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– Mi padre.

– No sabía que tu padre se hubiera matado -comentó Baedecker-. Una vez me dijiste que había muerto de cáncer.

– No -dijo Dave-. Dije que el cáncer lo llevó a la muerte. Así como el alcohol. Así como su soledad terminal. ¿Quieres ver el rancho?

– ¿Está cerca de aquí? -preguntó Baedecker.

– Diez kilómetros al norte -dijo Dave-. Él y mamá se divorciaron en una época en que no estaba tan de moda. Cuando yo era niño, viajaba en tren desde Tulsa para pasar los veranos en su rancho. Está enterrado en un cementerio a un par de kilómetros de Lonerock.

– Por eso compraste una casa aquí -dijo Baedecker.

– Por eso conocía la zona. Diane y yo nos interesamos en los pueblos fantasmas de Texas y California. Cuando vinimos a Salem, le enseñé esta parte del estado y descubrimos esa casa en venta de Lonerock.

– ¿Y por eso piensas en el suicidio? -preguntó Baedecker-. ¿Hemingway y tu padre?

– No, simplemente es un tema que me interesa. Como el aeromodelismo o curiosear en pueblos fantasmas.

– Pero ¿no lo relacionas contigo mismo?

– En absoluto -dijo Dave-. Aunque, espera, no es del todo cierto. ¿Recuerdas la misión, cuando tuvimos ese segmento de transmisión en vivo de ocho minutos, durante la última actividad extravehicular? En ese momento pensé en ello. Dave Scott había hecho esa rutina a lo Galileo, con el martillo y la pluma de halcón, ¿recuerdas? Era un número difícil de seguir, así que pensé en decir algo como: «Bien, amigos, no sabemos mucho sobre el efecto que tendría en la Luna la descompresión explosiva en el vacío sobre un empleado del gobierno. Aquí va.» Luego abriría la válvula del colector de orina de mi unidad y yo saldría de ella a borbotones como pasta dental de un tubo de Colgate aplastado, transmitido en vivo por tres canales de televisión americana en el horario más concurrido.

– Me alegra que no lo hayas hecho.

– Sí -dijo Dave, y guardó silencio un instante-. Sí, decidí que si no podíamos hacer nada más para llenar esos ocho minutos, daría el mismo discurso y luego abriría la válvula de tu colector de orina.

– ¿Scott?

– ¿Papá, eres tú?

– Sí -dice Baedecker-. Por Dios, es difícil dar contigo. Llamé seis veces, y en cada ocasión me hicieron esperar y luego me colgaron. ¿Cómo estás, Scott?

– Estoy bien, papá. ¿Dónde estás?

– En la base McChord en Tacoma -dice Baedecker-, pero me quedaré en Salem unos días. Scott, Dave Muldorff se mató la semana pasada.

– ¿Dave? -dice Scott-. Demonios, papá, lo siento de veras. ¿Qué ocurrió?

– Accidente de aviación -dice Baedecker-. Mira, no he llamado por esto. Tengo entendido que estuviste enfermo, e incluso en el hospital. ¿Cómo te encuentras ahora?

– Estoy bien, papá -dice Scott, pero Baedecker le nota el titubeo-. Todavía un poco cansado. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?

– Maggie Brown me llamó -dice Baedecker.

– ¿Maggie? Oh, sí. Probablemente se lo dijo Bruce. Papá, lamento lo de tu visita a Poona el verano pasado.

El teléfono público emite un chasquido, y por un segundo Baedecker no oye nada.

– ¿Scott?

– Si, papá.

– ¿Qué pasa? ¿Ha empeorado tu asma de nuevo?

Varios minutos de silencio.

– Sí, creía que el Maestro me había curado el verano pasado, pero he tenido problemas de noche. Eso y otras pestes que pillé en la India.

– ¿Tienes tu medicación y tu inhalador? -pregunta Baedecker.

– No, los dejé en la universidad el año pasado.

– ¿Has visto a un médico?

– En cierto modo -dice Scott-. Oye, papá, ¿estás ahí por lo de Dave, o qué?

– Por ahora -responde Baedecker-. Dejé mi…

– Por favor deposite setenta y cinco centavos por exceso de tiempo -dice una voz sintética.

Baedecker busca cambio e inserta las monedas.

– ¿Scott?

– ¿Qué decías, papá?

– Decía que dejé mi trabajo el verano pasado. He estado viajando desde entonces.

– Vaya, ¿no estás trabajando? ¿Dónde has estado?

– Aquí y allá -dice Baedecker-. Pasé el Día de Acción de Gracias en Arkansas, trabajando en la cabaña de papá. Mira, Scott, mañana estaré por esa zona del bosque donde estás tú, y quería pasar para charlar contigo.

Hay un siseo de interferencia y un sofocado zumbido de voces.

– ¿Qué, Scott?

– Digo… digo… no sé, papá.

– ¿Por qué no?

– Bien, hemos tenido problemas en la zona del ashram…

– ¿Qué clase de problemas?

