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Hubo unos pocos minutos de obligatoria evocación de los días del Apollo mientras llegaban el café y el pastel, y luego Baedecker encauzó la conversación hacia la misión inminente.

– Fred, has esperado mucho para esto, ¿verdad?

Hagen asintió. Era unos años más joven que Baedecker, pero su corte a cepillo había encanecido de inmediato, así que se parecía a Archibald Cox. Baedecker notó que la mayoría de los pilotos del transbordador se acercaban a su edad. El espacio, otrora una frontera formidable que hacía temer a los expertos que los pilotos de prueba más jóvenes, audaces y fuertes del país no pudieran soportar sus rigores, ahora pertenecía a hombres con lentes bifocales y problemas de próstata.

– He esperado desde que se frustró el MOL -respondió Hagen-. Con un poco de suerte, ayudaré a poner en órbita al sucesor, como parte de la estación espacial.

– ¿Qué era el MOL? -preguntó Scott.

– El laboratorio espacial tripulado -explicó Holmquist. El rubio especialista sólo tenía dos o tres años más que Scott-. Era uno de los proyectos predilectos de la Fuerza Aérea, como el X-20 Dyna Soar, pero nunca remontó vuelo. Anterior a nuestra época, Scott.

– Sí -dijo Tucker, arrojando una servilleta doblada al joven astronauta-, anterior a los transistores.

– Supongo que podríais contemplar el transbordador como un Dyna Soar más grande y mejor -dijo Baedecker, y el intencional parecido de la palabra con «dinosaurio» ahora le resultó irónico. A mediados de los 60 había pilotado aparatos sin motor en Edwards, como parte de los aportes de la NASA al desaparecido programa de la Fuerza Aérea.

– Claro -dijo Hagen-, y el Spacelab es una especie de versión actualizada e internacional del MOL… un par de décadas retrasada. Y el mismo Spacelab se ha transformado en una especie de proyecto de prueba para los componentes de la estación espacial que empezaremos a poner en órbita dentro de un par de años.

– Pero en esta misión no lleváis material del Spacelab, ¿verdad? -preguntó Scott.

Se hizo un silencio y varios hombres menearon la cabeza. El cargamento del Departamento de Defensa era tema prohibido en esta conversación, y Scott lo sabía.

– ¿Aún os preocupa el tiempo? -preguntó Baedecker. Hacia días que se acumulaban tormentas en el Golfo durante la mañana.

– Un poco -dijo Tucker-. El último mensaje de meteorología fue que no había problemas, pero no parecía muy sincero. Qué diablos. Las ventanas son pequeñas, pero las tendremos tres días consecutivos. ¿Mañana estaréis en los palcos VIP, Dick?

– No me lo perdería -dijo Baedecker.

– ¿Qué piensas de todo esto, Scott? -preguntó Hagen. El coronel de la Fuerza Aérea miraba al pelirrojo con cordial interés.

Scott iba a encogerse de hombros pero cambió de parecer. Miró de soslayo al padre y encaró a Hagen.

– Para ser franco, lo encuentro interesante y un poco triste.

– ¿Triste? -exclamó Miller, uno de los especialistas de misión, un hombre inquisitivo y moreno que recordaba a Gus Grissom-. ¿Por qué triste?

Scott abrió los dedos de la mano izquierda y cobró aliento.

– Mañana no transmitiréis el lanzamiento, ¿verdad? Ni permitiréis reporteros en el Cabo. Ni se anunciará la marcha de la misión, excepto lo absolutamente imprescindible. Ni siquiera vais a anunciar con exactitud cuándo tendrá lugar el lanzamiento, ¿correcto?

– Correcto -confirmó el capitán Conners, con el tono cortante de la Academia de la Fuerza Aérea-. Es lo menos que podemos hacer por la seguridad nacional en lo que será una misión clasificada. -Conners miró de soslayo a los demás mientras un camarero recogía los platos y volvía a llenar las tazas de café. Holmquist y Tucker sonreían. Los demás simplemente miraban.

Scott se encogió de hombros, pero sonrió antes de hablar y Baedecker sintió que la feroz intensidad que durante años había irradiado su hijo se había aplacado un poco en las últimas semanas.

– Entiendo eso -dijo Scott-, pero recuerdo los días en que volaba papá, cuando la prensa se enteraba de cada pedo que se tiraba un astronauta…, perdón, pero así era. También para las familias. Al menos durante las misiones. Lo que trato de decir es: recordemos cuan abierto era, y cómo lo comparábamos con la reserva del programa ruso. Nos enorgullecíamos de que todos pudieran verlo. Así que me entristece un poco que nos parezcamos en algo a los soviéticos.

Miller abrió la boca para hablar, pero la risa de Holmquist lo interrumpió.

