– Sí, lo recuerdo -dice Diane, la voz quebrada de agotamiento-. Sólo pensaba… No me dijo nada, Richard. Su médico de Washington es amigo… Llamó al día siguiente del accidente. La enfermedad se había extendido al hígado y a la médula ósea. En primavera, querían hacerle un tratamiento completo de quimioterapia utilizando una combinación de drogas llamada MOPP. Dave se había negado. Esa clase de quimioterapia causa esterilidad en la mayoría de casos. A Dave le habían hecho algo de radiación y la laparotomía, yo lo sabía. Pero no sabía nada sobre lo demás…
– En octubre, Dave me dijo que estaban bastante seguros de haberlo detenido -explica Baedecker.
– Sí, lo encontraron de nuevo antes de Navidad. Dave no me lo comentó. Debía someterse a un examen físico de piloto la semana entrante. Jamás lo habría aprobado.
– ¡Richard! -llama la voz de Katie por la escalera-. ¡Teléfono!
– Ya voy -responde Baedecker. Coge de nuevo la mano de Diane-. ¿Qué piensas, Diane?
Ella lo mira directamente. A pesar de la fatiga y la preñez, no parece vulnerable, sólo bella y resuelta.
– Quiero saber por qué fue a Lonerock sin necesidad. Quiero saber por qué pilotó ese T-38 en solitario cuando podía haber esperado unas horas para un vuelo comercial. Quiero saber por qué se quedó en el avión cuando sin duda sabía que estaba cayendo. -Diane inhala profundamente y se alisa la bata. Le estruja la mano casi hasta hacerle daño-. Richard, quiero saber por qué David está muerto y no aquí conmigo esperando el nacimiento de nuestro hijo.
Baedecker se pone de pie.
– Prometo que haré todo lo posible -dice. Besa la frente de Diane y la ayuda a levantarse-. Ahora ven, acuéstate y duerme. Mañana tendrás invitados a desayunar, yo quizá salga temprano, pero te llamaré antes de regresar.
Diane lo mira cuando él se detiene en la puerta.
– Buenas noches, Richard.
– Buenas noches, Diane.
Abajo lo espera Katie.
– Es conferencia, Richard. Le he dicho que llamara de nuevo, pero espera.
Baedecker entra en la cocina para coger el teléfono.
– Gracias, Katie -dice-. ¿Sabes quién es?
– Una tal Maggie -responde Katie-. Maggie Brown. Dice que es importante.
Dave aterrizó con el Huey en un rancho, a un kilómetro de Lonerock. Había una pista corta y herbosa, una veleta con forma de manga colgando de la cúpula de un viejo cobertizo y un viejo Stearman de dos plazas atado entre el cobertizo y el rancho.
– Bienvenidos al aeropuerto internacional de Lonerock -dijo Dave mientras apagaba el último interruptor-. Por favor, permanezcan en sus asientos hasta que la aeronave haya parado frente a la terminal.
Los rotores giraron cada vez más despacio hasta detenerse.
– ¿Todos los pueblos fantasma tienen aeropuerto? -preguntó Baedecker. Se quitó los auriculares y la gorra, se pasó los dedos por el pelo ralo y meneó la cabeza. El rugido de la turbina aún le zumbaba en los oídos.
– Sólo donde los fantasmas son pilotos -contestó Dave.
Un hombre salió del cobertizo para saludarlos. Era más joven que Muldorff o Baedecker, pero años de trabajar al sol le habían curtido la cara. Llevaba botas de vaquero, vaqueros desteñidos, gorra negra y una hebilla con una turquesa india. La manga izquierda de la camisa a cuadros estaba sujeta al hombro.
– Hola, Dave -saludó-. Me preguntaba si vendrías este fin de semana.
– Buenas noches, Kink -dijo Dave-. Te presento a Richard Baedecker, amigo de los viejos tiempos.
– Tanto gusto -dijo Baedecker al estrechar la mano de Kink. Le gustó la fuerza contenida del apretón del hombre y las arrugas que le rodeaban los ojos azules.
– Kink Weltner cumplió tres turnos como jefe de helicópteros en Vietnam -dijo Dave-. De vez en cuando me deja aparcar mi pájaro aquí. De alguna manera se apropió de un enorme tanque clandestino de queroseno para aviones.
El ranchero se les acercó y acarició con afecto la cubierta del motor del Huey.
– No puedo creer que esta chatarra oxidada aún esté volando. ¿Chico reemplazó esa válvula?
– Sí -respondió Dave-, pero quizás quieras echar una ojeada en el interior.
– Ajustaré la tapa cuando le eche combustible -comentó Kink.
– Nos vemos -dijo Dave, caminando hacia el granero. Hacía fresco en el valle. Baedecker llevaba la cazadora en una mano y la bolsa de vuelo en la otra. Las últimas franjas de luz solar rebotaban en las colinas del este. Las crepitantes hojas de álamo se perfilaban contra el frágil cielo azul. Había un jeep aparcado cerca del granero, las llaves en el contacto. Dave arrojó sus bártulos en el asiento trasero y saltó adentro. Baedecker lo imitó, aferrando la agarradera mientras Dave arrancaba a toda velocidad.
