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Sus claros ojos soñadores lo anticipaban a modo de escenas teatrales: dos hombres como dioses, de cabello rojo, fuertes y hermosos, desmontando con la fuerza y la gracia de dos gatos gigantes, avanzando uno hacia otro con paso mesurado y majestuoso en medio de una carretera a cuyos lados se apiñan viajeros y lugareños; a las espaldas de esos dos hombres magníficos, un ejército, cuyas tropas tienen los ojos clavados en ellos. Zeus caminando al encuentro de Júpiter, Ares caminando al encuentro de Marte, Hércules caminando al encuentro de Milo, Aquiles caminando al encuentro de Héctor. ¡Sí, sería un encuentro que pasaría a la historia, ensombreciendo el de Eneas y Turno! El primer encuentro entre los dos colosos, dos soles; uno de ellos aún fuerte pero declinando. ¡Ah, pero él era el sol en ascenso! Ardoroso y fuerte, y con toda la bóveda celeste por recorrer para conseguir más calor y fuerza. El sol de Sila está ya en poniente, y el mío surge apenas por el horizonte, pensaba Pompeyo eufórico.

Envió a Varrón a presentar sus cumplidos a Sila y para que le hiciera un resumen de su avance desde Auximum, el número de muertos que había hecho, los nombres de los generales que había derrotado. Y para pedir al propio Sila que avanzase a su encuentro por la carretera para que todos pudieran ver que él llegaba en son de paz para poner sus tropas a la disposición del hombre más grande de su época; a Varrón no le dijo que añadiese «y de cualquier época», pues eso era algo que él no estaba dispuesto a admitir, ni siquiera en un encuentro protocolario.

Su mente había fantaseado mil veces todos los detalles del encuentro, pensando incluso en su propio atavío. Al principio se había imaginado vestido de oro de pies a cabeza, luego le sobrevino la duda y se dijo que la armadura de oro era demasiado ostentosa y podían tildarle de Craso. Y después se vio ataviado con una toga blanca corriente, despojado de toda insignia militar, con la simple franja púrpura de caballero en el hombro derecho; pero la duda volvió a asaltarle y pensó que la toga blanca sobre el caballo blanco sería como un borrón difuso. Finalmente, pensó que revestiría la armadura de plata que su padre le había regalado después del asedio de Asculum Picenum. Como no volvió a asaltarle la duda, pensó que era su mejor imagen.

Pero cuando su criado le ayudó a montar en el enorme caballo público, Cneo Pompeyo (Magnus) se había ataviado con la más simple de las corazas de hierro, con tiras de cuero de la faldilla sin adornos, y un casco igual que el de cualquier soldado. Lo que adornaba era el caballo, pues él era un caballero de las dieciocho centurias primitivas de la primera clase, y su familia poseía caballo público desde innumerables generaciones. Por ello, el caballo iba enjaezado con todas las correas caballerescas imaginables, botones y medallones de plata, arnés de cuero granate con incrustaciones de plata y una manta bordada bajo una silla con adornos repujados y diversos colgantes tintineantes de plata. Parecía -se dijo feliz Pompeyo, al ponerse en marcha por la carretera vacía, con su ejército en formación tras él- un militar auténtico, un trabajador, un profesional. ¡Que el caballo proclamase su gloria!

Beneventum estaba en la orilla del río Calor, en el lugar en que la vía Apia se unía a la vía Minucia procedente de la costa de Apulia y de Calabria. El sol brillaba sobre su cabeza cuando Pompeyo y sus legiones alcanzaban un altozano y veían a sus pies el vado del Calor. Y allí en la orilla, en medio de la vía, sobre su clásica mula, estaba Lucio Cornelio Sila. Acompañado sólo por Varrón. ¿Y los lugareños? ¿Y sus legados y sus tropas? ¿Y los viajeros?

Algo instintivo hizo que Pompeyo volviese la cabeza y gritase al portaestandarte de su primera legión que diera la orden de alto para que la tropa no siguiera avanzando. Luego, totalmente solo, descendió el promontorio hacia Sila, adoptando su rostro una expresión tan impenetrable que lo sentía cual una máscara de yeso. Al llegar a unos cien pasos, vio que Sila casi caía de la mula, aunque se mantuvo en pie sujetándose con un brazo al cuello del animal y con la otra mano a la sucia oreja; ya erguido, comenzó a avanzar por el centro de la carretera vacía con paso vacilante como de marinero.

