Baedecker cogió dos briznas de hierba, peló las puntas y le ofreció una a Maggie.
– Gracias. -Maggie miró la pared oeste del desfiladero-. Tus amigos son interesantes.
– ¿Tom y Deedee? -dijo Baedecker-. ¿Qué piensas?
Maggie lo miró fijamente.
– Pienso que son tus amigos. Yo soy la invitada.
Baedecker mascó su brizna de hierba y meneó la cabeza.
– Me gustaría conocer tu opinión -dijo al cabo.
Maggie sonrió y miró el sol.
– Bien, después del sermón numerológico de anoche, estuve tentada a decir que estos tíos tienen la luz del porche encendida pero no hay nadie en casa. -Mascó una brizna de hierba-. Pero eso no es justo. Es cruel. Tom y Deedee representan cierta clase de gente que me despierta profundas reservas.
– ¿Cristianos renacidos? -dijo Baedecker.
Maggie meneó la cabeza.
– No, personas que cambian el cerebro por verdades sagradas que se pueden reducir a lemas.
– Parece que todavía hables de Scott -apuntó Baedecker.
Maggie no lo negó.
– ¿Qué piensas tú de Tom? -preguntó.
Baedecker reflexionó un minuto.
– Bien, hace poco me vino a la memoria una anécdota de nuestros primeros días de entrenamiento.
– Magnífico -dijo Maggie-, adoro las anécdotas.
– Ésta es larga.
– Adoro las anécdotas largas.
– Bien. Durante dos semanas debíamos realizar un adiestramiento de supervivencia -dijo Baedecker-. Para la gran final nos dividieron en equipos de tres, nos llevaron en avión hasta el desierto de Nuevo México, al noroeste de White Sands, y nos dieron tres días para que regresáramos a la civilización. Teníamos navajas multiuso, folletos sobre plantas comestibles y una brújula para los tres.
– Gran diversión -dijo Maggie.
– Eso pensó la NASA -dijo Baedecker-. Si no aparecíamos en cinco días, iniciarían la búsqueda. No les interesaba perder a sus astronautas de segunda generación. De cualquier modo, nuestro equipo era igual que la tripulación que formamos más tarde: Dave Muldorff, Tom y yo. Aun entonces, Tom siempre se esforzaba más que los demás. Incluso cuando ya había pasado lo peor, el ingreso en el cuerpo de astronautas, la selección de tripulantes, lo que fuera, siempre se deslomaba como si estuvieran a punto de echarlo. Bien, todos temimos eso en alguna ocasión, pero en Tom parecía permanente.
»Nuestro otro compañero era Dave Muldorff, a quien apodamos Rockford; Dave era todo lo contrario. Me dijo una vez que la única filosofía que compartía era la Ley de Ohm: hallar el camino de menor resistencia y seguirlo. Dave se parecía mucho a Neil Armstrong… rendían un mil por ciento y llegaban a la cima cuando era necesario, pero nunca los sorprendías corriendo en una pista al amanecer. La principal diferencia entre Muldorff y Armstrong era que Dave tenía un raro sentido del humor.
»De cualquier modo, nuestro primer día de ejercicios fue bien. Encontramos agua y hallamos el modo de llevar algo con nosotros. Tom cazó un lagarto antes del anochecer y quiso comérselo crudo, pero Dave y yo decidimos aguantar un poco. Fijamos un itinerario para cruzar un camino que se internaba en las montañas, y estábamos seguros de hallarlo tarde o temprano. El segundo día, Tom estaba dispuesto a almorzar el lagarto, pero Dave nos convenció de seguir alimentándonos con plantas y guardar el plato principal para la cena. A las dos de esa tarde, Dave empezó a actuar de manera extraña. Olfateaba el suelo diciendo que olía el camino a la civilización. Tom sugirió que era insolación y ambos nos alarmamos. Tratamos de cubrir la cabeza de Dave con una camiseta, pero aulló y echó a correr.
»Lo alcanzamos medio kilómetro después; tras atravesar un risco, nos encontramos a Muldorff cerca de un arroyo desolado, sentado en una silla bajo una sombrilla, bebiendo una cerveza fría. Tenía una radio encendida, un cubo lleno de hielo y cerveza a los pies, y una piscina hinchable. A pocos metros había una laguna con una balsa hinchable y un par de pies de pato. Recuerda que estábamos en medio de ninguna parte, a cien kilómetros de la carretera más próxima.
»Cuando terminó de reír, Dave nos contó cómo lo había hecho. Le pidió a una empleada de la Fuerza Aérea de la oficina del comandante que hurgara en los archivos para hallar los puntos de descenso propuestos para los diversos equipos de la NASA. Luego Dave trazó una probable ruta de regreso y persuadió a un amigo que pilotaba helicópteros en White Sands de que trasladara esa basura al arroyo. Dave lo consideraba muy gracioso. Tom, no. Al principio se enfureció tanto que dio media vuelta y se alejó de Dave, la sombrilla y la música rock. Al principio le di la razón a Tom. La travesura de Dave era la típica cosa que a la NASA le sacaba de sus casillas. Por lo que sabíamos, la agencia no tenía sentido del humor. Nuestro equipo podía encontrarse en un gran brete.
