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Dave se sacó la hoja de hierba de la boca y la tiró.

– Fue uno de los momentos más felices de mi vida. Papá dijo que estaba furioso conmigo y me amenazó con darme una tunda si me zambullía de nuevo… pero yo sabía que estaba orgulloso. Una vez, cuando fuimos a Condon en el camión, oí que le contaba la historia a un par de amigos, y supe que estaba orgulloso de mí. Sabes, Richard, pensaba en ello cuando pilotaba helicópteros de evacuación médica en Vietnam, y supe que era algo más que complacer a papá. Odiaba estar en Vietnam. Me moría de miedo todo el tiempo y sabía que me iba a estropear la carrera cuando se enterasen de lo que estaba haciendo. Odiaba el clima, la guerra, los insectos, todo. Y era feliz. Lo pensé entonces y comprendí que me hacía muy feliz salvar cosas, salvar a la gente. Era como si todo en el universo conspirara para hundir a esos hijos de perra, para engullirlos, y yo aparecía en ese condenado helicóptero y aguantaba porque nos negábamos a dejar que se hundieran.

Regresaron a la casa, instalaron la parrilla cerca del jeep y cocinaron la cena. El frío de la noche llegó en cuanto se borró la luz del sol. Baedecker vio dos picos volcánicos que reflejaban los últimos destellos al norte y al este. Esperaron a que las brasas estuvieran listas, pusieron las hamburguesas, añadieron gruesas rodajas de cebolla y comieron vorazmente, con cervezas.

– ¿Has pensado alguna vez en comprar el rancho y reconstruirlo? -preguntó Baedecker.

Dave negó con la cabeza.

– Demasiados fantasmas.

– Aun así, has venido a vivir en las cercanías.

– Sí.

– Una amiga mía dice que podría haber lugares de poder -dijo Baedecker-. Que no está mal que pasemos la vida buscándolos. ¿Qué opinas?

– Lugares de poder -dijo Dave-. Como las líneas magnéticas de fuerza de la señora Callahan, ¿eh?

Baedecker asintió. La idea sonaba absurda, desde luego.

– Creo que tu amiga tiene razón -dijo Dave. Sacó otra cerveza de la nevera portátil y le sacudió el hielo-. Pero apuesto a que la cosa es más complicada. Hay lugares de poder, sin duda. Pero es como decíamos anoche. Hay que contribuir a crearlos. Tienes que estar en el sitio indicado en el momento indicado y saberlo.

– ¿Y cómo lo sabes? -preguntó Baedecker.

– Porque sueñas con él pero no piensas en él -dijo Dave.

Baedecker abrió otra cerveza y apoyó los pies en el salpicadero. La casa era sólo una silueta contra un cielo desleído. Baedecker se cerró la cazadora.

– Sueñas con él pero no piensas en él.

– Correcto. ¿Has practicado alguna vez meditación zen?

– No.

– Yo la practiqué durante varios años -dijo Dave-. La idea es liberarte de los pensamientos, para que no haya nada entre tú y la cosa. Se supone que al no mirar ves con claridad.

– ¿Funcionó?

– No -contestó Dave-, no para mí. Me ponía a cantar mi mantra o lo que fuese y pensaba en todas las cosas del universo. La mitad del tiempo tenía sueños eróticos que me provocaban una erección. Pero encontré algo que sí funcionaba.

– ¿Qué?

– Nuestro entrenamiento para la misión -dijo Dave-. Las interminables simulaciones dieron el resultado que supuestamente debía dar la meditación.

Baedecker sacudió la cabeza.

– No estoy de acuerdo. Fue todo lo contrario. Toda la maldita cosa, cuando al fin ocurrió, era igual que las simulaciones. Yo no experimenté nada especial por toda la preprogramación que me habían inculcado las simulaciones.

– Sí -dijo Dave, dando un último mordisco a su hamburguesa-, eso creía yo. Luego comprendí que no era así. Lo que hicimos fue transformar esos dos días en la Luna en un sacramento.

– ¿Un sacramento? -Baedecker se caló la gorra sobre las cejas y frunció el ceño-. ¿Un sacramento?

– Joan era católica, ¿verdad? -preguntó Dave-. Recuerdo que ibas a misa con ella en Houston.

– Sí.

– Bien, entonces entiendes a que me refiero, aunque actualmente no se hace tan bien como cuando yo era niño e iba con mamá. El latín contribuía.

– ¿Contribuía a qué?

– Contribuía al ritual. Y en la misión contribuyeron las simulaciones. Cuanto más ritualizado está, menos pensamientos se interponen. ¿Recuerdas los primero que hizo Buzz Aldrin cuando tuvieron unos pocos minutos de tiempo libre después del aterrizaje del Apollo 13.

– Celebrar la comunión -dijo Baedecker-. Se llevó el vino y todo lo demás en su botiquín personal. El era… ¿qué…? ¿presbiteriano?

– No importa -dijo Dave-. Pero lo que Buzz no comprendió es que la misión misma ya era el ritual, el sacramento ya estaba allí, esperando a que alguien lo celebrara.

– ¿Cómo? -preguntó Baedecker, aunque la verdad de lo que decía Dave ya le había afectado por dentro.

– Vi la fotografía que dejaste allá -dijo Dave-. Esa foto de ti, Joan y Scott. Junto al paquete de experimentos sísmicos.

Baedecker no dijo nada. Se recordaba arrodillado en el crepúsculo lunar ante la fotografía, bajo las capas del traje presurizado, bajo la bendición de la cruda luz del sol.