– Es bueno tener un técnico en este lugar -dijo Baedecker-. ¿Lo conociste en Vietnam?
– No. Lo conocí cuando Diane y yo compramos la casa aquí en el 76.
– ¿Perdió el brazo en la guerra?
Dave meneó la cabeza.
– Allá no sufrió ni un rasguño. Tres meses después de la baja, se embriagó y se desbarrancó con una camioneta en los Dalles.
Dejaron atrás el peñasco con forma de diente mellado y la iglesia cerrada y entraron en Lonerock. En el valle, el camino que habían seguido desde Condon era una línea blanca en la pared sombreada del macizo. Baedecker vio varias casas abandonadas entre malezas a lo largo de la calle, la vieja escuela a la derecha entre los árboles. Dave paró frente a una vieja casa blanca con techo de hojalata y una cerca baja en el frente. El césped estaba bien cuidado; a un lado había un patio de losas, y un comedero para colibríes colgaba de un joven árbol de lilas.
– La mansión Muldorff -anunció Dave, bajando la bolsa de Baedecker del jeep.
El cuarto de invitados estaba en el segundo piso, bajo los aleros. Baedecker imaginó el repiqueteo de la lluvia en el techo de hojalata. Sintió respeto por el trabajo que se había hecho en esa vieja estructura. Dave y Diane habían arrancado paredes, reforzado suelos, añadido una chimenea en la sala y una estufa en la cocina, habían reparado los cimientos, añadido cables eléctricos y cañerías, remodelado la cocina, y habían transformado un altillo bajo en un pequeño pero cómodo segundo piso. «Al margen de eso, la casa era bonita tal como la encontramos», había dicho Dave. En los días en que el Camino de Oregon era un recuerdo reciente, la casa funcionaba como oficina de correos, luego como oficina del sheriff, incluso como morgue durante un tiempo, antes de decaer con el resto del pueblo. Ahora las paredes del dormitorio de invitados eran blancas, con cortinas blancas y duras, un camastro de bronce y un antiguo tocador con una jofaina blanca y una jarra. Baedecker miró por la ventana. A través de las ramas desnudas se veía el patio del frente y la calle de tierra. Podía imaginar carruajes, pero no otros vehículos. Los restos de una baja acera de madera se pudrían en la hierba frente a la cerca.
– Ven -llamó Dave desde abajo-. Te enseñaré el pueblo antes de que oscurezca.
No llevaba mucho tiempo recorrer el pueblo, aun a pie. A treinta metros de la casa, el camino de tierra viraba al norte y se transformaba en calle Mayor por una manzana. La carretera del condado salía a la izquierda, cruzaba un puente bajo y continuaba entre trigales y campos de alfalfa hasta las montañas, tres kilómetros al oeste. El arroyo que Baedecker había visto desde el aire rodeaba la propiedad de Dave bordeando el derruido cobertizo que él llamaba garaje.
El silencio era tan profundo que los pasos de ambos en la grava de la calle Mayor sonaban como una intrusión. Algunas casas parecían habitadas, una vieja caravana permanecía aparcada detrás de un edificio tapiado, pero la mayoría de los edificios estaban arruinados por las malezas y la intemperie, las vigas expuestas a los elementos. Había tres tiendas cerradas en el oeste de la calle Mayor, dos con oxidadas lámparas sin bombilla en la puerta. Frente a una tienda abandonada, un surtidor ofrecía gasolina especial a treinta y un centavos el galón. En la ventana colgaba un letrero en diagonal, manchado de excrementos de moscas: «Coca CERRADO. La Pausa que Refresca».
– ¿Es oficialmente un pueblo fantasma? -preguntó Baedecker.
– Claro que sí -dijo Dave-. El censo oficial indica cuatrocientos ochenta y nueve fantasmas y dieciocho personas en el pico de la temporada estival.
– ¿Y qué hace la gente que se queda aquí todo el año?
Dave se encogió de hombros.
– Hay un par de granjeros y rancheros retirados. A Solly, el de la caravana, le tocó la lotería de Washington hace unos años y se instaló aquí con sus dos millones.
– Bromeas -dijo Baedecker.
– Nunca bromeo -dijo Dave-. Vamos, quiero presentarte a alguien.
Caminaron una calle y media al este hasta el extremo del pueblo y doblaron hacia la escuela de ladrillos. Era un imponente edificio de dos pisos, y el enorme campanario recubierto de vidrio le daba cierta majestuosidad. Baedecker advirtió que se había puesto mucho esfuerzo en la rehabilitación del edificio. Un cuidado jardín formaba parte de lo que había sido el patio, y hacía algunos años habían limpiado los ladrillos con arena. La puerta estaba bellamente tallada, y colgaban cortinas blancas de las altas ventanas.
Baedecker resollaba cuando llegaron a la puerta.
– Tienes que correr más, Dick -bromeó Dave. Golpeó una aldaba de bronce. Baedecker se sobresaltó cuando llegó una voz por un tubo metálico.
– Es Dave Muldorff, señora Callahan -gritó Dave por el tubo-. He traído a un amigo.
Baedecker reconoció la anticuada bocina como parte de un viejo sistema de comunicación por tubos que sólo había visto en películas y una vez al visitar el hogar de Mark Twain en Hartford.