– El médico dice que el siete de enero. Diane piensa que será más tarde. Yo voto por un poco antes.
– Primer hijo, es más probable que nazca más tarde -dijo la señora Callahan.
Baedecker se aclaró la garganta.
– ¿Qué decía usted de las líneas magnéticas de fuerza?
La señora Callahan palmeó a la perra y se levantó para caminar despacio hasta la mesa. Miró el cielo y luego los mapas, movió la cabeza con satisfacción y regresó a su asiento.
– Sí, líneas electromagnéticas, en realidad. Nunca lo he comprendido, pero cuando mi difunto esposo estableció el primer contacto, lo anoté todo. Puede usted mirarlo un día si lo desea. De cualquier modo, mi difunto esposo confirmó que eran correctas y que éste sería el mejor lugar de Estados Unidos, mejor dicho de América del Norte, así que nos mudamos. Mi difunto esposo falleció en 1964, pero como ellos no me hablan directamente a mí tal como lo hacían con él, tengo que confiar en sus primeros cálculos. ¿No le parece apropiado?
– Supongo que sí -dijo Baedecker.
– Mi difunto esposo tenía razón acerca del lugar -continuó la mujer-, pero nunca estuvo seguro sobre el momento. Ellos se negaban a fijar una fecha. Los he visto volar cientos de veces, pero aún no han descendido. Bien, será mejor que me apresure. Para mí pasan los años, y a veces apenas puedo arrastrar estos viejos huesos por la escalera. Esta noche no será buena para observar porque pronto despuntará la luna llena y… ¡oh, cielos, miren!
Baedecker siguió la sombría línea del brazo hasta un punto cercano al cénit, donde un satélite o un avión que volaba a gran altura fulguró unos segundos yendo de oeste a este. Los tres lo observaron hasta que desapareció contra el fondo de estrellas, y luego guardaron silencio en la acogedora oscuridad.
– ¿Alguien quiere más limonada? -preguntó al fin Dave.
Cuando la madre de Baedecker murió de apoplejía en el otoño de 1956, su padre se mudó de la casa de Chicago a la «cabaña» de Arkansas. Los padres de Baedecker habían ganado el terreno en un concurso del Herald Tribune y habían trabajado en esa casa durante cinco años, a veces durante el verano, otras veces en Navidad. El padre de Baedecker se había retirado del Cuerpo de Marines en 1952, el mismo año en que su hijo empezó a pilotar Sabres F-86 en Corea, y desde entonces había tenido un empleo como vendedor en la tienda deportiva Wilson. Planeaban retirarse a Arkansas en junio de 1957. Sin embargo, el padre de Baedecker se mudó solo en noviembre de 1956.
Baedecker tenía vividos recuerdos de dos viajes a ese lugar: el primero en octubre de 1957, dos meses antes de que su padre muriera de cáncer de pulmón, y el segundo, con Scott, durante el caluroso verano de 1974, el verano del Watergate.
Scott tenía diez años, pero ya había iniciado esa etapa de crecimiento que no terminaría hasta superar el metro ochenta y ser cinco centímetros más alto que el padre. Ese año Scott se había dejado crecer el pelo rojo hasta los hombros. A Baedecker no le agradaba -ese chico flaco le parecía afeminado- y le disgustaba aún más el tic nervioso de su hijo, que constantemente se apartaba el pelo de la cara, pero no le daba tanta importancia como para transformarlo en tema de discusión.
El viaje desde Houston había sido sofocante pero tranquilo. Era el primer verano de insatisfacción de Joan -o así llegó a verlo Baedecker más tarde-, y le alegró alejarse por unas semanas. Joan había resuelto quedarse en Houston porque tenía compromisos con varios clubes femeninos. Baedecker se había ido de la NASA un mes antes e iniciaría su nuevo trabajo en la empresa aeroespacial de St. Louis en septiembre. Eran sus primeras vacaciones en más de diez años.
Scott no estaba contento. Durante los primeros días de trabajo en la cabaña -desbrozar malezas, reparar ventanas, reemplazar tejas, restaurar el exterior de una cabaña que había estado desocupada durante años- había guardado un silencio huraño. Baedecker había llevado una radio, y los noticiarios sólo emitían especulaciones sobre el juicio o la inminente renuncia de Nixon. Joan había estado absorta en la historia de Watergate desde la iniciación de las audiencias televisadas un año antes. Al principio le disgustaban porque la cobertura televisiva interfería con sus telenovelas favoritas, pero pronto las aguardó con ansiedad. Miraba las repeticiones nocturnas en PBS, y rara vez hablaba con Baedecker de otra cosa. Para Baedecker, a punto de terminar una carrera de piloto que ejercía desde los dieciocho años, los estertores de Nixon eran torpes y embarazosos, evidencia de una sociedad en decadencia que hacía tiempo que contemplaba con tristeza.
