Toliver mueve la cabeza pero no se marcha.
– Entiendo, señor. ¿Usted le conocía bien?
Baedecker duda al responder.
– No estoy seguro -dice al fin-. Ya veremos.
– Oye -dijo Dave-. Me siento un poco ebrio.
– Afirmativo -confirma Baedecker.
Toda la mañana del domingo habían cortado leña en las colinas de Lonerock. Baedecker había disfrutado de la labor. El sudor se evaporaba rápidamente en el aire alto y fresco. Luego cargaron la camioneta, almorzaron emparedados de carne con abundante mostaza, se tomaron un par de cervezas frías, regresaron a Lonerock, bebieron un par de cervezas más en el camino, descargaron la camioneta, apilaron la leña en el cobertizo, bebieron una cerveza, llevaron de vuelta la camioneta y de nuevo bebieron un par de cervezas con Kink.
Eran las cuatro de la tarde cuando Dave hizo su anuncio.
– Cielos, ebrio con cerveza. Esto es cosa de la escuela secundaria, Richard.
– Afirmativo -dijo Baedecker.
– Oye, ¿sabes qué nos olvidamos de hacer? Nos olvidamos de decirte que tienes que recordarme que te recuerde que te lleve a ver el rancho de mi padre.
– Sí -contestó Baedecker-. Recuérdame que te lo recuerde mañana.
– Qué diablos -dijo Dave-. Hagámoslo ahora.
Baedecker lo siguió hasta el jeep y Dave empezó a tirar cosas en el asiento trasero. Baedecker se instaló en el asiento del pasajero, tratando de no derramar su cerveza.
– ¿Qué haremos? ¿Mudarnos allá?
– Cenaremos allá -dijo Dave, acomodando el resto del cargamento y trepando al asiento izquierdo-. Cuenta regresiva para secuencia de ignición.
– Afirmativo -dijo Baedecker, girando para examinar el cargado asiento trasero.
– ¿Nevera portátil?
– Afirmativo.
– ¿Cerveza?
– Afirmativo.
– ¿Parrilla para barbacoa?
– Afirmativo.
– ¿Hamburguesas?
– Afirmativo.
– ¿Patatas fritas?
– Afirmativo… no, espera un minuto. Luz roja para las… no, están debajo del carbón. Afirmativo.
– ¿Carbón?
– Afirmativo.
– ¿Líquido combustible?
– Afirmativo.
– ¿Linterna?
– Afirmativo.
– ¿Winchester?
– Afirmativo. ¿Para qué diablos lo necesitamos?
– Serpientes de cascabel -dijo Dave-. Hay muchas serpientes. Muchas serpientes, ahora que lo pienso. Ha hecho calor este otoño. Todavía están fuera.
– Oh.
– ¿Precongelante S-IVB LH2 de llenado rápido, S-IC LOX para el tanque, cobertura de anticongelante?
– Afirmativo -dijo Baedecker. Abrió una cerveza y se la alcanzó a Dave.
– Tenemos contacto -dijo Dave. Arrancó el jeep, retrocedió, viró en una nube de polvo y aceleró rumbo al norte por la calle principal. Dejaron atrás el surtidor oxidado. -Houston, abandonamos torre -ronroneó Dave.
– Enterado -dijo Baedecker.
Dave cogió por un camino estrecho que conducía al nordeste por un desfiladero. Tras medio kilómetro de barquinazos, el jeep entró en un terreno más liso.
– Programa de giro e inclinación completado -dijo Dave-. Alerta para Modalidad Uno Charlie.
– Afirmativo -respondió Baedecker. Brincaron sobre unos troncos y unos trozos de carbón saltaron del saco y se perdieron en la polvareda.
– Corte control de a bordo -dijo Baedecker-. Alerta para cambio de etapa.
La rueda derecha del jeep saltó sobre una piedra y la gorra de Dave con la inscripción AIR FORCE 1½ echó a volar y aterrizó bajo la parrilla.
– Descartamos torre -dijo Dave.
– Enterado.
Doblaron una curva cerrada y treparon por una cuesta abrupta. Dave pasó a segunda y a primera.
– Atento, Houston -dijo-, pasamos a cambio de etapa. Llegaron a un risco a gran distancia del valle. El camino conducía por una franja estrecha, con rocas a la izquierda y un precipicio abrupto a la derecha.
– Afirmativo -dijo Baedecker-. Coge tus calcetines.
– Y despídete de tu pellejo -dijo Dave. Eran más de diez kilómetros. El camino avanzaba entre riscos sin árboles, bajaba a un desfiladero sombrío y cruzaba una chata extensión desértica, así que pasó media hora hasta que Dave viró hacia una carretera de grava y apareció el rancho. Atravesaron una zanja y bajaron por un sendero cubierto de salvia antes de frenar ante un edificio de madera abandonado. Baedecker vio un granero y varios edificios más pequeños.
Caminaron por la hierba quebradiza hasta la casa Baedecker atento a las serpientes. La casa revelaba indicios de un largo abandono -ventanas rotas, yeso desconchado, escalera sin barandilla, porche derrumbado- pero también era evidente que la habían construido con cuidado y precisión. El porche que rodeaba tres lados del edificio exhibía tallas ornamentales, el machihembrado de madera del interior era artesanal, las grandes piedras de la chimenea central estaban puestas a mano.
