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– No, amigo, no entiendes nada. No es la cosa de alguien. Simplemente es. Y somos parte de ello. Y eso merece una celebración.

Gavin también meneó la cabeza, como si estuviera ante un niño.

– Rocas, aire y nieve -dijo-. No significa nada por sí mismo.

Lude se quedó mirando al ex astronauta mientras Gavin se calzaba la mochila. Al fin Lude sonrió. Su pelo largo ondulaba en la brisa suave.

– Tienes la mente desquiciada, amigo, ¿te has dado cuenta?

– Vamos, Dick -dijo Gavin, dando la espalda a Lude-. Iniciemos el descenso.

Baedecker caminó hacia el ala Rogallo, se arrastró bajo el borde de la guía y alzó el arnés.

– Ayúdame -dijo.

Lude se le acercó.

– ¿Estás seguro, amigo?

– Ayúdame -repitió Baedecker. Las grandes manos de Lude ya estaban abrochando, ciñendo tramas de nailon, asegurando las correas de la cintura y los hombros. Las correas de la entrepierna y las argollas le recordaron a Baedecker todos los paracaídas que había usado en muchos años.

– No puedes hablar en serio -dijo Gavin.

Baedecker se encogió de hombros. Lude sujetó las correas de velero de la pierna y le indicó cómo desplazarse hacia adelante para obtener una posición de vuelo inclinado. Baedecker se levantó y se acomodó el peso de la cometa en el hombro, en el ápice del triángulo de metal, mientras Lude mantenía la quilla paralela al suelo.

– Estás loco -dijo Gavin-. No seas insensato, Dick. Ni siquiera llevas casco. Necesitaremos un equipo de rescate para desprender tu cuerpo de la cara de la montaña.

Baedecker asintió. El viento soplaba suavemente desde el oeste a menos de quince kilómetros por hora. Baedecker avanzó dos pasos hacia el borde. El ala delta botó ligeramente y se le calzó sobre los hombros. El viento y la gravedad jugaron en el cable tenso y en la tela ondulante.

– Esto es ridículo, Dick. Actúas como un adolescente.

– Mantén el morro hacia arriba, amigo -dijo Lude-. Inclina el cuerpo para girar.

Baedecker caminó hacia el borde. No había cuesta; la roca caía verticalmente treinta metros hasta terrazas escabrosas y luego seguían más caras verticales. Baedecker veía la camisa roja de Maggie a un kilómetro, una mota de color contra la tundra pedregosa, parda y blanca.

– ¡Dick! -ladró Gavin. Era una orden.

– No empieces ningún tres-sesenta a menos que tengas trescientos metros de aire debajo -dijo Lude-. Aléjate de la colina, amigo.

– Eres un condenado idiota -declaró Gavin. Era una evaluación final. Un veredicto.

Baedecker meneó la cabeza.

– Un celebrante -dijo. Avanzó cinco pasos y saltó.

CUARTA PARTE – LONEROCK

La ceremonia fúnebre es en nochevieja, las nubes están bajas, y la corta procesión de vehículos ha viajado cuatro horas y media desde Salem, Oregon, a través de neviscas intermitentes. Aunque todavía es de mañana la luz está borrosa y opaca. Árboles, piedras y maderas la absorben dejando sólo contornos grises. Hace mucho frío. El humo blanco del tubo de escape del coche fúnebre acaricia a los seis hombres que sacan el ataúd del vehículo y lo trasladan por la quebradiza hierba escarchada.

Baedecker siente el frío de la manija de bronce a través del guante y se maravilla ante la liviandad del cuerpo de su amigo. Llevar el macizo ataúd no es un esfuerzo con la ayuda de los otros cinco. Baedecker recuerda un juego infantil donde un grupo hacía levitar a un voluntario en posición supina: cada niño ponía un solo dedo bajo el cuerpo tenso. El niño acostado se levantaba medio metro del suelo entre un coro de risas. Para el niño Baedecker, la sensación de alzar a alguien de ese modo iba acompañada por un ligero temor ante ese desafío a la gravedad, la violación de leyes inviolables. Pero siempre, al final, con delicadeza o brusquedad, bajaban al niño que chillaba y se contorsionaba, le devolvían el peso; la gravedad era obedecida.

Baedecker cuenta veintiocho personas junto a la tumba. Sabe que podría haber habido muchas más. Se comentó que asistiría el vicepresidente, pero el ofrecimiento apestaba a año electoral y Diane terminó pronto con eso. Baedecker mira a la izquierda y ve el chapitel de la iglesia metodista de Lonerock en el valle, tres kilómetros más abajo. La luz tenue caracolea con el paso de las nubes, y Baedecker se queda fascinado por la sensación de sustancia móvil del lejano chapitel. La iglesia había permanecido cerrada durante años antes de las exequias de esta mañana, y mientras Baedecker metía combustible en la estufa de metal, antes de la llegada de los demás deudos, reparó en la fecha de un periódico viejo: 21 de octubre de 1971. Baedecker hizo una pausa tratando de recordar dónde debían de estar él y Dave el 21 de octubre de ese año. Menos de tres meses antes del vuelo. Houston o el Cabo, muy probablemente. Baedecker no recuerda.