En realidad la cabaña era una anticuada casa de troncos de dos pisos, muy distinta de los chalets de ladrillo y piedra y techo a dos aguas que asomaban en los complejos que rodeaban el nuevo embalse. La cabaña se encontraba en una colina, en medio de tres acres de bosques y prados. Colina abajo había una estrecha franja lacustre y un muelle corto que el padre de Baedecker había construido el verano que reeligieron a Eisenhower. Los padres de Baedecker habían trabajado para terminar las habitaciones del segundo piso y añadir un balcón trasero, pero el padre de Baedecker dejó la obra inconclusa cuando se mudó allí después de la muerte de su esposa.
Baedecker y Scott arrancaron los restos podridos del balcón el día de agosto en que Richard Nixon anunció su renuncia. Ese jueves por la tarde, Baedecker y su hijo estaban sentados frente a la cabaña, comiendo las hamburguesas que habían asado, mientras escuchaban las últimas y débiles expresiones de autocompasión y desafío del presidente saliente. Nixon terminó con la frase: «Haber cumplido esta función es haber sentido un parentesco personal con cada norteamericano. Al abandonarla, lo hago con esta plegaria: que la gracia de Dios sea con todos vosotros en los días venideros.»
– Termina con eso, cerdo embustero -comentó Scott-. No te echaremos de menos.
– ¡Scott! -ladró Baedecker-. Hasta mañana al mediodía ese hombre es el presidente de Estados Unidos. No te permitiré que hables de ese modo.
El chico abrió la boca para responder, pero la orden de Baedecker trasuntaba dos décadas de autoridad inculcada por el Cuerpo de Marines, y Scott sólo pudo arrojar el plato y echar a correr, con la cara encendida. Baedecker se quedó a solas en el crepúsculo de Arkansas, mirando cómo la camisa blanca del hijo se perdía colina abajo. Sabía que la hostilidad de Scott se ahondaría en esos días que les quedaban. También sabía que el exabrupto de Scott, aunque expresado de otra manera, manifestaba adecuadamente los sentimientos del propio Baedecker sobre la partida de Nixon. Baedecker miró la cabaña y recordó la primera vez que la había visto, la primera vez que estuvo en Arkansas. Había conducido su nuevo Thunderbird desde Yuma, Arizona, evocando Nueva Inglaterra mientras atravesaba pueblos pequeños con nombres como Choctaw, Leslie, Yellville y Salesville, y casi esperando ver el mar en vez del vasto lago donde sus padres habían ganado esa propiedad.
El aspecto de su padre lo había conmovido: aunque tenía sesenta y cuatro años, el padre de Baedecker siempre había aparentado diez años menos. Todavía conservaba el pelo renegrido, pero un vello gris le aclaraba la barba crecida, y tenía el cuello fofo y rugoso desde que Baedecker lo había visto en Illinois, ocho meses antes. Baedecker comprendió que en veinticuatro años jamás había visto a su padre sin afeitar.
Baedecker llegó la noche del 5 de octubre de 1957, un día después del lanzamiento del Sputnik. Su padre bajó al muelle a pescar y «a buscar el satélite», aunque Baedecker le había asegurado que era demasiado pequeño para verse sin telescopio. Hacía una noche fresca y sin luna, y el bosque de la otra margen del lago era una línea negra contra el campo estelar. Baedecker observó el fulgor del cigarrillo de su padre y escuchó el crujido del carrete y la caña. A veces un pez brincaba en la oscuridad.
– Quién sabe si esa cosa no lleva bombas atómicas -dijo de pronto su padre.
– Bombas diminutas -dijo Baedecker-. El satélite tiene el tamaño de una pelota.
– Pero si pueden enviar algo de ese tamaño allá arriba, pueden enviar uno más grande con bombas a bordo, ¿verdad? -dijo su padre, y Baedecker pensó que esa voz profunda revelaba resentimiento.
– Es verdad, pero si pudieran poner tanto peso en órbita, no necesitarían cargar bombas a bordo. Pueden usar los cohetes como misiles balísticos.
Su padre no respondió y Baedecker lamentó no haber cerrado el pico. Al fin su padre tosió y habló de nuevo, recogiendo la caña y arrojándola otra vez.
– Leí en el Tribune sobre ese nuevo avión-cohete que están planeando, el X-15. Se supone que sube al espacio, rodea la tierra y aterriza como un avión común. ¿Lo pilotarás cuando esté listo?
– Ojalá pudiera -dijo Baedecker-. Lamentablemente hay varios candidatos delante de mí, con nombres como Joe Walker e Ivan Kincheloe. Además, lo llevan todo desde Edwards. Yo paso casi todo el tiempo en Yuma o Pax River. Esperaba estar en primera fila a estas alturas, pero aún no he terminado la universidad.
Baedecker notó que el resplandor del cigarrillo subía y bajaba.
– A estas alturas tu madre y yo esperábamos estar listos para nuestro primer invierno aquí. A veces no importa lo que esperes o planees. Simplemente no importa.
Baedecker acarició la tersa madera del muelle.
– El error consiste en esperar los frutos como si fueran una recompensa -dijo el padre; la nota de resentimiento había desaparecido reemplazada por algo infinitamente más triste-. Trabajas y esperas y trabajas un poco más, diciéndote que pronto vendrán los buenos tiempos, y luego todo se despedaza y sólo esperas la muerte.