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– Te expresas exactamente igual que un pedante físico griego -replicó Pompeyo, sintiendo que su propio rostro se desprendía por fin de la máscara de yeso-. ¿Dónde estamos alojados? ¿Lejos? ¿Y mis tropas?

– Creo que Metelo Pío se ha encargado de llevar a tus hombres al campamento que les han designado. Nosotros estamos en una casa preciosa en esta misma calle. Si ahora vienes a desayunar, podemos después ir a caballo a ver a las tropas -dijo Varrón, poniendo la mano solícito en el robusto brazo pecoso de Pompeyo, estupefacto por su mal humor. Sabía que en su carácter no había sitio para la compasión, y se preguntaba qué es lo que le soliviantaba de aquel modo.

Aquella noche Sila les obsequió con un banquete en su cuartel general con objeto de que conocieran a los otros legados. En Beneventum había corrido la noticia de la llegada de Pompeyo, de su juventud, su apostura, sus leales tropas, y los legados de Sila andaban disgustados, pensó Varrón complacido al verles las caras; se diría que la niñera les había quitado de la boca un panal de miel, y cuando Sila invitó a Pompeyo a acomodarse en el locus consularis de su propia camilla y no situó a nadie más entre ambos, las miradas fueron de auténtico odio. Pero a Pompeyo le traía sin cuidado. Se puso cómodo con desenfadado placer y se dedicó a hablar con Sila como si no hubiese nadie delante.

Sila estaba sobrio y no parecía afectado por el picor. Su rostro ya había adquirido cierta costra y se encontraba tranquilo y afable, e, indudablemente, fascinado con Pompeyo. No puedo equivocarme con Pompeyo si Sila también advierte su valía, pensó Varrón.

Considerando lo más adecuado mantener la mirada concentrada en la proximidad en vez de escrutar a todos los presentes, Varrón sonrió a su compañero de camilla, Apio Claudio Pulcher, un hombre al que estimaba.

– ¿Sigue siendo Sila capaz de dirigirnos? -preguntó.

– Es tan genial como siempre -contestó Apio Claudio-. Si logramos que no se embriague arrollará a Carbón por muchas tropas que traiga -añadió temblando con una mueca-. Varrón, ¿no sientes las presencias diabólicas en esta sala?

– Ya lo creo -contestó Varrón, aunque no creía que el ambiente que él notaba fuese exactamente el que decía Apio Claudio.

– He estudiado un poco el tema -añadió Apio Claudio- a través de los templos y cultos menores de Delfos, y estamos rodeados de dedos de poder… invisibles, indudablemente. La mayoría de la gente lo ignora, pero personas como tú y yo, Varrón, somos hipersensibles a las emanaciones de otros lugares.

– ¿Qué otros lugares? -preguntó Varrón, sorprendido.

– Por abajo, por arriba; por todos lados -respondió Apio Claudio en tono sepulcral-. ¡Dedos de poder! No sé cómo explicártelo mejor. ¿Cómo se pueden describir cosas invisibles que sólo los hipersensibles sienten? No me refiero a los dioses, ni al Olimpo, ni a los numina…

Pero otros de los que estaban en la sala habían atraído la atención de Varrón, que, absorto en escrutar a los legados de Sila, ya no escuchaba al pobre Apio Claudio.

Filipo y Cetego, los grandes tergiversadores. Cada vez que la Fortuna favorecía a alguien nuevo, Filipo y Cetego cambiaban de toga en consonancia, impacientes por servir a los nuevos amos de Roma, y llevaban haciéndolo treinta años. Filipo era el más franco de los dos; había sido cónsul tras varios intentos vanos, y hasta había logrado el cargo de censor con Cinna y Carbón, el cenit de la carrera política para un romano. Por el contrario, Cetego -un patricio de los Cornelios, pariente lejano de Sila- había permanecido en la sombra, prefiriendo ejercer su poder manipulando a sus colegas pedarios del Senado. Los dos ocupaban la misma camilla, hablando en voz alta y sin hacer caso de nadie.

