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Antes de la cena habían explorado la ruta mientras las sombras del Wetterhorn y el Matterhorn cubrían la meseta y ascendían por los flancos escalonados del Uncompahgre.

– Allá -dijo Gavin, entregando los prismáticos a Baedecker-. Al pie del risco sur.

Baedecker miró y distinguió una tienda baja y roja a la sombra de las rocas. Dos figuras se movían alrededor, almacenando equipo y trabajando sobre un pequeño calentador. Baedecker devolvió los prismáticos.

– Veo a dos de ellos -dijo-. Me pregunto dónde están la chica y el tío del ala delta.

– Allá arriba -contestó Maggie, señalando el alto risco que aún recibía la luz del sol.

Gavin enfocó los prismáticos.

– Los veo. Ese idiota todavía arrastra el ala delta.

– No planeará volar esta noche, ¿verdad? -preguntó Maggie.

Gavin meneó la cabeza.

– No, le faltan horas para llegar a la cima. Simplemente llegan a la mayor altura posible antes del anochecer. -Le entregó los prismáticos a Maggie.

– El amanecer será la hora más apropiada para lo que desea hacer -dijo Baedecker-. Fuertes corrientes térmicas. Poco viento. -Maggie le dio los prismáticos y Baedecker escrutó dos veces el risco antes de hallar las pequeñas figuras en el dentado espinazo de la montaña. El sol alumbraba el saco rojo y amarillo mientras el hombre se encorvaba bajo el peso del bulto de aluminio y tela. La mujer lo seguía a varios pasos, encorvada bajo su propia carga, una enorme mochila con dos sacos de dormir. La luz del sol abandonó la montaña y las dos siluetas se confundieron con las agujas y las rocas del risco.

– ¡Oh!, ¡oh! -exclamó Maggie. Estaba mirando hacia el oeste. El sol aún no se había puesto, pero sobre el horizonte se extendía un banco de nubes negruzcas que había devorado la última luz del día.

– Tal vez pase de largo -dijo Gavin-. El viento sopla hacia el sudeste.

– Ojalá -dijo Maggie.

Baedecker volvió a enfocar los prismáticos hacia el risco sur, pero era difícil distinguir dos insignificantes figuras humanas con la cercanía de la tormenta y el anochecer.

Las estrellas aún titilaban, pero en el oeste todo era oscuridad. Los cuatro adultos, acurrucados cerca de los calentadores, bebían té caliente mientras Tommy miraba al norte sentado en la roca. Hacía mucho frío, pero no soplaba viento.

– Tú no conoces a Joan, la esposa de Dick, ¿verdad, Maggie? -preguntó Deedee.

– No -dijo Maggie-. No la conozco.

– Joan es una persona maravillosa -dijo Deedee-. Tiene la paciencia de una santa. Su personalidad es perfecta para una excursión como ésta porque nada la inmuta. Sabe atenerse a las circunstancias.

– ¿Adonde irás después de Colorado? -le preguntó Gavin a Baedecker.

– Oregon. Pensaba visitar a Rockford.

– ¿Rockford? -dijo Gavin-. Oh, Muldorff. Lástima de su enfermedad.

– ¿Qué enfermedad? -preguntó Baedecker.

– Joan era la más paciente de las esposas -le dijo Deedee a Maggie-. Cuando los hombres se iban durante unos días, semanas, todas nos poníamos nerviosas… incluso yo. Pero Joan nunca se quejaba. Creo que jamás le oí una queja en todos los años que la conocí.

– Lo hospitalizaron en junio -dijo Gavin.

– Lo sé -dijo Baedecker-. Pensaba que era apendicitis. Ahora está bien, ¿verdad?

– Entonces, Joan era cristiana, pero no se había entregado del todo a Jesús -dijo Deedee-. En cuanto a ella y Philip… creo que él es contable. Bien, tengo entendido que trabajan mucho en una iglesia evangélica de Boston.

– No era apendicitis -dijo Gavin-. Hablé con Jim Bosworth, personaje influyente en el Capitolio de Washington. Dice que los amigos de Muldorff en el Congreso saben que tiene la enfermedad de Hodgkin. Le extirparon el bazo en junio.

– ¿Asistes a una iglesia allá, querida? Me refiero a Boston.

– No -respondió Maggie.

– Oh, bien -dijo Deedee-. Pensé que en tal caso te podrías haber cruzado con Joan. El mundo es tan pequeño, ¿verdad?

– ¿Lo es? -preguntó Maggie.

– El pronóstico no es bueno, creo -dijo Gavin-. Pero siempre existe la posibilidad de un milagro.

– Sí, claro que lo es -dijo Deedee-. Una vez, cuando todas nos preparábamos para la misión de los hombres, Joan me llamó para pedirme que me quedara con su hijo mientras ella iba a comprar el regalo de cumpleaños de Dick. Yo tenía visitas de Dallas, pero le dije que iríamos. Bien, Scott tenía siete años entonces, y Tommy tres o cuatro.

Baedecker se levantó, fue hasta su tienda y se metió dentro para no oír más.

