Pompeyo notaba que estaba enojada, y eso le irritaba. ¡Mujeres! ¡Él, que estaba a punto de marchar a la primera guerra importante de su vida, y aquella criatura insignificante se dedicaba a escenificar su propio drama! ¿Es que las mujeres no tenían sentido común?
– Eres mi primera esposa -dijo.
– ¿Primera esposa?
– Algo provisional.
– ¡Ah, ya! -replicó ella, pensativa-. Algo provisional. Quieres decir, supongo, la hija del juez.
– Bueno, no digas que no lo sabías.
– Pero de eso hace mucho tiempo; pensé que era cosa pasada y que me amabas. Mi familia es de origen senatorial; no soy una cualquiera.
– Para un hombre ordinario, no. Pero para mí no eres suficiente.
– Oh, Magnus. ¿De dónde te viene ese engreimiento? ¿Por eso nunca te satisfaces dentro de mí? ¿Porque no soy de bastante calidad para darte hijos?
– ¡Sí! -gritó él, dirigiéndose a la puerta.
Ella le siguió con la lamparita en la mano, sin preocuparse porque les oyesen.
– ¡Pero sí que te servía cuando Cinna quería arruinarte!
– Eso ya lo hemos dicho -replicó él, apretando el paso.
– ¡Qué bien te ha venido que Cinna haya muerto!
– Una suerte para Roma y para todos los buenos romanos.
– ¡Tú mandaste asesinarle!
Las palabras resonaron en aquel pasillo de piedra de amplitud suficiente para dar paso a un ejército. Pompeyo se detuvo.
– Cinna murió en una reyerta de borrachos con unos reclutas.
– En Ancona; tu ciudad, Magnus. ¡Tu ciudad! ¡Y poco después de que tú fueras allí a verle! -gritó ella.
Apenas acababa de decirlo cuando Pompeyo la aplastó contra la pared, agarrándola por la garganta. En serio.
– Mujer, no vuelvas a decir eso -dijo, bajando la voz.
– Lo dice mi padre -replicó ella con la boca seca.
– No es que a tu padre le gustara mucho Cinna -añadió él, apretando un poco las manos-, pero a Carbón no le es en modo alguno desafecto, por lo que me daría gran placer matarle. Pero no me da placer matarte a ti. Yo no mato a mujeres. Mantén la boca cerrada, Antistia. Yo nada tengo que ver con la muerte de Cinna; fue un accidente.
– ¡Quiero ir a Roma, a casa de mi padre!
– Te digo que no -replicó Pompeyo, soltándola y dándole un empujón-. ¡Déjame en paz!
Y salió, llamando al mayordomo. Ella le oyó, a lo lejos, diciendo a aquel hombre abominable que no le permitiese salir de la fortaleza mientras él estuviese en la guerra. Temblorosa, regresó despacio al dormitorio que había compartido con Pompeyo durante dos años y medio como primera esposa, alguien provisional e inadecuado para darle hijos. ¿Cómo no se lo habría imaginado, cuando se preguntaba por qué él siempre acababa dejándole un charco pegajoso encima, que luego tenía que limpiarse?
Comenzaban a brotarle las lágrimas. No tardarían en caer, y en cuanto lo hicieran, serían incontenibles durante horas. La desilusión antes de que el amor hubiera perdido su aspecto más atractivo era terrible.
Oyó otro de aquellos chillidos bárbaros que ponían los pelos de punta, y la voz de Pompeyo gritando: «¡Marcho a la guerra! ¡Marcho a la guerra! ¡Sila ha desembarcado en Italia, y es la guerra!»
Apenas había amanecido cuando Pompeyo, con su armadura de plata reluciente y acompañado de su hermano de dieciocho años y de Varrón, se dirigió, encabezando un grupo de administradores y escribas, a la plaza del mercado de Auxinum, en donde plantó el estandarte de su padre, esperando con gran impaciencia a que sus secretarios se acomodaran tras una serie de mesas de caballete, con hojas de papel, plumas y piedras de tinta disueltas en gruesos tinteros de piedra.
Cuando todo estuvo listo, ya se había congregado una apretada multitud que desbordaba el espacio de la plaza y llenaba las calles vecinas. Pompeyo se encaramó ágilmente a una especie de podio que había detrás del estandarte de su padre Pompeyo Estrabón.