Había otros tres jóvenes tumbados juntos e ignorando también a los demás. ¡Vaya trío! Verres, Catilina y Ofellas. Tres malvados; estaba seguro. Aunque a Ofellas le preocupaba más su dignitas que los futuros beneficios. En cuanto a Verres y Catilina, no había duda: eran los futuros beneficios lo único que les importaba.

En otra camilla estaban tres estimables y probos ciudadanos. Mamerco, Metelo Pío y Varrón Lúculo (un Varrón adoptado, en realidad hermano de Lúculo, el partidario más fiel de Sila). Era evidente que no les gustaba Pompeyo y no trataban de ocultarlo.

Mamerco, yerno de Sila, era un hombre tranquilo y equilibrado que había salvado la fortuna de su suegro, poniendo también a salvo a su familia en Grecia. Metelo Pío, hijo del Meneitos, y su cuestor Varrón Lúculo habían llegado por mar de Liguria a Puteoli a mediados de abril y cruzado la Campania para unirse a Sila antes de que el Senado de Carbón movilizase las tropas que habrían podido interceptarles. Hasta el momento en que había aparecido Pompeyo, eran ellos quienes habían monopolizado el esplendor del agradecimiento de Sila, pues le habían aportado dos legiones de curtidas tropas. Sin embargo, gran parte de su despectiva actitud respecto a Pompeyo se basaba más en el quién que en el qué o en el porqué. ¿Un Pompeyo del norte de Picenum? Un advenedizo, ¡alguien que no era romano! Su padre, apodado el Carnicero por la manera en que hacia la guerra, podría haber alcanzado el consulado y obtenido un gran poder político, pero nada podía reconciliarle a él ni a su retoño con Metelo Pío o Varrón Lúculo. Ningún auténtico romano, fuese o no de familia senatorial, podía permitirse, a la edad de veintidós años -¡y de modo totalmente ilegal!-, llevar al gran patricio Lucio Cornelio Sila un ejército y exigirle de hecho ser su socio. El ejército que Metelo Pío y Varrón Lúculo habían llevado a Sila se había convertido automáticamente en suyo propio para hacer lo que quisiera; y si Sila lo hubiese aceptado agradecido, despidiéndoles, ellos se habrían marchado sin pensárselo dos veces, aunque les hubiese dolido. Dos rigoristas puntillosos, pensó Varrón. Ahora, los dos en la misma camilla, miraban airados a Pompeyo porque se había valido de las tropas que había traído a Sila para obtener un mando por el que ni su edad ni sus antecedentes le servían de aval. Había coaccionado a Sila.

En cualquier caso, de todos ellos, el más misterioso para Varrón era Marco Licinio Craso. En otoño del año anterior había ido a Grecia a ofrecer a Sila dos mil quinientos buenos soldados de la Hispania, y apenas había tenido una acogida algo más afable que la que le había dispensado en verano Metelo Pío en Africa.

El frío recibimiento se debía en su mayor parte al rotundo fracaso del proyecto de enriquecimiento rápido que él y su amigo, el joven Tito Pomponio, habían lanzado entre los inversores de la Roma de Cinna; se había producido hacia finales del primer año en que Cinna había compartido el consulado con Carbón, cuando el dinero comenzaba a reaparecer tímidamente y se había difundido la noticia de que ya no existía la amenaza del rey Mitrídates y que Sila había firmado con él el tratado de Dardanus. Aprovechando el súbito brote de optimismo, Craso y Tito Pomponio habían puesto en circulación acciones de una nueva especulación en Asia, y la bancarrota se produjo al saberse la noticia de que Sila había reorganizado totalmente las finanzas de aquella provincia romana y que no volvería a darse más la corrupta circunstancia de la contrata por empresas para recaudación de impuestos.

En vez de quedarse en Roma, enfrentándose a las hordas de airados acreedores, Craso y Tito Pomponio habían optado por ir en busca de la única persona a la que cabía apaciguar: Sila. Tito Pomponio lo había comprendido inmediatamente y se había marchado a Atenas con su inmensa fortuna intacta. Culto, cortés, un tanto diletante en literatura, encantador y demasiado atraído por los jovencitos, Tito Pomponio había llegado pronto a un entendimiento con Sila, pero como le encantaba el ambiente y el modo de vida en Atenas, había optado por quedarse a vivir allí, adoptando el sobrenombre de Atico.