Baedecker se lo agradeció y se acomodó en el asiento revestido de lana de cordero. Excepto por el volante, que sustituía un control manual, la cabina era muy parecida a la del transbordador. Las terminales de video exhibían lecturas de instrumental, líneas de datos y mapas de color en tres pantallas. En la consola que lo separaba de Hollister había un teclado de ordenador. Baedecker miró el cielo azul, el remoto horizonte, las lejanas capas de nubes.
– Me sorprende que usted me haya recordado -le dijo al piloto-. No nos conocemos, ¿verdad?
– No, señor -respondió Hollister-. Pero conozco todos los nombres de las diversas misiones y recuerdo haberle visto en televisión. Siempre quise ser astronauta, pero…
Baedecker extendió la mano.
– Olvidemos el «señor». Me hace sentir viejo. Me llamo Richard.
– Qué tal, Richard -dijo Hollister, dándole la mano por encima del ordenador.
Baedecker miró las pantallas parpadeantes y el volante que se movía.
– Parece que el avión se conduce solo. ¿Os deja hacer algo a vosotros?
– No mucho -dijo Hollister riendo-. Es una maravilla, ¿verdad? La última novedad. Puedo programarlo en O'Hare y no tendría que hacer nada hasta aterrizar en Seattle. Lo único que no sabe hacer es bajar el tren de aterrizaje.
– Pero no funciona totalmente en automático, ¿verdad? -preguntó Baedecker.
Hollister meneó la cabeza.
– Sostenemos la opinión de que debemos intervenir, y el sindicato nos respalda. La aerolínea afirma que compró el siete-seis-siete para que el sistema informático de vuelo le ahorre dinero en combustible, y que desbaratamos sus planes cada vez que lo ponemos en manual. Lo cierto es que tiene razón.
– ¿Es divertido pilotarlo? -preguntó Baedecker.
– Es una buena nave -dijo Hollister. Tecleó un botón y los despliegues visuales cambiaron-. Tan seguro como estar sentado en el porche de la abuela. Pero no es divertido. -Le mostró los detalles del sistema de control de vuelo, el indicador de motor, el sistema de alerta y las pantallas de radar de color que incorporaban mapas de su posición en relación con las emisoras omnidireccionales VHF, los puntos intermedios y los haces del sistema de aterrizaje por instrumentos. El mapa indicaba la posición de los frentes de tormenta, calculaba la velocidad del viento y les permitía saber qué rumbo seguían en cada momento-. Es capaz de decirme con quién está acostada mi mujer si se lo pregunto con amabilidad. ¿Qué te parece este aparato comparado con el artilugio que llevaste a la Luna?
– Impresionante -dijo Baedecker, sin contarle a Hollister que había trabajado para una compañía que producía aviones militares que estaban años luz por delante de ese sistema-. Para responder a tu pregunta, gran parte del instrumental de calibración y de medición estaba muy anticuado, y el ordenador del que dependíamos para llegar a la superficie tenía una capacidad total de sólo treinta y nueve palabras.
– Santo cielo -dijo Hollister, meneando la cabeza.
– Exacto. Estos sistemas son muy superiores a los nuestros. Y los nuestros eran menos flexibles. Si surgía un problema nuevo, sólo podíamos emplear unas dos mil palabras.
– Uno se pregunta cómo llegasteis allá -dijo Hollister. Tomó los controles, tocó un interruptor del panel de instrumentos y apoyó la mano derecha en el regulador-. ¿Quieres conducirlo un segundo?
– ¿United no pondrá el grito en el cielo?
– Sin duda. Pero sólo podrá averiguarlo si oye nuestras voces en el grabador de la caja negra, y en ese caso poco nos importará. ¿Quieres?
– Claro.
– Adelante.
Baedecker cogió el volante con cuidado, pensando en el centenar de pasajeros que removían el café a sus espaldas. Delante, las nubes se disipaban dejando ver la línea oscura del horizonte.
– ¿Es verdad que Dave Muldorff quería bautizar The Beagle al módulo lunar? -preguntó Hollister.
– Claro que sí. Y casi llegó a convencerlos. Dijo que estaba en la tradición de Darwin, el viaje del Beagle y todo eso. Cuando los tripulantes empezaron a bautizar las máquinas, tenían nombres como Gumdrop, Spidery Snoopy. Después de Neil, «el Eagle ha aterrizado» y todo eso, los nombres se volvieron más serios y pretenciosos. Endeavor, Orion, Intrepid, Odyssey.… En el último momento desconfiaron de las intenciones de Dave y sugirieron enfáticamente que se atuviera a Discovery.
– ¿Qué tenía de malo Beagle? -preguntó Hollister.
– Nada, pero conocían a Dave y tenían razón. Dave había preparado un discurso que empezaba con «Houston, el Beagle ha aterrizado». Siguiendo con la broma canina, trató de persuadir a Tom Gavin de que aceptara Lassie para el módulo de mando, y pensaba decir que el vehículo rodante Rover era un gran hijo de perra. Habríamos quedado en la historia de la NASA como los Beagle Boys. No, hicieron bien en frustrar las intenciones de Dave.
Hollister rió.