– Muy cierto -dijo Holmquist-, pero te diré, jovencito, que todavía nos falta mucho para parecemos a los rusos. ¿Has visto a los periodistas del aeropuerto Melbourne tomando notas cuando llegó el equipaje de los contratistas de defensa? Es todo lo que necesitaban para saber qué clase de cargamento llevamos. ¿Lo has visto hoy en el Washington Post y el New York Times?

Scott meneó la cabeza.

El joven especialista en cargamento pasó a describir los artículos publicados en la prensa y televisión, sin confirmar ni negar su veracidad pero explayándose humorísticamente sobre los frustrados esfuerzos de los encargados de prensa de la Fuerza Aérea, que habían tratado de tapar con un dedo un dique que se había transformado en una criba. Uno de los administradores de la NASA contó una historia sobre las embarcaciones de la prensa que fueron apresadas en la zona cuando los barcos de inteligencia soviéticos se desplegaban a poca distancia del área restringida.

Fred Hagen contó una anécdota de sus días del X-15, cuando un emprendedor corresponsal se disfrazó de oficial visitante de la Fuerza Aérea brasileña para conseguir una exclusiva. Baedecker habló de su viaje a la Unión Soviética antes del proyecto Apollo-Soyuz. Una noche de invierno, Dave Muldorff acercó la boca a una lámpara de la habitación para sugerir en voz alta que un trago era lo más indicado, pero se les había agotado la bebida suministrada por los anfitriones. Diez minutos después apareció un ordenanza ruso con botellas de vodka, whisky y champán.

Hubo más risas mientras las conversaciones se dividían y varios administradores se despedían. Holmquist y Tucker hablaban con Scott cuando Don Gilroth rodeó la mesa y apoyó la mano en el hombro de Baedecker.

– Dick, ¿podemos tomarnos un minuto? ¿Afuera?

Baedecker siguió al otro hombre a la desierta sala de espera. Gilroth cerró la puerta y se acomodó el cinturón sobre el ancho vientre.

– Dick, no sabía si podríamos hablar mañana, así que preferí hacerlo hoy.

– ¿Hablar de qué?

– De trabajar para la NASA -dijo el administrador.

Baedecker parpadeó sorprendido. Nunca se le había ocurrido la idea.

– He hablado con Cole Prescott, Weitzel y algunos de los demás, y he oído que estás examinando otras propuestas, pero te quería comunicar que la NASA también está interesada -dijo Gilroth-. Sé que nunca podremos competir con la industria privada, pero éstos son tiempos estimulantes. Estamos tratando de reconstruir todo el programa.

– Don -dijo Baedecker-, dentro de poco cumpliré cincuenta y cuatro años.

– Sí, y yo cumpliré cincuenta y nueve en agosto. No sé si lo has notado, Dick, pero actualmente el espectáculo no está a cargo de mocosos.

Baedecker negó con la cabeza.

– He estado muchos años desvinculado…

Gilroth se encogió de hombros.

– No estamos hablando de volver a vuelo activo. Aunque Dios sabe que todo es posible con el trabajo que tendremos en este par de años. Pero Harry sin duda podría emplear a alguien con tu experiencia en la Oficina de Astronautas. Entre los viejos y los novatos, tenemos unos setenta astronautas por aquí. No como en los viejos tiempos, cuando Deke y Al tenían que vigilar sólo a una docena de revoltosos.

– Don, he empezado a trabajar en un libro que Dave Muldorff no tuvo tiempo de concluir y…

– Sí, lo sé. -Gilroth palmeó a Baedecker en el brazo-. No hay prisa, Dick. Piénsalo. Comunícate conmigo este año. De paso, Dick, Dave Muldorff debía de pensar que era buena idea que regresaras. En noviembre pasado recibí una carta de él donde me lo mencionaba. Confirmó mi idea de traer de vuelta a los viejos profesionales.

Baedecker estaba pensando en la propuesta cuando Tucker y Scott salieron por la puerta.

– Aquí estás -dijo Tucker-. Planeábamos un pequeño paseo a la rampa. ¿Quieres venir?

– Sí -repuso Baedecker. Se volvió hacia Gilroth-. Don, gracias por la sugerencia. Me comunicaré contigo.

– De acuerdo -contestó el administrador, saludando a los tres con dos dedos alzados.

Tucker los condujo en un Plymouth verde de la NASA por la Kennedy Parkway hasta la rampa 39-A. El edificio de Ensamblaje se erguía a gran altura iluminado por reflectores. Baedecker miró la bandera norteamericana pintada en una esquina de la cara sur y advirtió que la bandera sola tenía superficie suficiente para jugar un partido de fútbol sobre ella. Más allá del edificio de Ensamblaje, el vehículo espacial estaba encerrado en una red protectora de andamies. Los haces de los focos hendían el aire húmedo, las luces fulguraban a través del enrejado de cañerías y vigas, y Baedecker pensó que todo el conjunto parecía una gigantesca torre de perforación llenando un tanque interplanetario.