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Aterriza ágilmente, y el Huey se asienta sobre los patines sin un quejido. Por un minuto, Baedecker tiene que concentrarse en la consola, dejando que los rotores giren en un susurro caliente pero asegurándose de que la máquina permanecerá en tierra unos minutos. Cuando mira hacia adelante, ve a cuatro de las figuras aún inmóviles en la penumbra, sólo Scott avanza deprisa colina arriba, trotando por la escarpada y pedregosa cuesta.

Baedecker abre la portezuela, deja el casco en el asiento y sale agachándose instintivamente bajo los rotores. En el linde de la colina permanece erguido un instante, los brazos en jarras. Luego, avanzando deprisa y con firmeza sobre ese terreno traicionero, desciende al encuentro de su hijo.

QUINTA PARTE – MONTE DEL OSO

Baedecker corría. Corría deprisa, el sudor le provocaba escozor en los ojos, le dolían los costados, el corazón le palpitaba deprisa, el jadeo le quemaba la garganta. Pero seguía corriendo. El último kilómetro tendría que haber sido el más fácil, pero fue el más difícil. El trayecto que seguían los llevó entre las dunas y de vuelta a la playa, y allí fue donde Scott decidió apurar el paso. Baedecker se rezagó cinco metros pero rehusó dejar que esa distancia creciera.

Cuando avistaron el motel de Cocoa Beach, Baedecker sintió que el esfuerzo le agotaba las últimas reservas de energía, sintió que el corazón y los pulmones reclamaban un paso más lento, pero fue entonces cuando aceleró, esforzándose para alcanzar al delgado pelirrojo. Scott miró a la derecha cuando su padre lo alcanzó, le sonrió e inició una veloz carrera que lo llevó de la costa dura y húmeda a la blanda arena de la playa. Baedecker se mantuvo a la altura del hijo unos cincuenta metros y luego se rezagó. Recorrió los últimos cien metros hasta el pequeño muro de cemento del hotel en un trote tambaleante.

Scott hacía ejercicios de estiramiento cuando Baedecker se desplomó en la arena y apoyó la espalda en el muro. Se sostuvo la cabeza con los brazos y resopló.

– Magnífica carrera -dijo Scott al cabo de un minuto.

– Aja -jadeó Baedecker.

– Uno se siente bien, ¿verdad?

– Aja.

– Voy a nadar. ¿Quieres venir conmigo?

Baedecker meneó la cabeza.

– Ve tú -jadeó-. Me quedaré aquí a vomitar.

– Vale -dijo Scott-. Te veo en un rato.

Scott corrió hasta el agua por la playa. El sol de Florida era muy brillante, la arena era blanca y deslumbrante como polvo lunar al mediodía. Baedecker se alegraba de que Scott se sintiera tan bien. Ocho meses antes habían pensado en internarlo nuevamente en el hospital, pero el medicamento contra el asma había dado rápidos resultados, la disentería se había curado tras varias semanas de reposo, y mientras Baedecker perdía peso durante los meses de régimen y trabajo en Arkansas, Scott había engordado de tal modo que ya no parecía el pelirrojo superviviente de un campo de concentración. Baedecker miró el mar donde su hijo nadaba con vigorosas brazadas. Al cabo de un minuto, se levantó con un gruñido y corrió despacio por la playa para reunirse con él.

Era de noche cuando Baedecker y Scott cogieron la carretera 1 rumbo al Centro Espacial. Baedecker echó un vistazo a las nuevas instalaciones y centros comerciales de la autopista y recordó la tosquedad de ese lugar a mediados de los años 60.

El enorme edificio de Ensamblaje de Vehículos ya era visible antes de tomar la carretera de acceso a la NASA.

– ¿Te parece todo igual? -preguntó Baedecker. Scott había sido un fanático del Cabo. Había usado la misma camiseta azul del Centro Espacial Kennedy durante esos dos veranos, a los seis y los siete años. Joan tenía que esperar a la noche para lavarla.

– Supongo que sí -dijo Scott.

Baedecker señaló la gigantesca estructura del nordeste.

– ¿Recuerdas cuando te traje aquí para ver cómo construían el edificio de Ensamblaje?

Scott frunció el ceño.

– No. ¿Cuándo fue eso?

– En 1965 -dijo Baedecker-. Yo ya trabajaba para la NASA, pero fue el verano anterior a que me escogieran para el quinto grupo de astronautas. ¿Recuerdas?

Scott sonrió.

– Papá, yo tenía un año.

Baedecker sonrió también.

– Pensándolo bien, recuerdo que te llevé en hombros durante casi todo ese viaje.

Antes de llegar al área industrial del Centro Espacial Kennedy los pararon en dos controles. El puerto espacial, habitualmente abierto a los turistas y a los curiosos, estaba cerrado a causa del inminente lanzamiento del Departamento de Defensa. Baedecker mostró los documentos de identidad y los pases que le había dado Tucker Wilson, y los dejaron pasar sin problemas.

Pasaron frente al enorme edificio de la jefatura y viraron hacia el aparcamiento del edificio de Operaciones con Naves Espaciales Tripuladas. El enorme complejo de tres pisos seguía siendo tan feo y funcional como durante la estancia de Baedecker, en las fases de entrenamiento y prelanzamiento de su misión Apollo. Las cristaleras del lado oeste recibieron el último destello del poniente mientras aparcaban el coche.

