– La obra maestra de Kubrick -dijo Dave, girando el Huey a la derecha. Sobrevolaron un paso donde tiendas y caravanas de excursionistas se apiñaban alrededor de un lago de montaña en cuyas aguas centelleaba el sol del atardecer. De pronto la tierra descendió, los pinares perdieron verdor y colinas peladas y bajas surgieron al sur y al este. Siguieron volando a mil quinientos metros mientras el terreno se transformaba en campos de regadío y luego en desierto. Dave habló por el micrófono con control de tráfico, bromeó con alguien de un aeropuerto privado de Maupin y conectó de nuevo el interfono-. ¿Ves ese río?
– Sí.
– Es el John Day. El gurú de Scott compró un pequeño pueblo al sudoeste de allí. El mismo que Rajneesh hizo famoso hace unos años.
Baedecker desplegó un mapa de navegación e inclinó la cabeza. Abrió la cremallera de su cazadora, sirvió café de un termo, le pasó una taza a Dave.
– Gracias. ¿Quieres pilotarlo un rato?
– No especialmente -dijo Baedecker.
Dave rió.
– No te gustan los helicópteros, ¿eh, Richard?
– No especialmente.
– No entiendo por qué. Has pilotado todo lo que tiene alas, incluidos aviones de despegue vertical y despegue corto, y ese maldito aparato de la Armada que causo más muertes de las que valía. ¿Qué tienes contra los helicópteros?
– ¿Aparte de que son artilugios endemoniados y traicioneros que sólo esperan aplastarte contra el suelo? -preguntó Baedecker-. ¿Quieres decir aparte de eso?
– Sí -rió Dave-. Aparte de eso. -Bajaron a mil metros y luego a seiscientos. Delante, un pequeño hato de vacas avanzaba perezosamente por una amplia extensión de hierba seca. El flanco de las vacas era color dorado y chocolate en la luz horizontal.
– Oye -dijo Dave-, ¿recuerdas esa rueda de prensa a la que asistimos antes del Apollo 11, para escuchar a Neil, Buzz y Mike hablar sobre el asunto?
– ¿Cuál de ellas?
– La anterior al lanzamiento.
– Vagamente -dijo Baedecker.
– Bien, Armstrong dijo algo que me irritó de veras.
– ¿Qué? -preguntó Baedecker.
– Ese periodista… el que ha muerto… Frank McGee… Le preguntó a Armstrong algo sobre los sueños, y Neil dijo que había tenido un sueño que se le repetía desde que era niño.
– ¿Y?
– Era un sueño en el que Neil podía elevarse del suelo si contenía el aliento el tiempo suficiente. ¿Lo recuerdas?
– No.
– Pues yo sí. Neil dijo que había tenido el sueño por primera vez cuando era muy pequeño. Contenía el aliento y se elevaba del suelo. No volaba, sólo revoloteaba.
Baedecker terminó el café y arrojó la taza de plástico en una bolsa de basura junto al asiento.
– ¿Por qué te irritó? -preguntó.
Dave lo miró. Los ojos eran inescrutables detrás de las gafas oscuras.
– Porque ése era mi sueño -dijo.
El Huey bajó el morro y descendió hasta sólo cien metros del escarpado terreno, muy por debajo de la altitud mínima requerida por las regulaciones federales. Matas de salvia y pino se deslizaban por debajo, confirmándoles la sensación de velocidad. Baedecker miró a través de la burburja de plexiglás y vio pasar una casa solitaria. Era marrón, decrépita, el techo de hojalata estaba oxidado, el granero derruido; roderas que se extendían hasta el horizonte sugerían el único acceso. Junto a esa casucha sobresalía una flamante y blanca antena satelital.
Baedecker encendió el interfono. No había interruptor de interfono en el suelo del asiento izquierdo, así que debía estirar la mano para tocar el interruptor del control cíclico cada vez que quería hablar.
– Tom Gavin me explicó que estuviste enfermo en primavera -dijo.
Dave miró hacia la izquierda y hacia el suelo que se deslizaba debajo a cien nudos. Cabeceó.
– Sí, tuve algunos problemas. Pensé que tenía la gripe… fiebre y ganglios en el cuello. Pero mi médico de Washington me dijo que tenía la enfermedad de Hodgkin. Yo ni siquiera había oído hablar de ella.
– ¿Grave?
– La califican según una escala de cuatro puntos -dijo Dave-. El nivel uno significa toma un aspirina y envía cuarenta dólares por correo. El nivel cuatro significa «coge tus calcetines».
Baedecker no pidió más explicaciones. Durante los cientos de horas que habían compartido en sofocantes simuladores, Dave reaccionaba ante las emergencias con la expresión «coge tus calcetines y despídete de tu pellejo».
– Yo estaba en el nivel tres -dijo Dave-. Lo pillaron a tiempo. Me hicieron sentir mejor con medicación y un par de sesiones de quimioterapia. Para asegurarse me extirparon el bazo. Ahora todo parece ir muy bien. Si lo detienen al principio, generalmente lo detienen para siempre. Pasé mi examen físico de piloto hace tres semanas. -Sonrió señalando una ciudad al norte-. Allá está Condon. Próxima parada, Lonerock. Sede de la futura Casa Blanca Oeste de Estados Unidos.
