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¡Pero resultaba difícil! Tenía tanto trabajo, tantas cosas por hacer; y no era ni la sombra del que había sido. Todo lo que había conseguido lo había hecho superando gigantescos obstáculos, pero desde que le había surgido aquella enfermedad en Grecia un año atrás, cada día que pasaba se preguntaba por qué molestarse en continuar. Como Pompeyo había advertido muy bien, Sila no era tonto y sabía que le quedaba un tiempo de vida limitado.

Pero, naturalmente, en un día como aquél, en que salía de un ataque de picor, entendía por qué se molestaba en continuar: porque era el hombre más grande en un mundo que no quería admitirlo. Nabopolosor lo había visto a orillas del Éufrates, y ni los mismos dioses podían desdecir a un adivinador caldeo. En un día como aquél entendía que fuese más grande que ningún otro hombre, incluida la capacidad de sufrimiento. Contuvo una sonrisa (sonreír podía entorpecer el proceso curativo) pensando en su compañero de camilla durante la cena; aquél era uno muy lejos de entender la naturaleza de la grandeza.

Pompeyo el Grande. Sila confiaba en haber descubierto el sobrenombre que le daban los suyos. Un joven que pensaba que la grandeza no hay que ganársela, que la grandeza se adquiere al nacer y se conserva para siempre. Deseo con todo mi corazón, Pompeyo Magnus, pensó Sila, vivir lo bastante para ver quién y qué circunstancias te hacen caer. Pero un muchacho fascinante, en cualquier caso. Indudablemente, una especie de prodigio. No tiene madera de leal subordinado, de eso estaba seguro. No, Pompeyo el Grande era un rival. Y él mismo se consideraba ya como rival. A los veinclós años. Las tropas de veteranos que había traído, Sila sabía cómo utilizarlas, pero ¿de qué modo utilizar mejor a Pompeyo el Grande? Darle bastante rienda suelta, desde luego, cuidando de no asignarle una tarea que no fuese capaz de llevar a cabo. Halagarle, exaltarle, no herir jamás su enorme engreimiento. Hacerle creer que es él el que se aprovecha y no dejarle ver jamás que es él el utilizado. Yo habré muerto mucho antes de su caída, porque mientras yo viva tendré buen cuidado de que ninguno le haga caer. Es demasiado útil. Demasiado valioso.

La mula que montaba Sila lanzó un chillido y agachó la cabeza en asentimiento; pero Sila, consciente de su rostro, se abstuvo de sonreír ante la sagacidad del animal. Estaba esperando. Esperaba un tarro de ungüento y la receta para hacerlo. Hacía casi diez años que había padecido por primera vez la enfermedad cutánea a su regreso del Éufrates. ¡Qué fantástica expedición!

Había llevado con él a su hijo, un adolescente, hijo de Julilla, que había resultado ser un amigo y un confidente como él jamás había conocido. La mitad perfecta de una relación perfecta. ¡Cuánto habían hablado! De todo lo divino y lo humano. El muchacho había sabido perdonar al padre muchas cosas que el mismo Sila no habría podido perdonarse. Bah, no asesinatos y otras cosas prácticas necesarias, que son actos a los que la vida fuerza a un hombre. No, errores emocionales, debilidades de la mente dictadas por anhelos e inclinaciones que la razón gritaba eran estúpidas, fútiles. Con qué gravedad le había escuchado su hijo y qué bien le había entendido a su corta edad; le había confortado y le había dado excusas que por aquel entonces le habían parecido verosímiles. Y el mundo estéril de Sila se había enaltecido, agrandado, adquiriendo una profundidad y una dimensión que sólo su querido hijo podía darle. Luego, ya seguros en casa, después de la enorme experiencia de la expedición al Éufrates, el joven Sila había muerto. De repente. Su vida se había extinguido en dos insignificantes días. Perdido el amigo y el confidente: perdido el hijo querido.

Las lágrimas quemaban, a punto de brotar. ¡No! ¡No podía llorar! ¡No debía! Si una sola gota resbalaba por su mejilla, volvería el tormento del picor. La pomada. Tenía que concentrar sus pensamientos en el ungüento. Morsimo lo había encontrado en un pueblo perdido junto al río Pyramus en la Cilicia Pedia, y le había calmado, curándole.

Hacía seis meses que había enviado un mensajero a Morsimo, que ahora era etnarca en Tarsus, para pedirle que le buscara el ungüento, aunque tuviera que revolver toda la Cilicia Pedia. Si lo encontraba y -lo que era más importante- conseguía la receta, su piel recobraría la normalidad. Entretanto, aguardaba, sufría y crecía su grandeza. ¿Entiendes, Pompeyo el Grande?

