Y así lo hizo. Carbón, al amanecer, cogió cuatro legiones, sin caballería, para hacer frente al heredero de Pompeyo Estrabón, y no estaba muy alzado el sol cuando Cayo Verres abandonó también el campamento. Sólo le acompañaban sus criados y no siguió la dirección sur en pos de Carbón, sino que se encaminó a Ariminum, en donde Carbón tenía los fondos en un banco. Sólo dos personas tenían poder para retirarlos: el gobernador Carbón y su cuestor Verres. Después de alquilar doce mulas, Verres retiró cuarenta y ocho talentos y medio en bolsas de cuero que cargó en los animales, y ni siquiera hubo de dar pretexto alguno, pues por Ariminum se había difundido la noticia del desembarco de Sila, y el banquero sabía que Carbón había emprendido la marcha con la mitad de su infantería.
Mucho antes de mediodía, Cayo Verres había desaparecido con seiscientos mil sestercios de la asignación de Carbón, por caminos secundarios, primero de sus propiedades en el valle alto del Tíber y luego -con las mulas aligeradas en veinticuatro talentos de monedas de plata- por otras rutas a través de las cuales pudiera dar con Sila.
Ignorando que su cuestor había desaparecido, Carbón descendió por la costa del Adriático en dirección a la posición de Pompeyo cerca del Aesis. Avanzaba con tal optimismo, que no se preocupó por hacerlo rápidamente ni adoptó especiales precauciones para ocultar sus movimientos. Sería un buen ejercicio para sus tropas, bisoñas en su mayoría, y nada más. Por muy terribles que pareciesen las tres legiones de veteranos de Pompeyo Estrabón, Carbón tenía suficiente experiencia para saber que ningún ejército puede actuar mejor de lo que ordene su general. ¡Y su general era un chiquillo! La batalla sería un juego de niños.
Cuando le llegó la noticia de la aproximación de Carbón, Pompeyo profirió gritos de alegría y formó inmediatamente a sus soldados.
– ¡Ni siquiera tendremos que salir de nuestras tierras para dar nuestra primera batalla! -les gritó-. ¡Carbón en persona viene desde Ariminum a enfrentarse a nosotros en un combate que tiene perdido de antemano! ¿Por qué? ¡Porque sabe que soy yo quien os manda! A vosotros os respeta; pero a mi no. ¿Creéis que él piensa que el hijo del Carnicero sabe mondar huesos y cortar carne? ¡Qué va, Carbón es tonto! ¡Cree que el hijo del Carnicero es demasiado lindo y delicado para mancharse las manos en el oficio de su padre! ¡Pues se equivoca! Y lo sabéis igual que yo. ¡Vamos a demostrárselo!
Y se lo demostraron. Las cuatro legiones de Carbón llegaron al Aesis en orden de combate bastante aceptable y aguardaron disciplinadamente formadas a que los exploradores buscaran un vado del río, crecido por el deshielo de primavera en los Apeninos. Carbón sabía que, no lejos del vado, Pompeyo seguía en su campamento, y era tal su optimismo que ni se le ocurrió pensar en la posibilidad de que hubiera efectuado una aproximación.
Pompeyo, que había dividido sus fuerzas, haciendo cruzar el Aesis a la mitad mucho antes de que Carbón llegase al lugar, cayó sobre éste en el momento en que dos de sus legiones lo habían vadeado y las otras dos estaban a punto de hacerlo. El ataque simultáneo en tenaza a partir de una arboleda de las dos orillas arrolló a las tropas de Carbón, y los hombres de Pompeyo combatieron con saña para demostrar que el hijo del Carnicero hacía honor a su nombre aun mejor que su padre. Pompeyo, obligado a permanecer en la orilla izquierda para dirigir el combate, tuvo que renunciar a lo que más anhelaba: ir en pos del propio Carbón. Su padre no se había cansado de repetirle que los generales no deben alejarse demasiado del campamento por si la batalla no se desarrolla conforme a lo previsto y es necesario emprender la retirada. Así, Pompeyo tuvo que ver cómo Carbón y su legado Lucio Quintio se incorporaban a las dos legiones de la orilla opuesta y emprendían la huida hacia Ariminum. En las dos legiones sorprendidas en la orilla de Pompeyo no hubo supervivientes. El hijo del Carnicero conocía bien su oficio y profirió gritos de júbilo.
