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Dave se sirvió de su experiencia para resolver el problema de Hughes con el TH-55A, pero le habían suspendido la promoción por haber volado sin autorización con el Primero de Caballería Aérea. También recibió notas de la Fuerza Aérea y del Ejército informándole de que en ninguna circunstancia recibiría pagos retroactivos por vuelos de combate. Dave había reído. Dos semanas antes de irse de Vietnam se enteró de que la NASA lo había aceptado para el programa de entrenamiento de astronautas post-Gemini.

– No está mal -dijo Baedecker cuando terminaron los chequeos externos y entraron en la cabina-. Buen vehículo para los fines de semana. ¿Una de las prebendas de un diputado, Dave?

Muldorff rió y arrojó a Baedecker una tabla con la lista de chequeo interno.

– Claro -dijo-. Goldwater hacía viajes gratis en F-18. Yo tengo mi Huey. Desde luego, es una ayuda que aún siga en reserva activa aquí. -Entregó a Baedecker una gorra de béisbol con la insignia AIR FORCE 1½. Baedecker se la caló y se puso los auriculares de radio-. Además, Richard, para tu tranquilidad como contribuyente, debes saber que esta pila de chatarra cumplió su deber en Vietnam, trasladó gente durante diez años y ahora figura oficialmente en la lista de repuestos. Chico y los muchachos lo mantienen en marcha por si alguien necesita correr a Portland a comprar cigarrillos.

– Sí -dijo Baedecker-. Magnífico. -Se sujetó al asiento izquierdo mientras Dave movía la palanca de control cíclico y bajaba la mano izquierda para apretar el arranque de la palanca de control colectivo. Ese constante juego de controles -cíclico, colectivo, pedales del timón, palanca de regulación- había enloquecido a Baedecker cuando pilotaba esas máquinas perversas, veinte años atrás. Comparado con un helicóptero militar, el módulo lunar Apollo era fácil de dominar.

El motor de turbina rugió, el motor de arranque de alta velocidad gimió y los dos rotores de quince metros empezaron a girar.

– ¡Allá vamos! -gritó Dave por el interfono. Varios paneles registraron lecturas correctas mientras el paleteo de los rotores alcanzaba un punto de presión casi físico. Dave tiró del control colectivo y tres toneladas de vieja maquinaria se elevaron. Los patines flotaron a dos metros de la pista.

– ¿Preparado para ver mi atajo? -dijo la metálica voz de Dave por el interfono.

– Enséñamelo -dijo Baedecker.

Dave sonrió, dijo algo por el micrófono y lanzó la nave hacia delante mientras iniciaban el ascenso hacia el este.

San Francisco estuvo lluviosa y fría los dos días que pasaron allí Baedecker y Maggie Brown. A sugerencia de Maggie, se alojaron en un viejo hotel rehabilitado cerca de Union Square. Los pasillos en penumbra olían a pintura fresca, las duchas estaban añadidas a macizas bañeras con patas ganchudas y por todas partes colgaban cañerías vistas. Baedecker y Maggie se turnaron para quitarse la mugre de un viaje de cuarenta y ocho horas en tren y se acostaron para hacer una siesta. En su lugar hicieron el amor, se ducharon de nuevo y salieron al atardecer.

– Nunca había estado aquí -dijo Maggie sonriendo-. ¡Es maravilloso!

Las calles estaban pobladas de gente que asistía a espectáculos, y de parejas -la mayoría masculinas- que caminaban de la mano bajo letreros de neón que prometían las delicias de senos o traseros al aire. El viento olía a mar y a gases de tubos de escape. Los tranvías se estaban reparando y los taxis estaban llenos o muy lejos. Baedecker y Maggie cogieron un autobús hasta el Fisherman's Wharf, donde caminaron sin hablar bajo una llovizna fría. El tobillo lastimado de Baedecker los obligó a entrar en un restaurante.

– Los precios son altos -observó Maggie cuando les sirvieron el plato principal-, pero las ostras son deliciosas.

– Sí -asintió Baedecker.

– De acuerdo, Richard -dijo Maggie, tocándole la mano-. ¿Qué ocurre?

Baedecker meneó la cabeza.

– Nada.

Maggie esperó.

– Sólo me preguntaba cómo recuperarías esta semana de clase -dijo Baedecker, sirviendo más vino para ambos.

– No es verdad -dijo Maggie. A la luz de las velas los ojos verdes parecían color turquesa. Maggie tenía las mejillas encendidas a pesar del bronceado-. Dime.

Baedecker la miró un largo instante.

– He estado pensando en ese estúpido espectáculo que el hijo de Tom Gavin dio en las montañas -dijo.

Maggie sonrió.

– ¿Te refieres a bailar desnudo en un roca durante una tormenta eléctrica? ¿Con una vara de metal en la mano? ¿Ese estúpido espectáculo?

Baedecker asintió.

– Se pudo haber matado.

