– Vamos a escalar el Uncompahgre -dijo el gordo rubio.
Gavin y los demás se acuclillaron junto al fuego. Maggie arrancó una brizna de hierba y la masticó.
– Hacia allá enfilamos nosotros -dijo-. El mapa dice que hay trece kilómetros más hasta el risco sur de Uncompahgre. ¿Correcto?
– Sí -afirmó el pelirrojo-. Así es.
Baedecker señaló los tubos de metal envueltos en paño.
– Es una gran carga para llevarla montaña arriba -comentó.
– Rogallo -dijo la muchacha llamada María.
– Vaya -dijo Tommy-. Debí haberlo adivinado. Sensacional.
– ¿Qué es un Rogallo? -preguntó Maggie.
– Un ala delta -aclaró el rubio-. Para volar.
– ¿Qué modelo? -preguntó Baedecker.
– Phoenix VI -dijo el pelirrojo-. ¿Lo conoces?
– No -respondió Baedecker.
– ¿Saltaréis del risco sur? -preguntó Gavin.
– Desde la cumbre -dijo María. Miró de soslayo al callado pelilargo-. Es nuestra. De Lude y mía.
– Desde la cumbre -jadeó Tommy-. ¡Vaya!
El pelirrojo agitó el fuego.
– Lo filmaremos para nuestro curso de cine de la Universidad de Colorado. Calculamos que quedarán cuarenta y cinco minutos de proyección después del montaje. Entraremos en… ya sabéis… festivales y demás. Quizás a alguna compañía deportiva le interese como material de promoción.
– Interesante -dijo Gavin-. Pero decidme, ¿por qué cogéis el camino largo?
– ¿A qué se refiere? -preguntó la muchacha.
– Por Cimarrón Creek se tarda el doble que subiendo por el camino de Henson Creek desde Lake City y yendo luego hacia el norte.
– El camino es éste -dijo Lude. Su voz impuso silencio a los demás. Era una voz profunda, susurrante y gutural. No apartaba los ojos del fuego. Mirándolo, Baedecker vio llamas reflejadas en las profundas órbitas de sus ojos.
– Bien, buena suerte -dijo Gavin, levantándose-. Espero que el tiempo os ayude. -Baedecker y Maggie se levantaron para marcharse con Gavin, pero Tommy se quedó en cuclillas junto al fuego.
– Me quedaré unos minutos -dijo el muchacho-. Quiero oír más sobre el ala delta.
Gavin se detuvo.
– De acuerdo, nos vemos luego.
Sentados de nuevo alrededor de su hoguera, Gavin explicó los planes del otro grupo a su esposa.
– ¿Es eso seguro? -preguntó Deedee.
– Es una idiotez -dijo Gavin.
– Las alas delta pueden ser máquinas muy elegantes -dijo Baedecker.
– Pueden ser mortales -dijo Gavin-. En California conocí a un piloto de Eastern Airlines que se mató en una de esas cosas. Ese tío tenía veintiocho años de experiencia de vuelo, pero no le sirvió de nada cuando se atascó el ala delta. Bajó el morro para recoger el impulso del aire… lo mismo que hubiera hecho yo, lo mismo que hubieras hecho tú, Dick. Instinto natural. Pero con esos juguetes no funciona. Le cayó encima desde quince metros y le partió el cuello.
– Y desde una montaña… -dijo Deedee, meneando la cabeza.
– Muchos pilotos de ala delta se lanzan desde montañas hoy en día -dijo Baedecker-. Yo los veía volar en una colina llamada Chat's Dump, al sur de St. Louis.
– Una colina o un acantilado costero es una cosa -dijo Gavin-. El pico de Uncompahgre es otra. Aún no lo has visto, Dick. Espera a verlo mañana desde el desfiladero. Uncompahgre es una montaña que parece un pastel de bodas, con salientes y riscos por todas partes.
– No parece apropiado para las corrientes térmicas -dijo Baedecker.
– Sería una pesadilla… además casi siempre hace mucho viento a cuatro mil metros. Hay mil metros hasta la meseta, y ésta tiene más de tres mil metros de altura, y casi toda ella consiste en rocas y pedrejones. Volar allí sería descabellado.
– ¿Entonces por qué lo hacen? -preguntó Maggie. Baedecker observó que el verde de sus ojos se acentuaba a la luz del fuego.
– ¿Visteis el brazo de ese tío… Lude? -preguntó Gavin.
Maggie y Baedecker se miraron y menearon la cabeza.
– Pinchazos -dijo Gavin-. Debe de andar con algo duro.
Desde la otra fogata les llegó una fuerte risotada y un trompetazo de música grabada.
– Espero que Tommy regrese pronto -dijo Deedee.
– Contemos cuentos de fantasmas alrededor del fuego -sugirió Maggie.
Gavin meneó la cabeza.
– No. Nada sobrenatural ni demoníaco. ¿Por qué no cantamos?
– Sensacional -dijo Maggie, sonriéndole a Baedecker.
Gavin y Deedee se pusieron a cantar Kumbaya mientras desde el prado penumbroso les llegaban risas y la voz grabada de Billy Idol cantando Eyes without a Face.
