectos, pájaros, cabras, pollos y vacas se sumaban al creciente rumor del tráfico de la autopista. Incluso ese sinuoso camino de tierra por donde andaban ya estaba atestado de personas en bicicletas, carretas, camiones con la inscripción de Transporte Público y taxis negros y amarillos que se internaban en la confusión como abejas furibundas.
Baedecker y la joven se detuvieron junto a un edificio pequeño y verde que tanto podía ser una granja como un templo hinduista. Quizá fuera ambas cosas. En el interior sonaban campanas. Un olor a incienso y estiércol salía de un patio interior. Los gallos graznaban y en alguna parte un hombre cantaba en un frágil falsete. Otro hombre -con traje de poliéster azul- detuvo su bicicleta, enfiló hacia el costado del camino y orinó en el patio del templo.
Pasó un crujiente carro tirado por un buey y Baedecker se volvió para mirarlo. La mujer del carro se cubrió la cara con el sari, pero los tres niños que la acompañaban miraron a Baedecker. El hombre del pescante le gritó al fatigado buey y azotó el excoriado flanco con una pértiga. De pronto el rugido de un 747 de Air India ahogó los demás ruidos. Los costados de metal relumbraron en el oro del sol naciente.
– ¿Qué es este olor? -preguntó Baedecker. En medio de esa embestida de olores (tierra mojada, cloacas abiertas, gases de automóviles, pilas de abono, contaminación de la lejana ciudad) surgía un aroma dulce y abrumador que ya parecía haberle impregnado la piel y la ropa.
– Están preparando el desayuno -dijo Maggie Brown-. En todo el país están preparado el desayuno en fogatas abiertas. La mayoría usan estiércol de vaca seco como combustible. Ochocientos millones de personas preparando el desayuno. Gandhi escribió una vez que éste era el aroma eterno de la India.
Baedecker cabeceó. Las nubes del monzón devoraban el sol. Por un segundo los árboles y la hierba cobraron un verdor brillante y postizo, realzado por la fatiga de Baedecker. La jaqueca que lo atormentaba desde Frankfurt se había desplazado desde atrás de los ojos hacia la nuca. Cada paso le retumbaba en la cabeza. Pero el dolor parecía algo distante y sin importancia, percibido a través de una bruma de agotamiento y de mareo de tierra. Formaba parte de la extrañeza: los nuevos olores, la rara cacofonía de sonidos rurales y urbanos, esta atractiva joven a quien el sol le marcaba los pómulos y le encendía los ojos verdes. ¿Qué sería ella para el hijo de Baedecker? ¿Era seria esa relación? Baedecker lamentó no haber hecho más preguntas a Joan, pero había sido una visita incómoda y él estaba ansioso por marcharse.
Baedecker miró a Maggie Brown y comprendió que era machista pensar en ella como en una niña. La joven tenía ese aplomo y esa actitud alerta que Baedecker asociaba con los verdaderos adultos, no con los que se habían limitado a crecer. Baedecker calculó que Maggie Brown rondaba los veinticinco años, con lo cual era varios años mayor que Scott. ¿No había dicho Joan que la amiga de su hijo era graduada y adjunta de cátedra?
– ¿Has venido a la India sólo para visitar a Scott? -preguntó Maggie Brown. Estaban de nuevo en la calzada circular, acercándose al aeropuerto.
– Sí. No -dijo Baedecker-. Es decir, he venido a ver a Scott, pero lo he hecho coincidir con un viaje de negocios.
– ¿No trabajas para el gobierno? -preguntó Maggie-. ¿La gente del espacio?
Baedecker sonrió ante la imagen que evocaba «gente del espacio».
– Hace doce años que no trabajo para ellos -respondió, y le habló de la empresa aeroespacial de St. Louis para la cual trabajaba.
– ¿Así que no tienes nada que ver con el transbordador espacial? -dijo Maggie.
– Muy poco. Pusimos algunos subsistemas a bordo de los transbordadores y a veces alquilamos espacio en ellos. -Baedecker se percató de que había usado el pasado como si hablara de un difunto.