»Pero al cabo de un par de cervezas, Dave ocultó todo el material detrás de una roca y regresamos a nuestro adiestramiento. Tom no le habló en veinticuatro horas. Peor aún, creo que nunca le perdonó del todo ni lo olvidó en los dos años que trabajamos juntos. Al principio pensé que estaba furioso porque Dave arruinaba nuestro entrenamiento y ponía en peligro los impecables antecedentes de Tom. Luego noté que era algo más. Dave había violado las reglas y Tom nunca pudo superar eso. Y había otra cosa…
– ¿Qué? -preguntó Maggie.
Baedecker se inclinó hacia delante y susurró:
– Bien, creo que Tom ansiaba engullirse el maldito lagarto y Dave le había aguado la fiesta.
Deedee y Tommy aparecieron cuando Baedecker y Maggie se disponían a cruzar el río, y lo vadearon los cuatro juntos. Tommy estaba pálido y alicaído pero se mantuvo huraño como antes. Deedee hablaba por los dos. El río sólo les llegaba a las rodillas, pero la corriente era rápida y el agua estaba helada. Baedecker esperó a que los demás hubieran cruzado, desató la soga de la orilla este y la llevó consigo al cruzar.
Cuarenta y cinco minutos después pasaron ante una cascada, cruzaron de nuevo el arroyo -esta vez sobre un tronco caído- y poco después trepaban en zigzag. La cumbre del Matterhorn se erguía sobre ellos y el pico Uncompahgre era cada vez más visible al sudeste. Estaban a pocos kilómetros de la montaña, y Baedecker empezó a comprender el tamaño de ese macizo. Le recordó las enormes mesetas y montes que había visto en Nuevo México y Arizona, pero éste era más afilado y escarpado, y no surgía del desierto sino de una meseta de tres mil pies.
A media tarde, tras terminar la marcha por el sendero sinuoso, salieron a la alta tundra. La transformación era sorprendente. Los densos pinares del desfiladero fueron reemplazados por abetos añosos y achaparrados, tan castigados por la intemperie que no tenían ramas en los lados oeste y norte, y luego por altos grupos de enebros, y más tarde aun éstos desaparecían y sólo la hierba y una aulaga baja y rojiza cubría la tundra pedregosa. Para Baedecker, subir desde el último risco del desfiladero fue como pasar del último peldaño de una escalera a la azotea de un edificio alto.
Desde el alto paso que ahora atravesaban, Baedecker veía picos montañosos y un incesante paisaje de pasos, riscos, prados altos y una tundra ondulante. Retazos de nieve salpicaban el paisaje. Una profusión de cúmulos borrosos se extendía en el cielo hasta el dentado horizonte, y el azul y blanco de arriba casi se fundían con el blanco y marrón de abajo.
Baedecker se detuvo, jadeando y sudando; los pulmones le exigían más oxígeno del que podían suministrar.
– Magnífico -exclamó.
Maggie sonreía. Se quitó el pañuelo rojo que le cubría la cabeza y se enjugó la cara. Tocó el brazo de Baedecker y señaló el nordeste, donde pacían ovejas en un ondulante prado alpino a varios riscos de distancia. Los cuerpos grises se mezclaban con las nubes, los campos de nieve y las sombras de las nubes, produciendo una sensación de movimiento ajedrezado.
– Magnífico -repitió Baedecker. El corazón le martilleaba contra las costillas. Era como si hubiera dejado una parte oscura de sí mismo en las sombras del desfiladero. Maggie le ofreció agua. Baedecker bebió sintiendo el contacto del brazo de ella.
Tommy se desplomó en una roca y tanteó una mata de musgo con el bastón. Deedee sonrió y miró en torno.
– Allá está Tom -dijo, señalando una pequeña figura más allá del paso-. Parece que ya está instalando una tienda.
– Esto es maravilloso -se dijo Baedecker. Por alguna razón se sentía mareado en el aire fresco y poco denso. Le dio el agua a Maggie, que bebió con avidez, irguiendo la cabeza de tal modo que los rizos cortos y rojizos recibieron la luz del sol.
Maggie le ofreció agua a Deedee, pero la mujer en cambio le cogió la mano. Con la otra mano cogió los dedos de Baedecker. Los tres formaban un círculo. Deedee agachó la cabeza.
– Gracias, Señor -dijo-, por permitirnos presenciar la perfección de Tu Creación y por compartir este momento especial con queridos amigos que, con la ayuda del Espíritu Santo, conocerán la verdad de Tu Palabra. Lo pedimos en nombre de Jesús. Amén.
Deedee palmeó la mano de Baedecker y lo miró.
– Claro que es maravilloso -dijo con lágrimas en los ojos-. Admítelo, Richard, ¿no te gustaría que Joan estuviera aquí para compartirlo con nosotros?
El campamento consistía en tres tiendas alrededor de una roca alta de cima roma que se erguía en un vasto círculo de tundra. No había leña a esa altitud, excepto las ramas de los arbustos que crecían entre las rocas, así que pusieron sus calentadores portátiles en una piedra plana, al lado de la roca, y observaron las azules llamas de propano mientras despuntaban las estrellas.