– ¿A quedarse? No, no lo sabía.
– ¿Cómo era el ashram de Poona donde se alojaba Scott? -preguntó Dave.
– En verdad no lo sé -dijo Baedecker. Pensó en la tienda de la entrada, que vendía camisetas con estampas de la cara barbuda del Maestro-. Estuve en Poona sólo un par de días, y apenas vi el ashram.
– ¿Regresará Scott cuando el grupo se traslade aquí? -preguntó Diane.
Baedecker paladeó la cerveza.
– No lo sé -dijo-. Tal vez esté aquí ahora. Me temo que he perdido el contacto.
– Oye -dijo Dave con acento cantarín-. ¿Quieres pasar a la sala de billar para jugar una partida?
– ¿Sala de billar? -inquirió Baedecker.
– ¿Qué te pasa, Richard? -dijo Dave-. ¿Nunca has visto los Beverly Hillbillies en la época de oro de la televisión?
– No.
Dave movió los ojos con gesto sorprendido.
– He aquí el problema de este chico, Diane. Está aislado culturalmente.
Diane asintió.
– Sin duda tu lo solucionarás, Dave.
Muldorff sirvió más cerveza y llevó ambos picheles a la puerta del patio.
– Por suerte para él, tengo grabados veinte episodios de los Beverly Hillbillies. Los veremos en cuanto lo derrote en una rápida pero costosa partida de billar. Adelante, monsieur Baedecker.
– Oui -dijo Baedecker. Cogió unos platos y los llevó a la cocina-. Einen Augenhlik, por favor, mon ami.
Baedecker aparca el coche alquilado y camina doscientos metros hasta la zona del accidente. Ha visto muchas veces este espectáculo, y no espera sorpresas. Está equivocado.
Cuando llega a la cima del risco, el viento helado lo abofetea y al mismo tiempo ve nítidamente el monte St. Helens. El volcán se yergue sobre el valle y la línea de riscos como un enorme y astillado tocón de hielo, coronado por un angosto penacho de humo o nubes. Baedecker comprende que está caminando sobre cenizas. Bajo la delgada capa de nieve el suelo es más gris que pardo. La confusión de huellas de la ladera le recuerda la zona pisoteada que rodeaba el módulo lunar cuando él y Dave terminaron su actividad extravehicular al final del segundo día.
La zona del accidente, el volcán y la ceniza le hacen pensar en el inevitable triunfo de la catástrofe y la entropía sobre el orden. Largas tiras de cinta de plástico color amarillo y naranja cuelgan de las rocas y arbustos indicando lugares que los investigadores hallaron interesantes. Para sorpresa de Baedecker, aún no han retirado los restos del avión. Repara en dos franjas largas y chamuscadas, separadas por treinta metros, donde el T-38 chocó con la colina y rebotó mientras se desintegraba. La mayoría de las ruinas se concentran en un grupo de rocas que se elevan como molares en la ladera. La nieve y la ceniza estaban desperdigadas en rayos que evocan los cráteres de impacto secundario cerca de la zona de alunizaje del módulo en las colinas Marius.
Sólo quedan fragmentos desfigurados y retorcidos del avión. La sección de cola está casi intacta; un metro y medio de metal limpio donde Baedecker lee el número de serie de la Guardia Nacional Aérea. Reconoce una masa larga y ennegrecida como uno de los motores turbojet gemelos de General Electric. Hay trozos de plástico derretido y astillas de metal retorcido por todas partes. Marañas de cable blanco y aislado rodean el fuselaje destrozado como entrañas de una bestia destripada. Baedecker ve una sección de la ennegrecida burbuja de plexiglás todavía unida a un fragmento de fuselaje. Salvo por las cintas de color y la concentración de huellas, no hay indicios de que el cuerpo de un hombre se fusionara con esos rotos fragmentos de aleación derretida.
Baedecker avanza dos pasos hacia la burbuja, pisa algo y retrocede horrorizado.
– ¡Dios mío! -Alza el puño impulsivamente aunque comprende que el trozo de hueso, carne asada y pelo chamuscado bajo el arbusto debía ser parte de un animalito que tuvo la desgracia de ser sorprendido por el impacto o el incendio. Se agacha para mirar con mayor atención. El animal tenía el tamaño de un conejo grande, pero los restos de piel no chamuscada son extrañamente oscuros. Busca una rama para tantear el pequeño cadáver.
– ¡Eh, nadie puede entrar en esta área! -Un policía del estado de Washington sube jadeando por la colina.
– Está bien -dice Baedecker, mostrando el pase de la base McChord de la Fuerza Aérea-. Estoy aquí para reunirme con los investigadores.
El policía mueve la cabeza y se detiene a unos metros de Baedecker. Se engancha el cinturón con los pulgares y trata de recobrar el aliento.
– Menudo destrozo, ¿eh?
Baedecker alza la cara a las nubes cuando comienza a nevar de nuevo. El monte St. Helens desaparece entre las nubes. El aire huele a goma quemada, aunque Baedecker sabe que había poca goma en el avión, salvo en las llantas.
– ¿Está en el grupo de investigación? -pregunta el policía.
– No -dice Baedecker-. Conocía al piloto.
– Oh. -El policía arrastra los pies y mira colina abajo.
– Me sorprende que no se hayan llevado los restos -comenta Baedecker-. Habitualmente tratan de guardarlo cuanto antes en un hangar.