– Recuerdo cuando vosotros dos jugabais con un Frisbee, debió de ser una gran época para volar.
El copiloto regresó con tazas de café para todos. Baedecker le devolvió los controles a Hollister, cedió el asiento a Knutsen y se apoyó un minuto en el asiento del copiloto, mirando la vasta extensión de cielo y nubes.
– Sí -dijo, alzando la taza de plástico en un brindis silencioso y bebiendo el sabroso café negro-. Una gran época.
El aeropuerto de Rapid City parecía una pista de aterrizaje en busca de un pueblo. Al descender sobrevolaron campos de pastoreo, cauces secos y ranchos. La única pista se extendía sobre una meseta herbosa que tenía sólo una diminuta terminal, una torre baja y un aparcamiento casi vacío.
Al instalarse en su Honda Civic alquilado, Baedecker decidió que estaba harto de vuelos comerciales y coches de alquiler. Usaría sus ahorros para comprar un Corvette 1960 y terminaría con eso. Todavía mejor, cuando llegara el dinero, un pequeño Cessna 180…
El viaje desde Rapid City hasta la salida de Sturgis por la interestatal 90 duró cuarenta y cinco minutos. La carretera atravesaba los cerros que separaban la oscura masa de las Colinas Negras de la pradera que se extendía al norte hasta el horizonte. Las urbanizaciones y los parques de casas rodantes encaramados sobre las laderas parecían heridas abiertas en el paisaje.
Eran las doce y media cuando Baedecker preguntó en una gasolinera Conoco, cerca de la salida de la interestatal, y casi la una de la tarde cuando atravesó un arco de madera al inicio del largo camino que conducía a Wheeler Ranch.
La mujer que se le acercó cuando Baedecker se apeó del coche y se desperezó le recordó a Elizabeth Sterling Callahan de Lonerock, Oregon. Tenía por lo menos setenta años pero se movía con soltura, llevaba el pelo largo y gris sujeto con un pañuelo y vestía una chamarra y pantalones azules. El rostro irradiaba placidez. Un collie trotaba a su lado.
– Hola -saludó-. ¿Puedo ayudarle?
– Sí, señora. ¿Es usted la señora Wheeler?
– Ruth Wheeler -dijo la mujer, acercándose. Profundas arrugas le rodeaban los ojos, tan verdes como los de Maggie.
– Mi nombre es Richard Baedecker -dijo, tendiéndole la mano al collie para que la oliera-. Estoy buscando a Maggie.
– Richard… ¡Oh, Richard! -dijo la mujer-. Claro que sí. Margaret ha mencionado su nombre. Bienvenido, Richard.
– Gracias, señora Wheeler.
– Llámeme Ruth. Oh, mi Maggie se sorprenderá. Ahora no está, Richard. Ha ido al pueblo a hacer unos recados. ¿Quiere entrar a tomar café mientras la esperamos? Volverá pronto.
A punto de aceptar, Baedecker se sintió embargado por la impaciencia, como si no pudiera descansar ni detenerse hasta que su largo viaje hubiera concluido.
– Gracias, Ruth, pero si tiene idea de dónde puede estar, iré al pueblo a buscarla.
– Pruebe el Safeway, en el centro comercial, o la ferretería de la calle Mayor. Maggie conduce nuestra vieja camioneta Ford azul, con un gran generador rojo en la parte de atrás. Lleva el adhesivo de Dukakis en el parachoques trasero.
Baedecker sonrió.
– Gracias. Si no la encuentro y ella regresa primero, dígale que volveré pronto.
La señora Wheeler se acercó y apoyó la mano en la ventanilla abierta cuando Baedecker hizo girar el Civic.
– También podría estar en otro sitio -dijo-. A Maggie le gusta detenerse en el Monte del Oso. Es un viejo cerro en las afueras del pueblo. Diríjase hacia el norte y siga los letreros.
La camioneta azul no estaba en el aparcamiento del Safeway ni en la calle Mayor. Baedecker recorrió despacio el pequeño pueblo, esperando ver a Maggie saliendo de un edificio a cada instante. Las noticias de la radio de la una y media comentaron el lanzamiento secreto del transbordador espacial, que se realizaría dentro de dos horas. El periodista llamó incorrectamente «Cabo Kennedy» al Centro Espacial Kennedy e informó que la zona tenía nubes altas pero que el tiempo parecía apropiado para el lanzamiento.
Baedecker viró en el aparcamiento de una planta de carnes saladas y regresó por Sturgis, siguiendo los letreros verdes que conducían al parque estatal del Monte del Oso.
No había coches en el pequeño aparcamiento. Baedecker detuvo el Civic cerca de un edificio de informaciones cerrado y miró el Monte del Oso. Era un cerro impresionante. Si Baedecker no había olvidado sus estudios de geología, era un viejo cono volcánico que se elevaba en un largo risco hasta una cima que alcanzaría más de doscientos metros sobre la pradera circundante. La montaña estaba separada de las colinas del sur y sobresalía dramáticamente de la pradera. Baedecker tuvo que agudizar su imaginación para ver un oso en el largo cerro, pero al fin logró distinguir un oso inclinado hacia adelante, con los cuartos traseros en el aire.