– ¡Bien, ha llegado la hora! -gritó-. ¡Lucio Cornelio Sila ha desembarcado en Brundisium para reclamar sus derechos… un ininterrumpido imperium, un triunfo y el privilegio de depositar sus laureles a los pies de Júpiter Optimus Maximus dentro del Capitolio de Roma! El año pasado, justo por estas fechas, el otro Lucio Cornelio, el apellidado Cinna, no se encontraba muy lejos de aquí intentando reclutar para su causa a los veteranos de mi padre. No lo consiguió y halló la muerte. Y hoy aquí estoy yo, teniendo ante mí a muchos veteranos de mi padre. ¡Yo soy su heredero! Sus hombres son mis hombres; su pasado es mi porvenir, y voy a marchar a Brundisium para luchar con Sila, para que haga prevalecer su derecho. ¿Quiénes quieren seguirme?
Breve y sencillo, pensó Varrón admirado. Quizás el joven tuviera razón en aspirar a la silla curul consular esgrimiendo la espada en lugar de bellas palabras. Desde luego, no veía un solo rostro entre aquella muchedumbre que pareciera echar nada de menos en el discurso de Pompeyo. Apenas había acabado de pronunciarlo cuando las mujeres comenzaron a cuchichear respecto a la inminente ausencia de maridos e hijos, y, mientras algunas se retorcían las manos, otras se dedicaban ya a llenar petates con túnicas y calcetines, y otras bajaban los ojos al suelo, ocultando taimadas sonrisas. Los hombres, apartando a su paso a los excitados niños con amagos de bofetadas y puntapiés, se iban acercando a las mesas, y al cabo de un rato los escribas de Pompeyo no daban abasto inscribiendo nombres.
Desde un punto elevado en la escalinata del viejo templo de Picus en Auxinum, Varrón contemplaba sentado todo aquel bullicio, preguntándose si la gente se habría alistado tan de buen grado en las campañas del bizco Pompeyo padre. Seguramente que no. Pompeyo Estrabón había sido el señor de horca y cuchillo; un buen jefe, pero un hombre duro, y, sin duda, le habrían servido de buena gana pero con caras adustas. Era muy distinto con el hijo. Soy testigo de un fenómeno, pensó Varrón. Los mirmidones no se habrían alistado tan alegremente para combatir con Aquiles, ni los macedonios con Alejandro Magno. ¡Cómo le adoran! Es su querido, su mascota, su hijo a la par que su padre.
Una pesada humanidad se dejó caer en el escalón contiguo, y Varrón volvió la cabeza. Era un hombre de rostro coloradote, rematado por cabello rojizo, con unos ojos azules inteligentes que le escrutaban curiosos, a él, el único extranjero de la localidad.
– ¿Tú quién eres? -inquirió el rubicundo gigante.
– Me llamo Marco Terencio Varrón, y soy sabino.
– Ah, igual que nosotros, ¿no? Aunque de eso hace ya mucho tiempo. Ahí le tienes -añadió, señalando con su callosa manaza a Pompeyo-. ¡No sabes cómo esperábamos este día, Marco Terencio Varrón, el sabino! ¿No te parece el elegido de los dioses?
Varrón sonrió.
– No sé si será eso exactamente; pero entiendo lo que dices.
– ¡Ah, ya veo que no sólo eres un caballero con tres nombres, sino un caballero instruido! ¿Acaso eres amigo de él?
– Puede ser.
– ¿Y con qué te ganas la vida?
– Soy senador en Roma y criador de yeguas en Reate.
– ¿Mulas no?
– Es mejor criar yeguas que mulas. Tengo unas cuantas rosea rura y algunos asnos sementales.
– ¿Y qué edad tienes?
– Treinta y dos -contestó Varrón, encantado del diálogo con aquel lugareño.
Pero el hombre de pronto dejó de preguntar, se acomodó más, apoyándose con el codo en el peldaño superior, y estiró sus hercúleas piernas, que cruzó. Fascinado, el pequeño Varrón contempló aquellos mugrientos pies con dedos tan grandes como los de sus manos.
– ¿Y tú cómo te llamas? -inquirió, en el mismo estilo llano de su interlocutor.
– Quinto Scaptio.
– ¿Te has alistado?
– ¡Todos los elefantes de Aníbal no hubieran podido impedírmelo!
– ¿Eres veterano?
– Me enrolé en el ejército de su padre a los diecisiete años. Hace ya cinco, pero he servido en doce campañas, así que no tengo que ir a ninguna más si no quisiera -respondió Quinto Scaptio.