– Pero has querido.
– ¡Los elefantes de Aníbal, Marco Terencio, los elefantes de Aníbal!
– ¿Eres centurión?
– Quizá lo sea en esta campaña.
Siguieron conversando sin dejar de mirar a Pompeyo, que estaba delante de la mesa del centro saludando jovialmente a unos y a otros de entre la multitud.
– Dice que partirá antes de que la luna se haya ocultado -dijo Varrón-, pero no sé cómo. Comprendo que ninguno de los que se alistan necesitan mucha instrucción, pero ¿de dónde va a sacar armas y corazas? ¿Y acémilas, carros y bueyes? ¿Y de dónde va a sacar el dinero para tan gran empresa?
Scaptio lanzó un gruñido, al parecer jovial.
– ¡De eso no tiene por qué preocuparse! Su padre nos dio a todos armas y corazas cuando la guerra contra los itálicos, y cuando murió, el hijo nos dijo que nos las quedásemos. Todos tenemos una mula, y los centuriones tienen carros y bueyes. ¡A los Pompeyos no se les sorprende dormidos! Hay trigo de sobra en los graneros, y mucha comida en las despensas. Nuestras mujeres e hijos no pasarán hambre porque nosotros comamos bien en la guerra.
– ¿Y el dinero? -insistió Varrón, afable.
– ¿Dinero? -repitió Scaptio con un bufido de desdén-. Servimos a su padre sin que viésemos mucho, es verdad. Por entonces casi no había. Cuando lo tenga, nos lo dará. Si no lo tiene, nos quedamos sin él. él es un buen amo.
– Ya lo veo.
Cesó el diálogo, y Varrón contempló a Pompeyo con renovado interés. Todos contaban historias sobre la proverbial independencia de Pompeyo Estrabón durante la guerra itálica; comentaban cómo había mantenido en pie sus legiones mucho después de que se le ordenara licenciarlas, y cómo con ello había alterado personalmente el curso de los acontecimientos en Roma. No había pasado una fuerte factura al tesoro de Roma cuando Cinna había saldado cuentas después de la muerte de Mario, y ahora Varrón entendía el porqué. Pompeyo Estrabón no se había preocupado por pagar a sus tropas. ¿Por qué había de hacerlo si prácticamente eran de su pertenencia?
En aquel momento, Pompeyo se llegó despacio hacia la escalinata del templo de Picus.
– Voy a salir a buscar un lugar para emplazar el campamento -dijo a Varrón-. Ya veo que has madrugado, Scaptio -añadió, dirigiendo una amplia sonrisa al hercúleo compatriota.
– Sí, Magnus -contestó el gigante, poniéndose en pie-. Ahora voy a irme a casa a preparar mis pertrechos, ¿no?
Así que todos le llamaban Magnus, pensó Varrón, poniéndose también en pie.
– Te acompaño, Magnus -dijo.
Ya disminuía la muchedumbre y las mujeres regresaban a la plaza; algunos comerciantes comenzaban a instalar sus tenderetes, y los esclavos se apresuraban a exponer en ellos las mercancías. En torno a la fuente, sobre las piedras, empezaban a apiñarse montones de ropa sucia, frente al altar de los Lares, y un par de muchachas se alzaron las faldas para meterse en el agua. Un pintoresco pueblo, pensó Varrón, unos pasos a la zaga de Pompeyo; soleado y polvoriento, unos cuantos árboles de sombra, el zumbido de los insectos, sensación de eternidad, manzanas rugosas en invierno, gente afanosa que lo sabían todo unos de otros. En Auxinum no había secretos.
– Son hombres muy valerosos -comentó a Pompeyo cuando abandonaban la plaza del mercado para ir a por los caballos.
– Varrón, son sabinos como tú -respondió Pompeyo-, aunque procedan de tiempos inmemoriales del este de los Apeninos.
– ¡Como yo no! -replicó Varrón, dejándose izar en la silla por un gañán de Pompeyo-. Seré un sabino, pero no soy soldado por naturaleza ni por entrenamiento.
– Pero cumplirías tu deber en la guerra itálica.
– Si, claro; y he servido en seis campañas. En esa guerra se sucedieron muy rápidamente. Pero desde que concluyó no he vuelto a pensar en una espada ni en una cota de mallas.
Pompeyo se echó a reír.
– Hablas igual que mi amigo Cicerón.
– ¿Marco Tulio Cicerón, el prodigioso jurista?
