Tucker se echa a reír.
– Sí, ¿lo has visto, Dick? Hay un palo muy largo en el compartimiento inferior, y mientras el piloto de mando mantiene la nave recta y a velocidad subsónica, los tripulantes trepan y se deslizan hacia afuera como truchas en una caña de pescar.
– No habría ayudado al Challenger -dice Baedecker.
– Me recuerda a esa broma del SIDA, la del heroinómano que no teme contagiarse cuando usa agujas sucias porque lleva puesto un condón -dice Tucker. Apura el whisky y se sirve más-. Bien, qué demonios, hay más de setecientos puntos de Estado Crítico Uno en el transbordador, y estoy convencido de que esas malditas anillas son lo único por lo que no debemos preocuparnos.
Baedecker sabía que un ítem de Estado Crítico Uno era un sistema o componente que no contaba con respaldo fiable; si ese ítem fallaba, fallaba la misión.
– ¿Ya no aterrizaréis en el Cabo? -pregunta Baedecker.
Tucker menea la cabeza. En su primera misión con el transbordador, Wilson había aterrizado con el Columbia, en Cabo Cañaveral. Se reventó una llanta y dos frenos se gastaron hasta el tope.
– Ahora saben que es demasiado arriesgado -dice Tucker-. Utilizaremos Edwards o White Sands en el futuro próximo. -Bebe un largo sorbo-. Pero qué demonios -añade con una sonrisa-, sin agallas no hay gloria.
– ¿Qué se siente al pilotarlo? -pregunta Baedecker. Por primera vez en varios días, puede pensar en algo que no sea Dave.
Tucker se inclina hacia delante, más animado, gesticulando con las manos.
– Es increíble, Dick. El descenso es como tratar de dominar un DC-9 en Mach 5. Tienes que discutir con los malditos ordenadores para que te dejen pilotar, pero cuando vuelas lo haces de veras. ¿Has estado en un simulador actualizado?
– Hice una ronda -dice Baedecker-. No tuve tiempo para sentarme en el asiento izquierdo.
– Tienes que probarlo -dice Tucker-. Ven al Cabo en otoño y te conseguiré tiempo libre.
– Parece interesante -dice Baedecker. Termina el trago y hace girar el vaso en las manos, a la luz de la lámpara-. ¿Veías mucho a Dave en el Cabo?
Tucker sacude la cabeza.
– Le irritaba que esos diputados y senadores tuvieran vuelos gratuitos mientras los ex pilotos de caza esperábamos años para otra oportunidad. Estaba en todos los comités indicados y trabajaba con empeño por el programa, pero no estaba de acuerdo con esa tontería de mandar una maestra y un periodista al espacio. Decía que el transbordador no era lugar para personas que se ponían los pantalones una pernera después de la otra.
Baedecker ríe entre dientes. Se trata de una alusión a uno de los primeros enfrentamientos de Dave con la NASA. Durante el primer vuelo de Muldorff en un módulo Apollo, un vuelo orbital de ajuste, Dave recibió una comunicación por televisión en vivo de sus padres. Tucker Wilson estaba con él cuando Dave empleó esa expresión. «Bien, amigos, durante años los astronautas hemos dicho que somos gente común. No héroes, sino personas como los demás. Tíos que se ponen los pantalones una pernera después de la otra, como todos. Bien, hoy estoy aquí para demostraros lo contrario.» Muldorff hizo una pirueta en gravedad cero, usando sólo sus calzones largos y su gorra de Snoopy, y con un simple y grácil movimiento se puso el mono: dos perneras a la vez.
Baedecker se acerca a un estante y saca un volumen de Yeats. Media decena de tiras de papel como puntos de libro.
– ¿Has averiguado algo esta tarde? -pregunta Tucker.
Baedecker menea la cabeza y deja el libro.
– He hablado con Munsen y Fields. Trasladarán los últimos restos a McChord. Bob arreglará las cosas para que yo pueda escuchar la cinta mañana. La Junta de Accidentes tiene algunas ideas preliminares pero mañana se tomará el día libre.
– Oí la cinta ayer -dice Tucker-. No hay mucho. Dave mencionó problemas con el sistema hidráulico a quince minutos de Portland. Utilizaban el aeropuerto civil porque Munsen había ido para esa conferencia…
– Sí -confirmó Baedecker-. Luego decidió quedarse un día más.
– Correcto -dice Tucker-. Dave voló al este solo, informó sobre el problema hidráulico a los quince minutos y viró un minuto más tarde. Después, el maldito motor de estribor se recalentó y dejó de funcionar. Eso ocurrió a ocho minutos de distancia, en el camino de regreso. El internacional de Portland estaba más cerca, así que siguieron con el problema. Hubo formación de hielo, pero esto no habría sido serio si hubiera podido elevarse. Dave no habló demasiado, el controlador parece un jovenzuelo idiota. Antes de caer, Dave anunció que vio luces.
Baedecker bebe el último sorbo de whisky y deja el vaso en el carro de bebidas.
– ¿Sabía que estaba regresando?
Tucker frunce el ceño.