¡Había llegado el momento de ir al encuentro de Sila!
Dos días más tarde, en un gran caballo blanco, que él decía era el caballo público de su familia -así llamado porque lo proveía el Estado-, Pompeyo condujo sus tres legiones por terreno muy hostil a Roma pocos años atrás. Los Picentinos del sur, vestini, marrucini, frentanos, eran pueblos que habían luchado por independizar a las naciones aliadas itálicas del yugo de Roma, y que hubieran perdido la guerra era en gran parte culpa de Pompeyo, el hombre que iba a unirse a Lucio Cornelio Sila. Pero nadie trató de impedir el paso del ejército, y hubo quienes solicitaron alistarse en él. La noticia de la derrota de Carbón se había adelantado a Pompeyo, y aquello eran tierras de gente guerrera; si habían perdido la guerra por la confederación itálica, había otras causas y la opinión general los inclinaba a ser partidarios de Sila antes que de Carbón.
Reinaba una euforia generalizada en el pequeño ejército cuando se alejaron de la costa en Buca para encaminarse por una vía en bastante buen estado hacia Larinum, en la Apulia central. Habían transcurrido dos intervalos de mercado de ocho días cuando llegaron los quince mil veteranos de Pompeyo a la próspera y pequeña ciudad situada en ricas tierras agrícolas y ganaderas. No faltaba ningún miembro de importancia en la delegación que salió a recibir a Pompeyo y a instarle sutilmente a que prosiguiera la marcha.
El próximo combate le esperaba a unos cinco kilómetros de aquella ciudad. Carbón se había apresurado a enviar mensaje a Roma a propósito del hijo del Carnicero y sus tres legiones de veteranos, y Roma trataba de impedir a toda prisa la unión de Pompeyo con Sila: se enviaron dos legiones de Campania, al mando de Cayo Albio Caninas, para detener a Pompeyo, y ambos ejércitos, de pronto frente a frente, entablaron una lucha brutal y sañuda que tenía que ser decisiva; Caninas aguantó lo suficiente para darse cuenta de que no tenía posibilidades de victoria y optó por una rápida retirada con las tropas casi intactas, y un mayor respeto por el hijo del Carnicero.
Por entonces, los soldados de Pompeyo se hallaban tan seguros de si mismos, que, bajo sus caligae claveteadas de gruesa suela, las millas discurrían como si no costase ningún esfuerzo, y habían iniciado el tercer centenar de éstas con uno o dos tragos de vino débil y agrio para celebrar el hecho. Alcanzaron Saepinum, una ciudad más pequeña que Larinum, y Pompeyo tuvo noticia de que Sila estaba cerca, acampado en Beneventum, en la vía Apia.
Pero antes tuvo que dar otra batalla. Lucio Junio Bruto Damasipo, hermano del viejo amigo y legado de Pompeyo Estrabón, quiso tender una emboscada al hijo del Carnicero en un paraje de agreste terreno entre Saepinum y Sirpium. La altiva confianza de Pompeyo en su capacidad volvió a demostrarse; sus avanzadillas descubrieron el lugar en que se ocultaban las dos legiones de Bruto Damasipo, y fue Pompeyo quien cayó sobre ellas inesperadamente. Bruto Damasipo perdió varios cientos de hombres antes de poder escapar de su apurada situación y huir hacia Bovianum.
En ninguna de estas tres batallas trató Pompeyo de perseguir al adversario, pero no por los motivos que suponían hombres como Varrón y los tres centuriones primus pilus. Y no es que prestase mucha consideración al hecho de no conocer el terreno e ignorar si se trataba de maniobras de diversión destinadas a hacerle caer en manos de fuerzas más considerables; era que una única obsesión ocupaba la mente de Pompeyo: el próximo encuentro con Lucio Cornelio Sila.