– ¿Cuánto hace que está vacía? -preguntó Baedecker cuando entraron en la cocina a través de los escombros de yeso.
– Papá murió en el 56 -dijo Dave-. Después de eso vivieron un par de familias un tiempo, pero jamás lo consiguieron. Es difícil sobrevivir en una finca pequeña. Papá nunca decidió si quería ser granjero o ranchero. No tenía agua suficiente para probar suerte con una granja, y no había pasto suficiente para hacer justicia a un rancho.
– ¿Qué edad tenías cuando murió tu padre?
Dave bebió un largo sorbo de cerveza y miró por la ventana de la cocina.
– Diecisiete -dijo-. Ese fue el primer verano que no cogí el tren para venir aquí. Tenía una novia y un empleo estival en Tulsa. Cosas importantes que hacer. -Arrojó la lata de cerveza en el fregadero-. Ven aquí, quiero enseñarte algo.
Se alejaron del granero y los demás edificios. Al igual que la casa principal, el granero estaba construido para durar. Baedecker leyó el lugar de origen de los grandes goznes: Lebanon, Pennsylvania, Patentado 1906. Cruzaron un campo y Baedecker empezaba a temer de nuevo las serpientes cuando Dave se detuvo, señaló una amplia depresión circular y dijo:
– El Lago de las Negretas.
Baedecker tardó un minuto en verlo. La loma donde se encontraban debía de haber sido parte de la ribera este, la madera podrida que tenían debajo un canal de la zanja de irrigación que llevaba agua al estanque, y la garganta seca del norte era la presa. A cincuenta metros estaba el otro dique, con media docena de álamos polvorientos inclinados sobre la cuesta poblada de malezas que había sido la ribera oeste.
– Richard -dijo Dave-, ¿no te has preguntado cuánto tiempo de tu vida has pasado tratando de complacer a los muertos?
Baedecker bebió la cerveza y pensó en ello mientras Dave se sentaba en una roca y arrancaba una larga hoja de hierba para mascarla.
– Creo que subestimamos la cantidad de tiempo que dedicamos a tratar de satisfacer las expectativas de los muertos -continuó Dave-. Ni siquiera pensamos en ello, simplemente lo hacemos. -Señaló una mata de malezas y arbustos a veinte metros-. Allá amarrábamos nuestra vieja balsa. El agua sólo tenía un par de metros de profundidad, pero no me dejaban nadar en el lado sur porque estaba lleno de juncos y plantas acuáticas y se te enganchaban los pies. Papá los arrancaba cada año y reaparecían en verano. Allí perdió un perro de caza, antes de que yo naciera. Un verano… debía de ser mi tercer verano aquí, yo tendría nueve años… mi perro Blackie se enganchó en las plantas cuando nadaba hacia la balsa donde yo lo esperaba.
Dave hizo una pausa y masticó la hierba. El sol se ponía y las sombras de los álamos se estiraban más allá del estanque muerto.
– Blackie era medio labrador -dijo Dave-. Papá me lo regaló cuando nací, y por alguna razón era muy importante para mí. Tal vez por eso siguió siendo mi perro, aunque yo sólo lo veía en verano a partir de los seis años, después de que mamá y yo nos mudáramos. No temamos lugar para él en Tulsa. Aun así, era como si él esperase todo el año esas diez semanas de cada verano. No sé por qué era tan importante que ambos tuviéramos la misma edad, que hubiéramos nacido casi al mismo tiempo, pero lo era.
»Ese día yo había terminado mis tareas de la mañana y estaba tendido de bruces en la balsa, casi dormido, cuando oí que Blackie nadaba hacia la balsa. De pronto el ruido cesó, miré pero no vi rastros de él, sólo ondas. De inmediato supe lo que había ocurrido: los juncos. Me zambullí sin pensar. Oí el grito de mi padre desde detrás del cobertizo cuando emergí, pero me sumergí de nuevo, tres o cuatro veces, entreabriendo los juncos, atascándome, liberándome a puntapiés para intentarlo de nuevo. No se veía nada, el lodo te aferraba el tobillo y te arrastraba hacia abajo. La última vez que emergí tenía ese agua pestilente en la nariz, estaba totalmente enlodado y veía que papá me gritaba desde la orilla, pero bajé de nuevo, y cuando ya no me quedaba aire y los juncos me rodeaban y tuve la certeza de que ya no valía la pena intentarlo, entonces sentí a Blackie en el fondo. Ya no forcejeaba. Ni siquiera subí a respirar. Seguí apartando los juncos y pateando el lodo, aferrándolo porque sabía que no lo encontraría de nuevo si lo soltaba un segundo. Me quedé sin aire. Recuerdo que tragué ese agua pestilente, pero qué diablos, no pensaba subir sin mi perro. De alguna manera me liberé y lo arrastré hacia la orilla. Papá nos llevó a ambos hasta la costa, preocupado y enfadado al mismo tiempo, yo tosía agua y lloraba y trataba de lograr que Blackie respirara. Estaba seguro de que se había ahogado, tenía el cuerpo flojo y pesado. Se notaba al tacto que estaba lleno de agua, tieso. Pero yo seguía masajeándole las costillas mientras vomitaba agua, y que me cuelguen si ese perro de pronto no escupió un par de litros de agua sucia y empezó a gimotear y respirar de nuevo.