– Es difícil decirlo. Hablaba sólo para pedir confirmación de altitud. El controlador del Centro de Portland le recordó que allí los riscos alcanzaban mil quinientos metros. Dave se dio por enterado y dijo que saldría de las nubes a dos mil metros para poder ver luces. Luego nada, hasta que el radar lo perdió segundos más tarde.
– ¿Cómo era la voz?
– Gagarin todo el tiempo -responde Tucker.
Baedecker mueve la cabeza. Yuri Gagarin, el primer hombre que voló en órbita terrestre, había muerto al estrellarse en un MiG durante un vuelo rutinario de entrenamiento en marzo de 1968. En la comunidad de pilotos de prueba se había comentado la extraordinaria calma de la voz grabada de Gagarin mientras conducía el MiG fuera de control hacia un terreno baldío entre casas de una zona muy poblada. Cuando Baedecker visitó la Unión Soviética como parte de un equipo administrativo, un año antes del proyecto Apollo-Soyuz, un piloto soviético comentó que Gagarin se había estrellado en una zona boscosa y remota y la causa oficial había sido «error del piloto». Se rumoreaba sobre consumo de alcohol. No había voz grabada. Aun así, entre los pilotos de prueba de la generación de Baedecker y Tucker, «Gagarin todo el tiempo» seguía siendo el mejor modo de elogiar a quien conservaba la calma en una emergencia.
– No entiendo -dice Tucker con voz irritada-. El T-38 es el avión más seguro de la maldita Fuerza Aérea.
Baedecker no hace comentarios.
– Hay un promedio de dos accidentes cada cien mil horas de vuelo -sigue Tucker-. Dime otro avión supersónico con esos antecedentes, Dick.
Baedecker se acerca a la ventana y mira hacia fuera. Sigue lloviendo.
– Y a nadie le importa, ¿verdad? -explota Tucker, sirviéndose una tercera copa-. Nunca importa, ¿eh?
– No -contesta Baedecker-. Nunca importa.
Llaman a la puerta y entra Katie Wilson, la esposa de Tucker, pelo rubio, rasgos afilados. Al principio se la podría tomar por una camarera de edad con poco seso, pero en seguida sobresale la aguda inteligencia y la sensibilidad alerta detrás del espeso maquillaje y el acento sureño.
– Richard -dice-, me alegra que hayas vuelto.
– Lamento haber llegado tarde -se excusa Baedecker.
– Diane quiere hablarte. He insistido en que se acostara porque de lo contrario se pasaría la noche en vela haciendo de anfitriona perfecta. Lleva despierta cuarenta y ocho horas seguidas. ¡Espera un bebé para dentro de una semana, por todos los santos!
– No la distraeré mucho tiempo, Katie -dice Baedecker, y sube la escalera.
Diane Muldorff está en bata, sentada en una silla azul, leyendo una revista. A Baedecker le parece muy embarazada. Le dice que entre.
– Me alegra que estés aquí, Richard.
– Lamento llegar tarde, Diane -se disculpa Baedecker-. He conducido hasta McChord con Bill Munsen y Stephen Fields.
Diane asiente con la cabeza y deja la revista.
– Cierra la puerta, Richard, por favor.
Baedecker cierra la puerta y se sienta cerca del tocador. Mira a Diane, el pelo oscuro recién cepillado, las mejillas recién lavadas, pero sus ojos no pueden ocultar la fatiga y la pesadumbre de los últimos días.
– ¿Me harás un favor, Richard?
– Lo que quieras -dice Baedecker con franqueza.
– El coronel Fields, Bob, los demás han prometido mantenerme informada sobre la investigación del accidente…
Baedecker la observa y espera.
– Richard, ¿te encargarás de echar una ojeada? ¿No sólo de seguir la investigación oficial, sino de investigar por tu cuenta y decirme todo lo que averigües?
Baedecker titubea un segundo, asombrado, y luego le coge la mano.
– Claro que sí, Diane. Si es eso lo que quieres. Pero dudo de que pueda averiguar algo que no averigüe la Junta.
Diane asiente, pero le aferra el brazo con insistencia.
– Pero ¿lo intentarás?
– Sí -afirma Baedecker.
Diane se toca la mejilla y mira hacia abajo como mareada.
– Hay tantos detalles -dice.
– ¿A qué te refieres?
– Cosas que no entiendo. Dave llevó el helicóptero a Lonerock. ¿Lo sabías?
– No.
– El tiempo empeoró, así que regresó en el coche que habíamos dejado allá -dice Diane-. Pero ¿para qué fue a Lonerock?
– Pensaba que trabajaba en su libro -dice Baedecker.
– Se suponía que debía parar en Salem, una noche después de la reunión, para recaudar fondos de Portland -explica Diane-. Sin embargo, voló a Lonerock cuando la casa estaba totalmente cerrada. No pensábamos ir hasta semanas después del nacimiento del bebé.
Baedecker le toca el brazo, lo aprieta con dulzura.
– Richard -dice Diane-, ¿sabías que el cáncer de Dave había reaparecido? No creía que se lo hubiera dicho a nadie, pero pensaba que tal vez habría llamado…
– Yo no tenía teléfono donde estaba, Diane, ¿lo recuerdas? Tuviste que enviarme ese telegrama.