– Sí, el mismo. Detestaba la guerra y no podía con ella, cosa que para mi padre era incomprensible. Pero, de todos modos, era una buena persona; a él le gustaba hacer lo que a mi no me gustaba, y entre los dos mantuvimos contento a mi padre sin muchas explicaciones. Después de la toma de Asculum Picenum se empeñó en marchar a servir con Sila en Campania y le eché de menos -añadió Pompeyo con un suspiro.
En dos intervalos de mercado de ocho días, Pompeyo tenía sus tres legiones de veteranos voluntarios acampadas en un reducto bien fortificado a unos ocho kilómetros de Auxinum, a la orilla de un afluente del Aesis. Las disposiciones sanitarias del campamento eran impecables, y su mantenimiento se llevaba a rajatabla. Pompeyo Estrabón, más apegado a sus orígenes rústicos, sólo había adoptado una normativa respecto a las fuentes, pozos negros, letrinas, basuras y desagües: cuando el hedor era insoportable, cambiar de sitio. Por eso había perecido por fiebres ante la puerta Colina de Roma, y los vecinos del Quirinal y del Viminal, enfurecidos por la contaminación de sus fuentes, habían ultrajado su cadáver.
Sin salir de su asombro, Varrón contemplaba el progreso del ejército de su joven amigo, maravillándose de las dotes que Pompeyo manifestaba para la organización y la logística. No se le pasaba por alto el menor detalle, y al mismo tiempo todas las ingentes tareas se ejecutaban con la rapidez propia de la magnífica eficiencia. Soy testigo de excepción de un auténtico fenómeno, se decía; este Pompeyo dará un vuelco a todo, cambiará nuestra manera de ver las cosas. No tiene un ápice de temor ni fisura alguna en su confianza.
Sin embargo, recordó que otros estaban también preparados antes de que se desencadenara el conflicto. ¿Qué sucedería cuando todo estuviese en marcha, cuando se vea enfrentado a la oposición -no ya la de Carbón o Sertorio-, cuando se enfrente a Sila? ¡Ésa será la verdadera prueba! Le apoye o no, la relación entre el toro viejo y el joven decidirá el porvenir de éste. ¿Se doblegará? ¿Puede doblegarse? ¿Qué reserva el futuro a alguien tan joven y seguro de sí mismo? ¿Existe alguna fuerza en el mundo, algún hombre, capaz de doblegarlo?
Era evidente que Pompeyo no pensaba que existiese. Aunque no era un místico, había creado un ambiente anímico a su alrededor que magnificaba ciertos instintos suyos que le complacían. Había, por ejemplo, cualidades más propias que adquiridas -como la de ser invencible, la invulnerabilidad, la inviolabilidad- pues eran un logro personal que él había integrado. Era como si, al mismo tiempo que un flujo divino corriese por sus venas, un miasma siguiera rodeándole. Había vivido casi desde niño los más prodigiosos sueños; mil batallas imaginadas, corriendo en el carro de guerra del vencedor laureado en cien triunfos, erguido sobre él como un Júpiter redivivo, con Roma postrada de admiración ante el hombre más grande de la Historia.
En lo que Pompeyo el soñador se diferenciaba de otros de su misma categoría era en la calidad de su contacto con la realidad; él veía el mundo con fría y exacta agudeza, consciente de la posibilidad y la probabilidad, aferrando cual sanguijuela su discernimiento a hechos como montañas, a detalles tan diminutos como una gota de agua clara. Así, sus prodigiosos ensueños eran el yunque mental sobre el que martilleaba la forma de los hechos cotidianos, templándolos y recociéndolos en el marco preciso de su vida real.
Ahora, distribuía a sus hombres en centurias, cohortes, legiones; los entrenaba, pasaba revista a sus pertrechos, descartaba las acémilas viejas, verificaba con recios golpes los ejes de los carros, los zarandeaba, los probaba a toda carrera en el áspero vado a los pies del campamento. Todo había de estar perfecto para que nada pudiera suceder que dejara en entredicho su propia perfección.
Doce días después de la concentración de tropas, le llegaron noticias de Brundisium. Sila avanzaba por la vía Apia, en medio de escenas de recibimiento entusiástico en villorrios, pueblos, ciudades. El mensajero informó a Pompeyo que Sila, antes de ponerse en marcha, había reunido su ejército y le había hecho prestar juramento de lealtad a su persona. Si en Roma había alguien que dudase respecto a la decisión de Sila de curarse en salud a propósito de posibles acusaciones de alta traición, el hecho de que su ejército le hubiese jurado lealtad, incluso frente al gobierno de Roma, despejaba todas las dudas y confirmaba que la guerra era inevitable.