– Yo dejé una vieja hebilla de mi padre -dijo Dave-. La dejé al lado de los espejos de reflexión láser.

– ¿De veras? -preguntó Baedecker, realmente sorprendido-. ¿Cuándo?

– Cuando tú preparabas el Rover para el viaje a Rill 2 en la primera actividad extravehicular. Demonios, me sorprendería que alguno de los doce que caminamos allá arriba no hubiera hecho algo así.

– Nunca pensé en ello -dijo Baedecker.

– El resto fue un mero preparativo para desechar lo intrascendente. Incluso los lugares de poder son inútiles a menos que estés dispuesto a llevar algo a ellos. Y no me refiero sólo a las cosas que llevamos: son al verdadero sacramento lo que ese trozo de pan es a la Eucaristía. Luego, si al regresar eres igual que antes, sabes que no era un lugar de poder.

– Ahí está, ése es el problema -dijo Baedecker-. Nada ha cambiado.

Dave rió y cogió el brazo de Baedecker.

– ¿Hablas en serio, Richard? -murmuró-. ¿Recuerdas quién eras? ¿Tienes idea de quién eres ahora?

Baedecker meneó la cabeza.

Dave no dijo nada. Se levantó para arrojar las brasas, enterrarlas en la arena y guardar los bártulos en la parte trasera del jeep. Se acercó a Baedecker.

– Muévete -dijo-. Tú conduces. Yo estoy demasiado ebrio.

Baedecker, que había bebido a la par de Dave durante la tarde y el anochecer, movió la cabeza y ocupó el asiento del conductor.

Los faros del jeep alumbraban matas de salvia y pinos achaparrados mientras regresaban despacio. Las nubes enturbiaban las estrellas y aún faltaban horas para que despuntara la luna llena.

– Tom Gavin nunca lo entenderá -dijo Dave-. El pobre hijo de perra está tan desesperado por el elemento sacramental que nunca lo descubrirá. Lo vi hablando en televisión de cómo había renacido en órbita lunar. Pamplinas. Habla y habla sin tener la menor idea de qué significa nacer de nuevo. Tú fuiste el que renació, Richard. Yo lo vi.

Baedecker meneó la cabeza lentamente.

– No. No lo sentí. No sé qué significó todo eso.

– ¿Crees que un renacido tiene idea de lo que significa? Simplemente ocurre y después te dedicas al condenado oficio de estar vivo. La conciencia llega más tarde, si llega.

Salieron del desfiladero y cruzaron la última elevación antes del descenso en zigzag. Baedecker puso primera y subió tan despacio como el vehículo lo permitía. Se sentía sobrio, pero seguía viendo serpientes de cascabel culebreando en el extremo de los haces de los faros.

– Renacer no significa que has llegado a alguna parte -dijo Dave-. Significa que estás preparado para iniciar el viaje. La peregrinación a más lugares de poder, el afán imposible de impedir que las personas y las cosas que amas se detengan en los juncos y se hundan. Para aquí, por favor.

Baedecker se detuvo. Dave se arqueó, vomitó en silencio por el costado del jeep y se irguió para enjuagarse la boca con agua de una vieja cantimplora que llevaba bajo el asiento. Dave se reclinó, eructó y se caló la gorra sobre los ojos.

– Así termina el Evangelio según San David. Continúa.

Baedecker aminoró la marcha en el risco anterior al sendero que descendía al último desfiladero. Lonerock se veía a tres kilómetros. Unas luces resplandecían entre los oscuros árboles.

– Haz varios guiños con los faros -indicó Dave.

Baedecker obedeció.

– Bien, continúa.

– ¿La señora Callaban cree que los alienígenas conducen OVNIS con faros? -preguntó Baedecker.

Dave se encogió de hombros sin alzar la gorra.

– Tal vez realizan actividades extravehiculares.

Baedecker bajó la palanca, pero la movió mal y la caja chirrió. La bajó de nuevo.

– Oye, con calma -dijo Dave-. ¿Qué te pareció la idea del libro?

– ¿Fronteras? -dijo Baedecker-. Me gustó.

– ¿Crees que el proyecto vale la pena?

– Sin duda.

– Bien -siguió Dave-. Quiero que me ayudes a escribirlo.

– ¿Por qué, por Dios? Lo estás haciendo bien.

– No, no lo hago bien -dijo Dave-. No puedo escribir las partes relacionadas con las personas. Aunque mi trabajo en el Capitolio me diera tiempo para viajar e investigar, lo cual no ocurrirá, yo no podría escribir esa parte.

– La parte del ruso, Belyayev, es sensacional.

– Oí todas esas pamplinas cuando estuve en Rusia por lo del programa Apollo-Soyuz -dijo Dave-. Las partes más recientes tienen diez años. Lo más crucial del libro será averiguar qué buscan los cuatro norteamericanos. Y no quiero esas chorradas del Reader's Digest: «El teniente coronel Brick Masterson se ha retirado de la NASA para realizar una carrera de éxito que combina la distribución de cerveza Austin con la participación en una empresa de espectáculos de luchadoras lesbianas que pelean en el lodo.» No, Richard, quiero saber qué sienten estos sujetos. Quiero saber cosas que no les cuentan a las esposas en medio de la noche, cuando no pueden dormir. Quiero saber qué los impulsa desde la médula. No me importa que esos ex pilotos no sepan expresarse. Espero que llegues allí con tu pequeño rectoscopio epistemológico… demonios, eso ha estado bien… no estoy tan borracho si puedo decir esto, ¿eh? Quiero que llegues allí y averigües qué necesitamos saber sobre nosotros mismos. ¿De acuerdo?