Pompeyo saltó de su tintineante caballo público, sin estar muy seguro de que sus piernas fuesen a sostenerle, pero no le fallaron. Que uno de los dos, al menos, actúe como es debido, pensó, y echó a andar con paso decidido.

Ya de lejos, advirtió que aquel Sila no se parecía en nada al que él recordaba, pero conforme se acortaba la distancia fue percatándose de los estragos del tiempo y las enfermedades, y no con simpatía o compasión, sino con horrorizada estupefacción, le invadió una reacción física tan fuerte que por un instante creyó que iba a vomitar.

Para empezar, Sila estaba bebido, cosa que Pompeyo hubiera podido perdonarle si aquel Sila hubiese sido el que él recordaba del día de su toma de posesión del cargo de cónsul. Pero de aquel hombre apuesto y fascinante no quedaba nada; ni siquiera la dignidad de un mechón de pelo gris o blanco. El Sila que avanzaba hacia él llevaba una peluca que cubría su cráneo calvo, un horrendo artificio de ricitos color amarillo rojizo, por debajo del cual colgaban dos largas patillas grisáceas de su propio cabello. No tenía dientes, y su ausencia alargaba aquella barbilla hendida y convertía la boca en una raja fruncida bajo la inconfundible nariz con una leve arruga en la punta. La piel del rostro parecía desollada en parte y como en carne viva, y sólo en algunas partes se veía la blancura natural. Y aunque estaba casi escuálido, debía haber estado gordísimo no hacía mucho, pues la piel de la cara mostraba profundas arrugas y una barba rala convertía su cuello en una parodia de buitre.

Oh, ¿cómo voy a poder brillar ante el telón de este desecho humano?, se dijo Pompeyo, pugnando por contener las ardientes lágrimas de la decepción.

Ya estaban casi frente a frente, y Pompeyo alargó la mano derecha con los dedos abiertos y la palma vertical.

– Imperator! -exclamó.

Sila lanzó una risita, hizo un gran esfuerzo, alargó la mano, farfulló «¡Imperator!» y cayó sobre Pompeyo con la coraza de cuero manchada y empapada de vino.

Varrón se apresuró a sostenerle, y, con la ayuda de Pompeyo, consiguió hacerle volver hasta su tosca mula y que montara en su lomo desnudo y sucio.

– Se ha empeñado en venir montado para recibirte, como tú dijiste -dijo Varrón en voz baja-. Y no ha habido manera de disuadirle.

Pompeyo, montado en su caballo público, volvió la cabeza e hizo señal a sus tropas para que reanudaran la marcha, se situó al lado de Varrón, que cabalgaba junto a Sila, y los tres se encaminaron a Beneventum.

– ¡ Es increíble! -exclamó una vez a solas con Varrón, después de haber dejado a Sila en manos de sus criados.

– Es que ayer tuvo muy mala noche -replicó Varrón, sin poder calibrar el desaliento de Pompeyo, dado que él nunca había caído en las fantasías del joven.

– ¿Una mala noche? ¿A qué te refieres?

– El pobre padece de la piel. Cuando estuvo muy enfermo los médicos temieron por su vida y le enviaron a Aedepsus, un balneario no lejos de la Calcídica Eubea; los médicos de aquel templo tienen fama de ser los mejores de Grecia, y ciertamente le salvaron. Le prohibieron la fruta madura, la miel, el pan, los pasteles y el vino. Pero cuando le sumergieron en las aguas medicinales se le resquebrajó la piel de la cara, y desde aquellos días en Aedepsus padece ataques de un picor insoportable que le hace rascarse hasta ponerse la cara en carne viva. Sigue sin comer fruta, miel, pan ni pasteles, pero el vino le calma el picor, y por eso bebe -añadió Varrón con un suspiro-. Bebe muchísimo.

– ¿Y por qué le sucede eso en la cara, y no en los brazos o las piernas? -preguntó Pompeyo, casi sin dar crédito a lo que oía.

– Sufrió una fuerte insolación en la cara… ¿No recuerdas que llevaba siempre un sombrero para protegerse del sol? Pero aquí organizaron una ceremonia para recibirle y se empeñó en asistir a ella a pesar de la enfermedad, yendo, por vanidad, con casco en vez de con el sombrero. Me imagino que ha sido el sol lo que le ha despellejado la cara -dijo Varrón, tan fascinado como Pompeyo asqueado-. Su cara parece una mora espolvoreada con harina. ¡Qué barbaridad!