Volvió la cabeza y vio a Metelo Pío el Meneitos y a Marco Craso (Pompeyo el Grande iba en retaguardia a la cabeza de sus tres legiones).

– Tengo un problema -dijo cuando Metelo Pío y Craso se pusieron a su altura.

– ¿Quién? -inquirió taimado el Meneitos.

– ¡Ah, muy bien! Nuestro estimado Filipo -contestó Sila, sin que un solo gesto alterara su rostro.

– Bueno, aunque no viniese Apio Claudio, Lucio Filipo sería un problema -dijo Craso, con su ábaco mental pasando del uno al dos-, pero no puede negarse que Apio Claudio empeora la situación. Cabría pensar que el hecho de que Apio Claudio sea su tío habría impedido a Filipo expulsarle del Senado, pero no ha sido asi.

– Probablemente porque el sobrino es unos años mayor que el tío -añadió Sila humorísticamente.

– ¿Qué quieres hacer exactamente con el problema? -inquirió Metelo Pío, para impedir que sus interlocutores se enzarzaran en disquisiciones sobre los vínculos de sangre de las altas clases romanas.

– Sé lo que me gustaría hacer, pero si es o no posible es cosa tuya, Craso -contestó Sila.

– ¿Por qué había de afectarme a mí? -replicó Craso, parpadeando.

Echándose hacia atrás el sombrero de paja, Sila miró a su legado con más afecto que tiempo atrás, y Craso, a su pesar, sintió una exaltación en el pecho. ¡Sila contaba con él!

– Es muy bonito ir de camino comprando trigo y comida a los labradores de las distintas localidades -comenzó a argumentar Sila, farfullando un tanto por la ausencia de dientes-, pero a finales de verano necesitaremos una cosecha que se pueda enviar por mar. No es preciso que sea de la magnitud de las de Sicilia o Africa, pero debe constituir la base de alimentación de mi ejército. Un ejército que confío vaya en aumento.

– Pero en otoño -comentó Metelo Pío con cautela- tendremos todo el trigo que queramos de Sicilia y de Africa. En otoño habremos tomado Roma.

– Lo dudo.

– ¿Por qué? ¡ Roma está podrida!

Sila suspiró con labios temblorosos.

– Querido Meneitos, si tengo que hacer que Roma se recupere, tendré que dar a Roma la oportunidad para que decida en favor mío pacíficamente. Y eso no va a suceder en otoño. No puedo mostrarme amenazador, no puedo llegar a paso ligero por la vía Latina y atacar la ciudad como lo hicieron Cinna y Mario cuando yo estaba en Oriente. Cuando yo marché sobre Roma la primera vez, tenía la sorpresa de mi parte, porque nadie me creía capaz de hacerlo y nadie opuso resistencia salvo unos cuantos esclavos y mercenarios de Cayo Mario. Pero esta vez es distinto; todos esperan que caiga sobre Roma. Si lo hago demasiado aprisa no venceré. ¡Ah, Roma caerá! Se acentuarán los grupúsculos de rebeldes, crecerá la oposición. Me costará más tiempo que el que me queda de vida aplastar la resistencia. Ni tendré tiempo ni puedo permitirme el esfuerzo. Iré hacia Roma muy despacio.

Metelo Pío reflexionó sobre lo que Sila decía y comprendió su lógica, con un gozo que apenas podía ocultar en aquellos ojos glaciales en sus abultadas órbitas. La prudencia no era una virtud vinculada a la nobleza romana; los nobles romanos eran demasiado políticos para ser prudentes. Todo era cosa del momento y se veía en una perspectiva a corto plazo. Hasta Escauro, príncipe del Senado, pese a su gran experiencia y a su vasta auctoritas, no se había mostrado prudente. Ni su propio padre, Metelo el Numídico. Había sido valiente, intrépido, decidido, de principios inquebrantables. Pero no prudente. Por eso al Meneítos le alegraba profundamente saber que hacía el largo camino hacia Roma junto a un hombre prudente, porque él era un Cecilio Metelo y tenía un pie en cada bando, a pesar de su personal preferencia por Sila. Si había algún aspecto de la empresa que le hacía inhibirse, era el hecho de que -por mucho que quisiera evitarlo- acabaría inevitablemente destruyendo una buena proporción de sus vínculos consanguíneos y por vía del matrimonio. Por consiguiente, apreciaba aquella prudente decisión de avanzar despacio hacia Roma; algunos Cecilios Metelos, que de momento apoyaban a Carbón, verían su error antes de que fuese demasiado tarde.