La ceremonia es breve y simple. El coronel Terrence Paul, un capellán de la Fuerza Aérea y viejo amigo, dice unas palabras. Baedecker habla un momento, recordando el paseo de su amigo por la superficie lunar, ligero, aureolado por la luz. Leen en voz alta un telegrama de Tom Gavin. Hablan otros. Por último, Diane evoca en voz baja el amor de su esposo por el vuelo y la familia. La voz se le quiebra un par de veces, pero se recobra y concluye.

En el silencio que sigue, Baedecker casi oye cómo los copos de nieve se posan sobre los abrigos, la hierba y el ataúd. De pronto, un estruendo sacude la ladera, y el grupo alza los ojos hacia los cuatro T-38 que bajan del noroeste en formación cerrada, a menos de doscientos metros de altura para mantenerse bajo las nubes. Mientras la formación pasa rugiendo con un gemido que retumba en los huesos, los dientes y el cráneo, el reactor que sigue al líder abandona repentinamente la formación y trepa casi verticalmente hacia el gris techo de nubes. Los otros tres T-38 desaparecen al sudeste, y el chillido de las toberas se transforma en un murmullo que se pierde en el silencio.

La formación del piloto ausente, como de costumbre, conmueve a Baedecker hasta las lágrimas. Parpadea en el aire frío. El general Layton, otro amigo de la familia, hace una seña a la guardia de honor de la Fuerza Aérea. Quitan la bandera americana del ataúd y la doblan ceremoniosamente. El general Layton entrega la bandera doblada a Diane. Ella la acepta sin lágrimas.

Individuos y grupos pequeños saludan a la viuda, y luego la gente se detiene un instante y se aleja lentamente hacia los automóviles que aguardan más allá de la cerca.

Baedecker se queda unos minutos. Siente el aire frío en los pulmones. Más allá del valle ve las colinas moteadas de nieve gris. La carretera del condado atraviesa la ladera del acantilado como una cicatriz. Más al oeste, un risco combado se eleva de las colinas boscosas, y Baedecker piensa en escamas de estegosaurio. Echa una ojeada a la pequeña cabaña del extremo del cementerio y ve la semioculta excavadora amarilla. Dos hombres con monos grises y gorras azules fuman y observan. «Esperando a que me largue», piensa Baedecker. Mira la superficie del ataúd gris suspendido sobre la fosa cavada en la tierra escarchada, da media vuelta y camina hacia los coches.

Diane espera ante la portezuela abierta de su jeep Cherokee blanco, y llama a Baedecker cuando los demás han subido a sus propios coches.

– Richard, ¿quieres bajar la colina conmigo?

– Claro -dice Baedecker-. ¿Quieres que conduzca yo?

– No, yo conduciré. -El Cherokee es el último coche en partir. Baedecker mira a Diane cuando bajan la estrecha senda de grava; ella no mira hacia el cementerio. Tiene las manos desnudas, blancas, firmes sobre el volante. La nieve arrecia mientras bajan en zigzag por el camino abrupto y Diane pone en funcionamiento los limpiaparabrisas. El vaivén de metrónomo de los limpiaparabrisas y el ronroneo de la calefacción son los únicos sonidos durante varios minutos.

– Richard, ¿crees que salió bien? -Diane se desabrocha el abrigo y baja la calefacción. Lleva un vestido azul oscuro; no encontró un vestido negro de embarazada en los tres días anteriores al funeral.

– Sí -dice Baedecker.

Diane asiente con la cabeza.

– Yo también.

El jeep traquetea al pasar sobre una zanja. Las luces de freno del coche de delante parpadean cuando aminora la velocidad para eludir una piedra que sobresale en la maltrecha carretera. Atraviesan una parcela y doblan hacia un camino de grava que se interna en el valle.

– ¿Te quedaras con nosotros en Salem esta noche? -pregunta Diane-. Comeremos algo caliente en casa y luego regresaremos.

– Desde luego -dice Baedecker-. Le dije a Bob Munsen que me encontraría con él esta tarde, pero no puedo volver a las siete.

– Tucker estará aquí esta noche -dice Diane, como si aún necesitara convencerlo-. Y Katie. Estaría bien que los cuatro estuviéramos juntos por última vez.

– No tiene que ser la última vez, Diane -dice Baedecker.

Ella mueve la cabeza pero no responde. Baedecker le mira la cara, ve las pecas que resaltan contra la tez pálida, y recuerda una muñeca alemana de porcelana que su madre guardaba en el escritorio. Baedecker la rompió un día de lluvia cuando jugaba con Boots, su enorme spaniel. Aunque su padre la pegó, desde entonces Baedecker siempre fue sensible a la infinitesimal tracería de líneas de fractura en las mejillas blancas y la frente de la delicada estatuilla. Baedecker escruta los rasgos de Diane como si buscara en ellos nuevas líneas de fractura.

Afuera la nevisca arrecia cada vez más.

Baedecker llegó a Salem a principios de octubre. Se apeó del tren, dejó el equipaje y miró en torno. La pequeña estación estaba a cincuenta metros. Parecía construida en los años 20 y abandonada poco después. Crecían matas de musgo en el tejado.