El jueves por la noche Baedecker estaba en la sala de los Gavin, planeando la excursión del fin de semana, cuando sonó el timbre de la puerta principal. Gavin fue a abrir la puerta. Deedee le contaba a Baedecker el problema de Tommy y su novia cuando saludó una voz.
– ¡Hola, Richard!
Baedecker se volvió sorprendido. Era imposible que Maggie Brown estuviera en casa de Gavin, pero allí estaba, con el mismo vestido de algodón que cuando habían recorrido juntos el Taj Mahal. Llevaba el pelo más corto, aclarado por el sol, pero la cara bronceada y pecosa era la misma, los ojos verdes eran los mismos. Incluso el pequeño y casi agradable orificio entre los dientes testimoniaba que en efecto era Maggie Brown. Baedecker se quedó de una pieza.
– La muchacha me preguntaba si había venido a la casa indicada para encontrar al famoso astronauta Richard E. Baedecker -dijo Gavin-. Le he respondido que así era.
Más tarde, mientras Tom y Deedee miraban la televisión, Baedecker y Maggie se fueron a andar por el paseo de la calle Pearl. Baedecker había estado en Boulder una vez -una visita de cinco días en 1969, cuando su equipo de ocho astronautas novatos estudiaba geología allí y utilizaba el planetario Fiske de la universidad para ejercicios de navegación con guía de los astros-, el paseo no existía entonces. La calle Pearl, en el corazón de la vieja Boulder, era sólo otra calle polvorienta y atestada del oeste, con drugstores, tiendas de saldos y restaurantes familiares. Ahora era un paseo de cuatro manzanas, sombreado por árboles, adornado con colinas ondulantes y flores, bordeado por costosas tiendas donde lo más barato era un pequeño helado Haagen Dazs por un dólar cincuenta. En las dos manzanas que Baedecker y Maggie acababan de recorrer, se habían cruzado con cinco músicos callejeros, un coro de Hare Krishna, una actuación de cuatro malabaristas, un equilibrista solitario que tendía su cuerda entre dos quioscos y un joven etéreo que tan sólo llevaba una túnica de sarga y una pirámide dorada en la cabeza.
– ¿Por qué has venido? -preguntó Baedecker. Maggie lo miró y Baedecker tuvo una sensación extraña, como si una mano fría le hubiera aferrado la nuca.
– Tú me llamaste -dijo Maggie.
Baedecker se detuvo. Un hombre tocaba el violín con más entusiasmo que talento. El estuche del instrumento yacía en el suelo con dos billetes de un dólar y tres monedas de veinticinco céntimos.
– Llamé para ver cómo estabas -dijo Baedecker-. Cómo estaba Scott cuando lo viste por última vez. Sólo quería cerciorarme de que habías vuelto sana y salva de la India. Cuando la muchacha del dormitorio me dijo que aún visitabas a tu familia, decidí no dejar ningún mensaje. ¿Cómo supiste que era yo? ¿Cómo demonios me encontraste?
Maggie sonrió, un destello de picardía en los ojos verdes.
– Ningún misterio, Richard. Primero, supe que eras tú. Segundo, llamé a tu compañía de St. Louis. Me dijeron que habías renunciado y te habías ido, pero nadie sabía adonde hasta que hablé con Teresa, de la oficina del señor Prescott. Ella encontró la dirección que habías dejado para un caso de emergencia. Yo tenía el fin de semana libre. Y aquí estoy.
Baedecker pestañeó.
– ¿Por qué?
Maggie se sentó en un banco de pino, y Baedecker se sentó junto a ella. La brisa agitó las hojas e hizo bailar la luz del farol y las sombras. A media manzana estalló un aplauso cuando el equilibrista realizó algo interesante.
– Quería saber cómo andaba tu búsqueda -explicó Maggie. Baedecker la miró desconcertado.
– ¿Qué búsqueda? -preguntó.
Como respuesta, Maggie se desabotonó la parte superior del vestido blanco. Alzó un collar a la luz opaca y Baedecker tardó unos segundos en reconocer la medalla de San Cristóbal que le había dado en Poona. Era la medalla que su padre le había dado en 1951 el día en que Baedecker ingresó en la Infantería de Marina. Era la medalla que llevó a la Luna. Baedecker meneó la cabeza.
– No -dijo-, no lo entendiste.
– Sí -dijo Maggie.
– No. Admitiste que cometiste un error al seguir a Scott a la India. Ahora estás cometiendo un error todavía más grande.
– No seguí a Scott a la India. Fui a la India para ver qué hacía, porque creí que le apasionaban las preguntas que yo también considero importantes. Me equivoqué. No le interesaba hacer preguntas, sólo hallar respuestas.
– ¿Qué diferencia hay? -preguntó Baedecker. La conversación se le escapaba de las manos, se le iba como un avión que se detenía en el aire.
– La diferencia es que Scott optó por la ley del menor esfuerzo -dijo Maggie-. Como la mayoría de la gente, se sintió incómodo a la intemperie, no protegido por ninguna sombra de autoridad. Así que cuando las preguntas se pusieron difíciles, se conformó con respuestas fáciles.
Baedecker meneó la cabeza de nuevo.
– No me enredes con frases pomposas. Estás totalmente confundida, y me confundes con otra persona, Maggie. Soy sólo un tío maduro que se ha cansado de su trabajo y tiene dinero suficiente para tomarse unos meses de vacaciones no merecidas.