Maggie se detuvo para observar el resplandor dorado del sol sobre los flancos de la torre de control y los edificios terminales de Nueva Delhi. Se caló un mechón rebelde detrás de la oreja y se cruzó de brazos.
– Es difícil creer que han pasado casi dieciocho meses desde que estalló el Challenger -dijo-. Fue espantoso.
– Sí -afirmó Baedecker.
Era irónico que él hubiera estado en Cabo Cañaveral para ese vuelo. Sólo había asistido a un lanzamiento anterior, uno de los primeros vuelos de prueba del Columbia, casi cinco años atrás. En enero de 1986 presenció el desastre del Challenger sólo porque Cole Prescott, el vicepresidente de la empresa de Baedecker, le pidió que acompañara a un cliente que había financiado un subcomponente del paquete experimental Spartan-Halley, que iba en el compartimiento de carga del Challenger.
El lanzamiento del 51-L se desarrollaba normalmente y Baedecker y su cliente se hallaban de pie en los palcos VIP, a cinco kilómetros de la rampa 39-B, protegiéndose los ojos del sol de la mañana, cuando las cosas no funcionaron bien; Baedecker sólo llevaba una ligera chaqueta de algodón, era la mañana más fría que recordaba en el Cabo. A través de los prismáticos vio un destello de hielo en el andamiaje que rodeaba el transbordador.
Baedecker estaba pensando en irse cuanto antes para que no lo retrasara la multitud cuando la voz del encargado de relaciones públicas de la NASA sonó en el altavoz.
– Altitud cuatro coma tres millas náuticas, distancia del punto de lanzamiento tres millas náuticas. Motores acelerando. Tres motores al ciento cuatro por ciento.
Baedecker evocaba su propio lanzamiento, quince años antes, su tarea de comunicar datos mientras Dave Muldorff «pilotaba» el monstruoso Saturno V, cuando el altavoz lo devolvió al presente con la voz del comandante Dick Scobee.
– Positivo, acelerando.
Baedecker miró hacia el aparcamiento para calcular el congestionamiento de las carreteras y un segundo después su cliente dijo:
– Vaya, esos cohetes forman una gran nube cuando se separan, ¿eh?
Baedecker miró hacia arriba y vio esa estela expansiva que no tenía nada que ver con la separación de las etapas; de inmediato reconoció el mórbido fulgor rojizo que iluminaba el interior de la nube cuando los combustibles hipergólicos se encendieron al escapar del sistema de control de reacción y de los motores de maniobra orbital destruidos. Segundos después los cohetes se desprendieron del cúmulo expansivo de la explosión. Sintiendo náuseas, Baedecker se volvió hacia el piloto Tucker Wilson, un ex colega de tiempos del Apollo que todavía trabajaba en la NASA, y dijo sin esperanzas:
– ¿Abortan la misión?
Tucker sacudió la cabeza. No era un mero regreso al lugar de lanzamiento. Esto era lo que cada uno de ellos temía en silencio durante sus propios lanzamientos. Cuando Baedecker miró de nuevo, los primeros segmentos de la nave destruida iniciaban su larga y triste caída hacia la cripta del mar.
En los meses posteriores al Challenger, a Baedecker le costó creer que alguna vez los americanos hubieran volado al espacio con tanta frecuencia y competencia. Ese largo intervalo de dudas en que no hubo ninguna misión se transformó para Baedecker en la normalidad, confundiéndose en su mente con una agobiante sensación de pesadez, entropía y triunfo de la gravedad, una sensación que lo abrumaba desde que su propio mundo y su familia se habían despedazado meses antes.
– Mi amigo Bruce dice que Scott no salió de su habitación durante dos días después del estallido del Challenger -dijo Maggie Brown. Estaban frente a la terminal aérea de Nueva Delhi.
– ¿De veras? -dijo Baedecker-. Creí que Scott ya no tenía interés en el programa espacial. -Miró hacia el sol naciente repentinamente oscurecido por las nubes. El color se desbordaba del mundo como el agua de un fregadero.
– Él decía que no le importaba -dijo Maggie-. Decía que Chernobyl y el Challenger eran los primeros signos del fin de la era tecnológica. Semanas después se las arregló para venir a la India. ¿Tienes hambre, Richard?