– Es verdad -convino Maggie-. Especialmente cuando parecía empeñado en tomar el nombre de todos los dioses en vano hasta que irritó al que no debía. -Pareció advertir la seriedad de Baedecker y cambió el tono-. Oye, todo salió bien. ¿Por qué te molesta ahora?

– No me molesta lo que hizo él -explicó Baedecker-. Me molesta lo que hice mientras él estaba en la roca.

– No hiciste nada -dijo Maggie.

– Exacto -corroboró Baedecker, apurando el vaso de vino. Se sirvió más-. No hice nada.

– El padre de Tommy lo obligó a bajar antes de que nosotros pudiéramos reaccionar -dijo Maggie.

Baedecker movió la cabeza. En una mesa vecina varias mujeres rieron estruendosamente.

– Oh, entiendo -dijo Maggie-. Hablamos nuevamente de Scott.

Baedecker se enjugó las manos con una servilleta roja.

– No sé. Pero al menos Tom Gavin vio que su hijo cometía una estupidez y lo salvó de un posible desastre.

– Sí -dijo Maggie-, el pequeño Tommy tiene diecisiete años, y Scott cumplirá veintitrés en marzo.

– Sí, pero…

– Y el pequeño Tommy estaba a tres metros. Scott está en Poona, India.

– Lo sé…

– Además, ¿quién eres para dictaminar que Scott está cometiendo un error? Ya tuviste tu oportunidad, Richard. Scott es un chico crecido, y si quiere pasar unos años cantando mantras y donando su dinero a un imbécil barbudo con complejo de Jehová, bien, tu oportunidad de ayudarle ya pasó. ¿Por qué no tratas de reiniciar tu estropeada vida, Richard E. Baedecker? -Maggie bebió un largo sorbo de vino-. Demonios, Richard, a veces me das… -Un hipo violento la interrumpió.

Baedecker le dio un vaso de agua con hielo y esperó. Ella guardó silencio un segundo, abrió la boca para hablar y tuvo otro ataque de hipo. Ambos rieron. El grupo de mujeres de la mesa vecina los miró reprobatoriamente.

Al día siguiente, en el Golden Gate Park, mientras miraban las columnas de metal anaranjado que aparecían y desaparecían entre las nubes bajas, Maggie dijo:

– Tendrás que solucionar tu problema con Scott antes de que resolvamos nuestros propios sentimientos, ¿eh, Richard?

– No sé -contestó Baedecker-. Dejémoslo así unos días, ¿de acuerdo? Hablaremos de ello más adelante. Maggie se apartó una gota de lluvia de la nariz.

– Richard, te amo -dijo. Era la primera vez que lo decía.

Por la mañana, cuando Baedecker despertó bajo la brillante luz que atravesaba las cortinas del hotel y oyendo el bullicio del tráfico y los peatones, Maggie ya no estaba.

Volaron hacia el este, luego hacia el norte, luego de nuevo hacia el este, ganando altitud mientras el terreno boscoso se elevaba cada vez más. Cuando el altímetro indicó 2.800 metros, Baedecker dijo:

– ¿No exigen oxígeno a esta altura las regulaciones de la Guardia Nacional Aérea?

– Aja -dijo Dave-. En caso de pérdida repentina de presión, la máscara de oxígeno caerá del compartimento superior y le golpeará la cabeza. Por favor, apóyesela en el hocico y respire normalmente. Si viaja usted con un niño o bebé en el regazo, decida con rapidez quién de lo dos tiene derecho a respirar.

– Gracias. ¿El monte Hood? -Se aproximaban al pico volcánico, que ahora se erguía a la izquierda de la trayectoria del Huey. La cumbre nevada estaba setenta metros más alta que ellos. La sombra del Huey onduló sobre la alfombra de árboles de la ladera.

– Así es -dijo Dave-, y allá está el hotel Timberline Lodge, donde filmaron los exteriores de Resplandor.

– Vaya -dijo Baedecker.

– ¿Has visto la película? -preguntó Dave por el interfono.

– No.

– ¿Has leído el libro?

– No.

– ¿No has leído nada de Stephen King?

– No.

– Cielos, Richard, para tratarse de un hombre culto, eres muy poco versado en los clásicos. Te acuerdas de Stanley Kubrick, ¿verdad?

– ¿Cómo iba a olvidarlo? -dijo Baedecker-. Me arrastraste a ver 2001: odisea del espacio cinco veces el año que la proyectaron en la sala Cinerama de Houston. -No era una exageración. Muldorff estaba obsesionado con la película e insistía en que sus compañeros la vieran con él. Antes del vuelo, Dave había hablado con entusiasmo de llevar un monolito negro inflable de contrabando para «descubrirlo» sepultado bajo la superficie lunar durante una actividad extravehicular. La escasez de monolitos negros inflables había frustrado ese plan, así que Dave se contentó con despertar a Control de Misión al final de cada período de sueño tocando los acordes iniciales de Also Sprach Zarathustra. A Baedecker le pareció divertido las primeras veces.