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– ¡Richard!

Más allá de una familia que intercambiaba abrazos, Baedecker distinguió la silueta alta de Dave Muldorff cerca de la estación. Agitó el brazo, cogió su vieja bolsa de vuelo y echó a andar hacia Dave.

– Demonios, qué alegría verte -dijo Dave. La mano era grande, el apretón firme.

– Lo mismo digo -dijo Baedecker. Con repentina emoción, comprendió que de veras se alegraba de ver a su viejo colega-. ¿Cuánto ha pasado, Dave? ¿Dos años?

– Casi tres -dijo Dave-. Esa ceremonia que animó Mike Collins en el Museo del Aire y del Espacio. ¿Qué demonios le has hecho a tu pierna?

Baedecker hizo una mueca y se tocó el pie derecho con el bastón.

– Un tobillo resentido -dijo-. Me lo torcí cuando estaba en las montañas con Tom Gavin.

Dave cogió la bolsa de vuelo de Baedecker y los dos echaron a andar hacia el aparcamiento.

– ¿Cómo anda Tom?

– Bien -dijo Baedecker-. El y Deedee están muy bien.

– Actualmente trabaja de salvador, ¿eh?

Baedecker miró de soslayo a su ex compañero. Nunca había existido afecto entre Gavin y Muldorff. Baedecker sentía curiosidad por los sentimientos de Dave, casi diecisiete años después de la misión.

– Dirige un grupo evangélico llamado Apogeo -dijo Baedecker-. Tiene bastante éxito.

– Magnífico -dijo Dave, y la voz parecía sincera. Llegaron a un flamante jeep Cherokee blanco y Dave arrojó los bártulos de Baedecker en la parte trasera-. Me alegra saber que Tom está bien.

El jeep olía a tapicería nueva recalentada por el sol. Baedecker bajó la ventanilla. Era un día de principios de octubre cálido y despejado. Hojas quebradizas susurraban en un viejo roble más allá del aparcamiento. El cielo estaba sobrecogedoramente azul.

– Pensé que siempre llovía en Oregon -dijo Baedecker.

– Habitualmente sí. -Dave se internó en el tráfico-. Tres o cuatro días al año el sol sale para darnos la oportunidad de limpiarnos los hongos entre los dedos de los pies. Los polizontes, las emisoras de televisión y la base local de la Fuerza Aérea odian los días como éste.

– ¿Por qué? -preguntó Baedecker.

– Cada vez que sale el sol, reciben trescientas o cuatrocientas llamadas que hablan de un gran OVNI anaranjado en el cielo -dijo Dave.

– Ja.

– No te miento. Todos los vampiros del estado echan a correr hacia sus ataúdes. Este es el único estado de la Unión donde pueden trabajar durante el día sin toparse con la luz del sol. Estos pocos días soleados son alarmantes para nuestra población de Nosferatus.

Baedecker apoyó la cabeza en el asiento y cerró los ojos. Iba a ser una visita larga.

– Oye, Richard, ¿se nota que recientemente he practicado sexo oral con una gallina?

Baedecker abrió un ojo. Su ex compañero aún parecía una versión más flaca y demacrada de James Garner. Ahora tenía más arrugas en la cara y pómulos más afilados, pero no se veían canas en el pelo negro y ondulado.

– No -respondió Baedecker.

– Menos mal -dijo Dave con tono de alivio. De pronto tosió dos veces sobre su puño. Fragmentos de Kleenex amarillo aletearon en el aire como plumas.

Baedecker cerró el ojo.

– Me alegra tenerte aquí, Richard -dijo Dave Muldorff.

Baedecker sonrió sin abrir los ojos.

– Me alegra estar aquí, Dave.

Baedecker vendió su coche en Denver y cogió el tren con Maggie Brown para ir al oeste. No sabía si la decisión era prudente -sospechaba que no- pero por una vez decidió actuar sin analizar.

El «Céfiro de California» de Amtrak partió de Denver a las nueve de la mañana, y Baedecker desayunó con Maggie en el coche comedor mientras el largo tren atravesaba la divisoria continental a través del primero de los cincuenta y cinco túneles que los aguardaban en Colorado. Baedecker miró los platos de papel, las servilletas de papel y el mantel de papel.

– La última vez que viajé en tren por Estados Unidos, los manteles eran de tela y no se recalentaba la comida en el microondas -le dijo a Maggie.

Maggie sonrió.

– ¿Cuándo fue eso, Richard, en la Segunda Guerra Mundial? -Era una broma, una cruda ironía a costa de Baedecker, que aludía constantemente a la diferencia de edad entre ambos, pero Baedecker parpadeó al comprender que en efecto había sido durante la guerra. Su madre los había llevado a él y a su hermana Anne de Peoria a Chicago para visitar a unos parientes durante las vacaciones. Baedecker recordaba los asientos que miraban hacia atrás, el murmullo de los mozos de cordel y los camareros, la extraña emoción de observar los faroles de la calle y las ventanas anaranjadas en la noche, a través de la ventanilla. Chicago era un constelación de luces e hileras de ventanas de apartamentos pasando a gran velocidad mientras el tren se desplazaba por rieles elevados a través de la zona sur. Aunque Baedecker había nacido en Chicago diez años atrás, el espectáculo le produjo una sensación de desplazamiento, de haberse alejado del centro de las cosas. No era desagradable. Veintiocho años después de ese viaje a Chicago, sufriría la misma sensación de zozobra cuando su nave Apollo quedara fuera de contacto radial mientras el perfil tosco de la Luna le llenaba la visión. Baedecker se había apoyado en la ventanilla del módulo de mando y había limpiado el cristal empañado con la palma, tal como cuatro décadas y media antes, cuando el tren en el que viajaban su madre, su hermana y él entraba en Union Station.