Cruzaron un camino rural de grava y Dave viró bruscamente para seguirlo, bajando a quince metros. No había tráfico. Maltrechos postes telefónicos bordeaban el lado izquierdo del camino, dando la impresión de haber estado allí desde siempre. No había árboles; las cercas de alambre de púas no estaban sujetas con postes, sino con pedazos de chatarra.
El Huey sobrevoló el borde de un desfiladero. En unos segundos pasaron de estar a quince metros de altura sobre un camino de grava a doscientos cincuenta metros sobre un valle oculto donde un arroyo atravesaba alamedas y donde los campos se hallaban preñados de trigo y hierba invernal. En el centro del valle sobresalía un pueblo fantasma. Aquí y allá un tejado de hojalata asomaba entre las ramas desnudas o el follaje otoñal, y en un lugar asomaba un campanario de iglesia. Baedecker reparó en una vieja escuela que miraba hacia el oeste desde una loma que se erguía sobre el pueblo. Eran apenas las cinco de la tarde, pero era obvio que hacía rato que la sombra tapaba el valle.
Durante unos segundos, Dave inició una zambullida con los rotores casi perpendiculares al suelo. Sobrevolaron una calle Mayor que parecía consistir en cinco edificios abandonados y un herrumbrado surtidor de gasolina. Viraron a la izquierda y pasaron sobre una iglesia blanca cuya torre quedaba empequeñecida por un peñasco que parecía un diente mellado y se elevaba más allá del cementerio.
– Bienvenido a Lonerock -dijo Dave por el interfono.
La mayoría de los deudos se han marchado cuando Baedecker regresa a la casa de Dave y Diane en Salem. La nieve que había visto cerca del monte St. Helens cae ahora como una llovizna ligera.
Tucker Wilson saluda a Baedecker en la puerta. Baedecker no había vuelto a ver a Tucker desde el día del desastre del Challenger, dos años antes. Piloto de la Fuerza Aérea y miembro de reserva del equipo Apollo, Tucker al fin había recibido una misión Skylab un año antes de que Baedecker se marchara de la NASA. Tucker es un hombre bajo con físico de luchador, cara rubicunda y apenas un rastro de pelo color arena sobre las orejas. Al contrario de muchos pilotos de prueba, que hablaban con acento sureño o neutro, Tucker hablaba con las vocales monótonas de Nueva Inglaterra.
– Diane está arriba con Katie y la hermana -dice Tucker-. Vamos al cuarto privado de Dave a beber una copa.
Baedecker lo sigue. La habitación revestida de libros, con sillas de cuero y un viejo escritorio, es un estudio más que un cuarto privado. Baedecker se desploma en una silla y mira alrededor mientras Tucker sirve el whisky. En los estantes hay una mezcla ecléctica de ediciones para coleccionistas, ediciones en tapa dura, ediciones en rústica, pilas de revistas y periódicos. En la pared, cerca de la ventana, hay varias fotografías: Baedecker se reconoce en una de ellas, sonriendo junto a Tom Gavin mientras Richard Nixon extiende rígidamente la mano a un sonriente Dave.
– ¿Agua o hielo? -pregunta Tucker.
– No -dice Baedecker-. Solo, por favor.
Tucker le entrega el vaso a Baedecker y se sienta en la antigua silla giratoria del escritorio. Parece incómodo, recoge una hoja mecanografiada del escritorio, la deja donde estaba, bebe un largo sorbo.
– ¿Algún problema con el vuelo de esta mañana? -pregunta Baedecker. Tucker ha volado en la formación del piloto ausente.
– No -dice Tucker-. Pero podíamos haberlo tenido si las nubes hubieran estado más bajas. Ya estábamos quemando los pollos del granero a esa altura.
Baedecker mueve la cabeza y paladea el whisky.
– ¿Estás en lista de espera para algún viaje cuando se reinicie el programa del transbordador? -le pregunta a Tucker.
– Sí. En noviembre próximo si las cosas arrancan de nuevo. Llevamos un cargamento del Departamento de Defensa, así que sortearemos todas esas ruedas de prensa donde posamos de héroes conquistadores.
Baedecker asiente. El whisky es The Glenlivet, sin mezcla, el favorito de Dave.
– ¿Qué crees, Tucker? ¿Es seguro pilotar ese trasto?
El piloto más bajo se encoge de hombros.
– Dos años y medio -dice-. Más tiempo para arreglar las cosas que el intervalo que hubo cuando Gus, Chaffee y White murieron en el Apollo 1. Desde luego, le cedieron la reparación de los cohetes impulsores a Morton Thiokol, y ellos son los que certificaron que esas anillas eran seguras.
Baedecker no sonríe. Ha presenciado la extraña e incestuosa danza entre contratistas y agencias del gobierno y, como la mayoría de los pilotos, no la encuentra graciosa.
– He oído que dispondrán del nuevo sistema de escape para el primer vuelo.