– Es una gran ocasión, ¿verdad? -dijo Scott mientras caminaban hacia la entrada principal-. Cena de Acción de Gracias con los astronautas.

– No es una cena de Acción de Gracias -corrigió Baedecker-. Los miembros del equipo ya han cenado con sus familias. Venimos a tomar café y pastel…, una especie de reunión tradicional la noche anterior a un vuelo.

– ¿No es extraño que la NASA tenga un vuelo en un festivo como éste?

– No creas -dijo Baedecker mientras se detenían para mostrar la identificación a un guardia de la puerta. Un asistente de la Fuerza Aérea los condujo escalera arriba-. Apollo 8 circunvoló la luna en Navidad. Además, el Departamento de Defensa fijó la fecha de este lanzamiento a causa de las ventanas de despliegue satelital.

– Y además -añadió Scott-, Acción de Gracias es hoy y el lanzamiento es mañana.

– Exacto -dijo Baedecker. Pasaron otros dos puestos de inspección antes de ingresar en una pequeña sala de espera frente al comedor de la dotación. Baedecker echó una ojeada al sofá verde, las incómodas sillas y la mesilla cubierta de revistas, y se alegró de que ese aposento privado conservara la atmósfera que había conocido dos décadas antes.

La puerta se abrió y apareció un grupo de hombres de negocios que venían del comedor. Los guiaba un joven mayor de la Fuerza Aérea. Uno de los hombres, con traje oscuro y maletín, se detuvo al ver a Baedecker.

– Demonios, Dick -dijo-. Entonces es cierto que te ha contratado la Rockwell.

Baedecker se levantó para darle la mano.

– No es verdad, Cole. Es sólo una visita social. No recuerdo si conoces a mi hijo. Scott, Cole Prescott, mi jefe en St. Louis.

– Nos conocimos hace años -dijo Prescott, dándole la mano a Scott-. En el picnic de la compañía, cuando Dick empezó a trabajar con nosotros. Creo que tú tenías once años.

– Recuerdo la carrera de tres piernas -dijo Scott-. Mucho gusto en verle de nuevo, señor Prescott.

Prescott se volvió hacia Baedecker.

– ¿En qué andas, Dick? Hace seis meses que no recibimos noticias tuyas.

– Siete -dijo Baedecker-. Scott y yo pasamos la primavera y el verano reparando una vieja cabaña de Arkansas.

– ¿Arkansas? -dijo Prescott, guiñándole el ojo a Scott-. ¿Qué diablos hay en Arkansas?

– No mucho -contestó Baedecker.

– Oye -dijo Prescott-, he oído decir que has estado hablando con gente de la North American Rockwell. ¿Es verdad?

– Sólo hablando.

– Sí, eso dicen todos. Pero oye, si no has firmado con nadie… -Hizo una pausa y miró en torno. Los otros se habían marchado. A través de la puerta entornada del comedor se oían risas y tintineo de platos-. Cavenaugh se retira en enero, Dick.

– ¿Sí?

– Sí -susurró Prescott-. Yo ocuparé su puesto cuando se vaya. Eso deja espacio en el segundo nivel, Dick. Si pensabas regresar, sería el momento apropiado.

– Gracias, Cole, pero ya tengo un empleo -dijo Baedecker-. Bueno no es exactamente un empleo, sino un proyecto que me mantendrá ocupado varios meses.

– ¿De qué se trata?

– Estoy redondeando un libro que David Muldorff empezó hace un par de años -explicó Baedecker-. La parte que queda requiere viajes y entrevistas. De hecho, el lunes debo volar a Austin para empezar a trabajar en ello.

– Un libro -dijo Prescott-. ¿Ya te han dado un anticipo?

– Uno modesto -repuso Baedecker-. La mayor parte de los derechos de autor serán para la esposa de Dave y su hijo, pero estamos empleando el anticipo para cubrir algunos gastos.

Prescott asintió y miró su reloj de pulsera.

– Bien, pero ten en cuenta lo que te he dicho. Me ha gustado mucho veros de nuevo, Dick, Scott.

– Lo mismo digo -dijo Baedecker.

Prescott se detuvo junto a la puerta.

– Fue una lástima lo de Muldorff.

– Sí -dijo Baedecker-. Lo fue.

Prescott se marchó cuando un encargado de relaciones públicas de la NASA en mangas de camisa y corbata negra se acercó a la puerta del comedor.

– ¿Coronel Baedecker?

– Sí.

– La tripulación está lista para el postre. ¿Quieren entrar, por favor?

Había cinco astronautas y otros siete hombres ante la larga mesa. Tucker Wilson se encargó de las presentaciones. Además de Tucker, Baedecker conocía a Fred Hagen, el copiloto de la misión, y a Donald Gilroth, uno de los administradores actuales. Gilroth había engordado considerablemente y conseguido mayor influencia desde que Baedecker lo había visto por última vez.

Los otros tres astronautas, dos especialistas de misión y un especialista en cargamento, pertenecían también a la Fuerza Aérea. Tucker era el único piloto a tiempo completo en la NASA involucrado en esta misión, y a pesar de los recientes esfuerzos para incluir mujeres y minorías en la labor espacial, este vuelo militar era un retroceso a la tradición de varones blancos y protestantes. Conners y Miller, los especialistas de misión, eran callados y serios, pero el miembro más joven de la tripulación, un rubio llamado Holmquist, tenía una risa estridente y contagiosa que se granjeó de inmediato las simpatías de Baedecker.