Cuando Baedecker tenía siete u ocho años, al principio de la guerra acompañó a su padre a pescar a un embalse de Illinois. Era la primera vez que le permitían ir a una excursión de pesca nocturna. Había dormido en la misma cama que su padre en una cabaña cerca del lago y había salido por la mañana de un día caluroso y brillante de fines de verano. La ancha extensión de agua parecía ahogar y amplificar los sonidos al mismo tiempo. El follaje del camino de grava que bajaba al muelle parecía demasiado denso para adentrarse, y las hojas ya estaban cubiertas de polvo a las seis y media de la mañana.

El pequeño ritual de preparar el bote y el motor fueraborda era excitante, un recreo dentro del largo viaje. El chaleco salvavidas, un bulto incómodo con peste a pescado, era tranquilizador. El pequeño bote avanzó despacio por el embalse, hendiendo las aguas calmas, agitando perezosos arcos iris de aceite derramado. La palpitación del motor de diez caballos se fundía con el olor a gasolina y escamas de pescado para crear una perfecta sensación de lugar y perspectiva en la joven conciencia de Baedecker.

El puente de la carretera vieja se había alejado de la costa cuando la presa había taponado el río unos años antes. Ahora sólo quedaban dos fragmentos rotos, blancos y brillantes como fémures expuestos contra el cielo azul y el agua oscura.

El joven Baedecker estaba fascinado con la idea de subir a los puentes, de erguirse sobre la caliente extensión del lago, de pescar desde allá arriba. Baedecker sabía que su padre amaba la pesca tranquila. Conocía la infinita paciencia con que pescaba su padre, observando la línea durante horas sin pestañear, dejando que el bote se deslizara por el lago o incluso que bogara a la deriva con el motor apagado. Baedecker no tenía esa paciencia. El bote ya le parecía demasiado pequeño, el avance demasiado lento. Acordaron una solución de compromiso: el niño tendría libertad -aunque arropado en su chaleco salvavidas- mientras su padre exploraba las caletas cercanas buscando una entrada promisoria. Baedecker tuvo que prometer que se quedaría en el centro del más grande de los dos arcos.

La sensación de aislamiento era maravillosa. El bote de su padre se perdió de vista a la vuelta de un cabo y Baedecker continuó observando hasta que murieron los últimos ecos del motor fueraborda. El sol calentaba mucho, y el efecto de mirar la línea de pesca y el señuelo pronto se volvió hipnótico. Las pequeñas olas que lamían la mohosa parte inferior del puente, dos metros más abajo, creaban una ilusión de movimiento, como si los dos segmentos de puente se desplazaran despacio por el agua. Al cabo de media hora el calor y la sensación de movimiento le causaron una ligera náusea, una palpitante pulsación de vértigo. Recogió la línea, apoyó la caña en la rajada baranda de cemento y se sentó en el camino. Hacía demasiado calor. Se quitó el chaleco salvavidas y se sintió mejor cuando el sudor se le secó en la espalda.

No supo cuándo se le ocurrió la idea de saltar de una sección del puente a la otra. Las dos partes del arco destrozado estaban separadas por menos de dos metros de agua. El tramo más corto se encontraba a un metro del agua, pero el tramo más grande, donde estaba Baedecker, no se había consolidado tanto como el otro y era casi medio metro más alto, con lo cual el salto parecía más fácil.

La idea de saltar pronto se transformó en obsesión, una presión creciente en el pecho de Baedecker. Varias veces enfiló hacia el borde, planeando la carrera, ensayando el brinco. Por alguna razón estaba seguro de que su padre se alegraría de ver a su hijo en la otra sección del puente cuando regresara. Se armó de coraje varias veces, inició la carrera y se detuvo. El miedo le cerraba la garganta obligándolo a detenerse, y sus zapatillas rechinaban en el cemento. Se quedaba jadeando, la tez clara ardiendo al sol, la cara roja de embarazo. Por último retrocedió, dio seis largos trancos y saltó.

Trató de saltar. En el último momento intentó detenerse, el pie derecho le patinó en el borde del puente y cayó. Logró torcerse en el aire, sintió un golpe brutal en el torso y quedó colgando, los pies oscilando sobre el agua, los codos y brazos sobre el cemento.

Se había hecho daño. Tenía arañazos en los brazos y las manos, sentía gusto a sangre en la boca, y el estómago y las costillas le dolían terriblemente. No tenía fuerzas para trepar a la superficie del puente. Tenía las rodillas en el aire y no atinaba a levantar las piernas a la altura suficiente para apoyarse en el cemento rajado. El agua del lago parecía crear una succión que amenazaba con absorberlo. Baedecker dejó de forcejear y se quedó colgado. Sólo la fricción contra las manos y los brazos raspados le impedía deslizarse hacia el lago. Con su imaginación de niño podía ver las grandes honduras de oscuridad que aguardaban debajo del puente, adivinaba los árboles sumergidos bajo la superficie, el descenso hacia el lodoso fondo del lago. Imaginaba las calles y las casas sumergidas y los cementerios del valle transformados en lago artificial, todo esperando bajo las oscuras aguas. Esperándole a él.

A medio metro de los ojos de Baedecker, en una estrecha fisura de la superficie del puente, crecía una maleza. No podía alcanzarla. No resistiría si él se aferraba. Sintió que disminuía la presión sobre las manos y brazos arañados. Le dolían los hombros y sabía que en cuestión de minutos, quizá segundos, sus trémulos brazos cederían y resbalaría hacia atrás, arrastrando las palmas y los brazos por el cemento ardiente.