– Problemas con el transporte. El coronel Fields y los del gobierno están tratando de solucionarlo, de conseguir camiones en Camp Withycombe, en Portland. Y además hay un problema jurisdiccional. Hasta el Servicio Forestal está involucrado.
Baedecker asiente. Se agacha para mirar de nuevo el animal muerto pero lo distrae un trozo de tela naranja que flamea en una rama cercana. Parte de una mochila, piensa. O de un traje de vuelo.
– Yo fui uno de los primeros en llegar aquí después del accidente -dice el policía-. Jamie y yo recibimos la llamada cuando íbamos de Yale hacia el oeste. El único que llegó antes fue ese geólogo que vive en una cabaña cerca de la Montaña de la Cabra.
Baedecker se incorpora.
– ¿Había mucho fuego?
– No cuando llegamos. La lluvia debió de apagarlo. No había mucho que quemar aquí. Excepto el avión, desde luego.
– ¿Llovía mucho antes del accidente?
– Ya lo creo. En la carretera había una visibilidad de menos de quince metros. Y vientos muy fuerte. Así imaginé siempre un huracán. ¿Has visto alguna vez un huracán?
– No -contesta Baedecker, y luego recuerda el huracán del Pacífico que él, Dave y Tom Gavin vieron desde trescientos kilómetros de altura antes del trayecto translunar-. ¿Así que ya estaba oscuro y llovía mucho?
– Sí. -El tono del policía sugiere que ya no tiene interés-. Dígame una cosa. El oficial de la Fuerza Aérea, el coronel Fields, parece creer que su amigo voló hacia aquí porque sabía que el avión estaba cayendo.
Baedecker mira al policía.
El hombre se aclara la garganta y escupe. Ha dejado de nevar y el suelo aún parece más gris en la opaca luz de la tarde.
– Pero si sabía que tenía problemas -dice el policía-, ¿por qué no expulsó el asiento eyector cuando llegó a esta zona? ¿Por qué se estrelló contra la montaña?
Baedecker vuelve la cabeza. En la carretera, varios vehículos militares, dos camiones y una pequeña grúa se han detenido cerca del Toyota alquilado de Baedecker. Un jeep cubierto trepa por la colina. Dentro va alguien con uniforme azul de la Fuerza Aérea. Baedecker se aleja del policía para salirle al encuentro.
– No lo sé -murmura, en voz tan baja que las palabras se pierden en el viento ululante y el ruido del vehículo que se acerca.
– ¿Cuánto falta para Lonerock? -preguntó Baedecker. Se dirigían al norte por la calle Doce de Salem. Ya eran las tres de la tarde.
– Cinco horas de viaje -dijo Dave-. Hay que tomar la interestatal 5 hasta Portland y luego seguir la garganta pasado el Dalles. Luego hay otra hora y media después de Wasco y Condon.
– Llegaremos después del anochecer -dijo Baedecker.
– No.
Baedecker plegó el mapa de carreteras y enarcó las cejas.
– Conozco un atajo -dijo Dave.
– ¿A través de las cascadas?
– Más o menos.
Salieron de la carretera Turner tomando un camino que conducía a un aeropuerto pequeño. Había varios reactores militares cerca de dos hangares grandes. Más allá de una ancha pista se encontraban un Chinook, un Cessna A-37 Dragonfly con insignias de la Guardia Nacional Aérea y un viejo C-130. Dave aparcó el Cherokee cerca del hangar militar, sacó los bártulos de la parte trasera y arrojó a Baedecker una cazadora de plumas.
– Abrígate, Richard. Hará frío donde vamos.
Un sargento y dos hombres con monos de mecánico salieron del hangar.
– Hola, coronel Muldorff. Todo preparado y revisado -dijo el sargento.
– Gracias, Chico. Te presento al coronel Dick Baedecker.
Baedecker saludó, y luego se dirigieron por la pista hasta un helicóptero aparcado detrás del Chinook. Los mecánicos estaban abriendo la portezuela lateral.
– Que me cuelguen -dijo Baedecker-. Un Huey.
– Un Bell HU-1 Iroquois para ti, novato -dijo Dave-. Gracias, Chico, déjalo en mis manos. Nate tiene mi plan de vuelo.
– Buen viaje, coronel -dijo el sargento-. Mucho gusto en conocerle, coronel Baedecker.
Mientras seguía a Dave alrededor del helicóptero, Baedecker sintió una contracción en el plexo solar. Había viajado en Huey cientos de veces -incluidas treinta y cinco horas de pilotaje durante la primera época de adiestramiento en la NASA- y jamás le había gustado. Sabía que Dave amaba esas máquinas traicioneras. Muldorff había realizado muchos vuelos experimentales en helicóptero. En 1965 Dave había sido «prestado» a Hughes Aircraft para resolver algunos problemas en el prototipo del TH-55A, un aparato de entrenamiento. El nuevo helicóptero tendía a caer de morro sin previo aviso. La investigación condujo a estudios de campo comparativos con las características de vuelo del Bell HU-1, que ya estaba operando en Vietnam. Dave viajó a Vietnam para realizar seis semanas de vuelo de observación con los pilotos del Ejército, que tenían fama de hacer cosas insólitas con sus máquinas. Cuatro meses después lo llamaron de vuelta y se descubrió que había pilotado misiones de combate todos los días, en un escuadrón de evacuación médica.