– ¿Han terminado ustedes? -preguntó el camarero de Amtrak, casi con hostilidad.

– Terminado -dijo Maggie, bebiendo el último sorbo de café.

– Bien -dijo el camarero. Cogió el mantel de papel rojo por ambos extremos, envolvió los platos de papel, los utensilios de plástico y los vasos de plástico y lo arrojó todo en un receptáculo cercano.

– El progreso -rezongó Baedecker mientras regresaban por el pasillo.

– ¿De qué hablas? -preguntó Maggie.

– De nada -dijo Baedecker.

Esa noche, con Maggie acurrucada contra él, Baedecker miró por la ventanilla mientras cambiaban de locomotora en un rincón remoto de la playa de maniobras de Salt Lake City.

Al pie de una rampa abandonada, rodeada de malezas altas y quebradizas por el frío del otoño, había vagabundos reunidos alrededor de una fogata. Baedecker se preguntó si todavía llamaban bobos a los vagabundos del ferrocarril, como en otros tiempos.

Ambos despertaron antes del alba cuando las primeras luces rozaron las rocas rosadas del desfiladero desértico por donde avanzaba el tren. Baedecker supo al instante que el viaje no iría bien, que aquello que él y Maggie habían compartido en la India y redescubierto en las montañas de Colorado no sobreviviría a la realidad de los próximos días.

Ninguno de los dos habló mientras despuntaba el sol. El tren seguía su viaje hacia el oeste. Las rocas y mesetas pasaban deprisa. La mañana estaba envuelta en un silencio provisorio y frágil.

Dave y Diane Muldorff vivían en un barrio residencial en el lado sur de Salem. El patio daba a un arroyo rodeado de bosques y Baedecker escuchó el rumor del agua brincando en los guijarros mientras comía su bistec y su patata asada.

– Mañana te llevaremos a Lonerock -dijo Dave.

– Muy bien -acordó Baedecker-. Me agradará visitarlo después de oír hablar tanto durante tantos años.

– Dave te llevará -aclaró Diane-. Yo mañana tengo una recepción en el Hogar de Niños y una fiesta de recaudación de fondos el domingo. Os veré el lunes.

Baedecker asintió y miró a Diane Muldorff. Tenía treinta y cuatro años, catorce menos que el esposo. Con su rebelde melena de pelo oscuro, sus rutilantes ojos azules, su nariz roma y sus pecas, a Baedecker le hacía pensar en todas las niñas de su vecindario que había conocido. Pero en Diane destacaba una sólida adultez, una madurez serena pero firme que se enfatizaba en su sexto mes de preñez. Esa noche llevaba vaqueros claros y una gastada camisa Oxford azul con los faldones por fuera.

– Tienes muy buen aspecto -dijo impulsivamente Baedecker-. La preñez te sienta bien.

– Gracias, Richard. El tuyo también es bueno. Has perdido algo de peso desde esa fiesta en Washington.

Baedecker rió. En aquella ocasión había llegado a su peso máximo, más de quince kilos por encima del que tenía cuando era piloto. Aún seguía diez kilos por encima de ese peso.

– ¿Todavía corres? -preguntó Dave. Muldorff había sido el único integrante de la segunda generación de astronautas que no corría regularmente, lo que había causado ciertos conflictos. Ahora, diez años después de irse del programa, estaba más delgado que entonces. Baedecker se preguntó si sería a causa de la enfermedad.

– Corro un poco -dijo Baedecker-. Empecé hace unos meses, cuando regresé de la India.

Diane trajo varias botellas de cerveza helada a la mesa y se sentó. La última luz del atardecer le alumbró las mejillas.

– ¿Qué tal por la India? -preguntó.

– Interesante -dijo Baedecker-. Demasiado para absorber en tan poco tiempo.

– ¿Y viste a Scott? -preguntó Dave.

– Sí. Pero muy poco.

– Echo de menos a Scott -dijo Dave-. ¿Recuerdas nuestras excursiones de pesca en Galveston, a principios de los años 70?

Baedecker asintió. Recordaba las interminables tardes en la luz deslumbrante y las veladas lentas y cálidas. Scott y Baedecker siempre regresaban a casa con quemaduras de sol. «¡El regreso de los pieles rojas!», exclamaba Joan en un remedo de consternación. «¡Traed el ungüento!»

– ¿Sabías que ese tío, el hombre santo de Scott, vendrá para quedarse en ese ashram que tiene cerca de Lonerock? -preguntó Diane.

Baedecker pestañeó.