– No aquí exactamente -se apresura a aclarar Scott-. Pero en esta zona. Algunos rancheros y lugareños están irritados. Ha habido disparos. El Maestro está pensando en impedir la entrada de extraños. -Se oye otra voz hablando con Scott-. Papá, tengo que colgar…

– Un segundo, Scott -dice Baedecker. Siente un pánico inexplicable-. Mira, pasaré mañana. Scott, me vendría bien una mano para acabar el trabajo en la cabaña. Ese lugar podría ser muy bonito si lo termino esta primavera. ¿No puedes tomarte unas semanas para trabajar allí conmigo?

– Papá, yo no…

– Sólo piénsalo, por favor -ruega Baedecker-. Hablaremos mañana.

– Papá, me tengo que…

La línea está muerta. Baedecker trata de llamar varias veces y desiste.

Entra en el otro cuarto, donde está sentado Kitt Toliver. Toliver tiene unos treinta y cinco años. Es alto y robusto. A Baedecker le recuerda a Deke Slayton, por el corte a cepillo y la mirada intensa.

– Gracias por esperar, sargento -dice Baedecker.

– No hay problema, coronel.

– Usted comprenderá que no formo parte de la indagación oficial -explica Baedecker-. No tengo ningún status oficial, sólo trato de hallar respuestas porque Dave era amigo mío.

– Entiendo -dice Toliver-. Con mucho gusto le repetiré todo lo que declaré al coronel Fields y a los demás.

– Bien. ¿Revisó usted el Talon antes de volar?

– Sí, señor. Dos veces. Una vez por la mañana y otra vez cuando recibí la llamada del mayor Munsen diciéndome que el diputado Muldorff lo pilotaría.

– ¿Lo revisó Dave?

– Claro que sí. Dijo que tenía que conectar con un vuelo comercial en Salt Lake, pero aun así se tomó tiempo para mirar mi formulario y él mismo echó un vistazo. Y con detenimiento.

– ¿Y usted está convencido de que el avión estaba en condiciones?

– Sí, señor -dice Toliver con voz acerada-. Puede leer mi formulario 720, señor. Dicen que hubo un fallo estructural después del despegue y no puedo rebatir los hechos pero, según la inspección interna y el chequeo de la cabina, esa máquina estaba al pelo. Los motores eran nuevos. Menos de veinte horas de vuelo.

Baedecker mueve la cabeza.

– Kitt, ¿hizo o dijo algo Dave que le pareciera inusitado durante la revisión?

Toliver frunce el entrecejo.

– ¿Durante la revisión? No, señor. Oh, me contó una broma sobre… bien… sobre tener sexo oral con una gallina. Pero nada más, señor.

Baedecker sonríe.

– ¿Llevaba equipaje?

– Sí, señor. Una bolsa de vuelo de la Fuerza Aérea. Y el paquete grande.

– ¿Paquete grande?

– Sí, señor. Ya se lo expliqué al coronel Fields y al equipo.

– Repítamelo -dice Baedecker.

Toliver enciende un cigarrillo.

– No hay mucho que contar, señor. Yo entré en la sala a buscar una chaqueta, y cuando regresé el diputado Muldorff había descargado una caja del automóvil.

– ¿De qué tamaño?

Toliver extiende las manos para sugerir una forma de medio metro por medio metro.

– ¿Iba en el armario de almacenaje? -pregunta Baedecker.

– No, señor. Cuando regresé al avión, el diputado se estaba acomodando y la caja estaba sujeta al asiento trasero.

– ¿Bien sujeta? -pregunta Baedecker-. ¿Había probabilidades de que se soltara en vuelo?

– No, señor. Estaba bien amarrada. Cinturón de seguridad y arnés.

– ¿El asiento trasero estaba operativo? -pregunta Baedecker.

Toliver menea la cabeza.

– No había razones para ello.

– Pero el de Dave sí.

– Sí, señor -contesta Toliver, y su callado «pues claro, idiota» es perfectamente audible.

Baedecker escribe unas notas en una libreta.

– ¿Le dijo él qué había en la caja?

– Sí, señor. Dijo que era un regalo de cumpleaños para su hijo. Yo le pregunté qué edad tenía el chico. El diputado sonrió y dijo: «Tendrá un minuto de edad dentro de dos semanas.» Dijo que su esposa daría a luz alrededor del 7 de enero.

– ¿Comentó Dave en qué consistía el regalo? -pregunta Baedecker.

– No, señor. Yo sólo le di mis felicitaciones y nos preparamos para el despegue.

Baedecker cierra la libreta y extiende la mano.

– Gracias, Kitt, agradezco su amabilidad. Si se le ocurre algo más, puede ponerse en contacto conmigo a través del mayor Munsen.

– Eso haré -dice Toliver. Se vuelve para irse y de pronto se detiene-. Coronel, respecto a esa extraña frase que le comenté al equipo, pensé que usted ya sabría lo que había dicho el diputado, pero tal vez aún no lo haya oído.

– ¿Qué es?

– Bien, cuando yo estaba a punto de retirar la escalerilla, dije: «Que tenga buen vuelo, señor.» Siempre digo eso. Y el diputado Muldorff sonrió y dijo: «Gracias, sargento. Planeo tener un buen vuelo, pues éste será el último.» No le di mucha importancia entonces, pero me ha fastidiado desde el accidente. ¿Qué piensa usted, señor?

– No estoy seguro -dice Baedecker.